Publicidad

«Tangalogía» o el estudio profundo de la tanga

Juan Pablo Villalobos escribió para la revista «Don Juan» lo que denominó un «notable ensayo» sobre esta prenda femenina, cuya decadencia atribuye a grupos neoconservadores. Pero advierte que no todo está perdido. Lea a continuación el artículo.


Mis queridos amigos, no se preocupen: la tanga volverá algún día por todo lo alto. Es verdad que vivió mejores tiempos, que los movimientos neoconservadores la han relegado a un plano secundario, pero eso cambiará. ¡La tanga es la prenda superior por excelencia! ¡La mayor invención que el mundo de la moda le regaló a la humanidad! Yo fui un espectador privilegiado del auge y la decadencia de la tanga, en el transcurso de más de veinte años viví una serie de peripecias que intentaré relatar a continuación.

Todo comenzó durante una madrugada en un distinguido —y clandestino— centro de estudios del tanga, encubierto bajo la tapadera de un table-dance. Era la década de 1990 y yo solía visitar ese tipo de lugares, porque estaba un poco perdido en la vida. Odiaba mi trabajo, odiaba la carrera que había estudiado y las novias que me conseguía estaban más confundidas que yo, al grado que pensaban que el cometido de un novio era psicoanalizarlas. Los centros de estudios del tanga eran frecuentados por eminencias a las que yo admiraba en secreto. Era un mundo al que quería pertenecer y al que me permitían acceder, pagando un cover y bebiendo cerveza y tequila a precios estratosféricos.

Aquella noche había pasado las últimas horas analizando los distintos modelos de la diminuta prenda, cuando la vejiga me anunció que era hora de despegar la mirada de la pista de baile para visitar los servicios. Era un lugar con clase: en las paredes del baño, en lugar de pósteres de fotografías eróticas había pósteres de obras de arte eróticas.

Recuerdo algún Klimt, quizá un Schiele, pero lo que había seguro era una enorme Venus de Botticelli. Súbitamente irrumpió de manera ruidosa un individuo bajito que hacía girar una tanga en el dedo índice de su mano derecha. Era un investigador adscrito al centro, uno de los afortunados que contaba con plaza fija. El tanga era de color amarillo fosforescente y llevaba prendidas lentejuelas.

– Qué genio, Carlos Ficcardi!

Se refería al genovés a quien se atribuye la invención de la miniprenda en los años setenta. Ficcardi vivía en Brasil y gracias a él, en 1974, aparecieron las primeras tangas en las playas de Ipanema. La dictadura que gobernaba Brasil se escandalizó y decretó su prohibición, que mantuvo hasta 1976. Poca broma: usar tanga en Brasil entre 1974 y 1976 era un acto de rebeldía política.

Mi vecino de mingitorio, un profesor de estética e historia del arte, devaluó el elogio, porque le parecía sesgado por una mirada occidental:

-La tanga, mi amigo, no es otra cosa que una reformulación fetichista del tradicional taparrabos.

-Evidentemente, la diferencia entre ambas prendas es que el tanga se inserta en una sociedad de consumo ávida por sexualizar los espacios públicos —completó uno que se peinaba los bigotes en el lavabo, era doctor en sociología por la Sorbona de París—.
Miles de dudas se dispararon en mi cabeza, empezando por una fundamental:

-¿Se dice el tanga o la tanga?

-Buena pregunta —me respondió un tercero, un semiótico experto en moda y sadomasoquismo—, es un sustantivo ambiguo, masculino y femenino, desde aquí ya puede verse su dualidad característica, la dicotomía que constituye su esencia: lo que muestra —mucho— y lo que oculta —poco—.

Para hablar con precisión y no perdernos en las profundidades de tan minúsculo tema, resulta imprescindible que transcriba aquí una serie de clasificaciones elementales para el estudio del tema: hay tangas de bikini y de ropa interior; tangas de hilo dental y de cola de ballena; de resorte autoajustable y de nudo; femeninas y masculinas. El común denominador es que la prenda deja libre, al aire, a la vista, la totalidad del trasero de quien la usa. El ciento por ciento.

Acabé entablando vínculos académicos con los participantes de aquella charla. Nuestras discusiones contemplaban temas como la influencia de la talla de la prenda sobre la percepción del tamaño del trasero (una cuestión absurda, si lo pensamos seriamente); el cálculo de la superficie textil que debe tener una prenda para ser considerada una tanga, en milímetros cuadrados; o la polémica sobre la transparencia: una prenda que deja ver todo, ¿existe o no existe?, ¿es válido hablar de anti-prendas?

-Sin lugar a dudas el uso del hilo dental en colores claros es la opción perfecta -argumentaba alguno ante la visión de una morena que contorsionaba sus noventa y cinco centímetros en la pista.

-No hay verdades absolutas —contraatacaba otro mirando a una rubia altísima, casi escandinava, que paseaba sus exactos noventa centímetros en la pista vecina—, la cola de ballena en color rojo es muy europea.

-¡Déjense de tonterías!, ¡esto es lo que vale: tanga en mano! —gritaba un tercero que acababa de atrapar una miniprenda al vuelo.

En esas estábamos, defendiendo nuestras tesis y ponencias en diferentes centros de estudios del tanga, cuando llegaron los primeros años del siglo veintiuno y una nueva moda sacudió los cimientos de nuestro mundo: la aparición de los pantalones de tiro bajo.

En realidad se trataba de la reformulación de los denominados hip-huggers de los años sesenta; sin embargo, los años sesenta no conocieron la combinación letal que nos tenía preparado el nuevo siglo: pantalones de tiro bajo con tangas de cinturilla alta.

De pronto ya no era necesario ir a los centros de estudios del tanga o a las playas más atrevidas para contemplar la minúscula prenda: la tanga había tomado la calle. El pantalón dejaba ver la llamada T de las tangas de hilo dental o el triángulo denominado «cola de ballena». Las visiones se ampliaban cuando la usuaria realizaba ciertos movimientos que en otro tiempo eran inocentes, como agacharse o reclinarse. La moda había sido exportada de los Estados Unidos al mundo entero, sus embajadores eran las estrellas del pop y sus beneficiarios los fabricantes de vaqueros y ropa interior.

En los espacios públicos, entre desconocidos, una nueva sociología de las relaciones humanas irrumpió brutalmente: te invito a imaginarte mi trasero, como tarjeta de presentación.

Llegó nuestro momento: asociaciones de padres de familia, guardianes de las buenas costumbres, la Iglesia, las televisoras, todos nos convocaban para explicar el fenómeno. Aprovechábamos para exponer, sin falsos moralismos, nuestras ideas sobre la mercantilización de la vida cotidiana, sobre el fetichismo como motor de la sociedad de consumo, sobre la sexualización de los espacios públicos o sobre las diferencias entre erotismo y pornografía.

En el auge del escándalo conseguimos una beca de las Naciones Unidas para realizar un diagnóstico y proponer soluciones. Es decir: para ir a Brasil. Yo nunca había estado en Brasil, que resultó ser un país que padecía gigantismo: todo era grande en Brasil, en especial el área del cuerpo que se supone dejaba al descubierto la prenda que era objeto de nuestro estudio. En Brasil, como si se tratara de un chiste fácil, al trasero le llaman «bunda», lo que de inmediato hace pensar en la abundancia. Allí comenzó y terminó nuestra alegría.

Para nuestra inmensa decepción, habíamos llegado tarde, más o menos treinta años tarde. La tanga había nacido como una prenda en su mínima expresión, impidiendo cualquier tipo de progreso. Más allá del tanga solo quedaba el nudismo. En consecuencia, la evolución que la prenda siguió fue un retroceso. Las brasileñas habían decidido violar la sacrosanta regla según la cual una tanga solo es tanga al descubrir la totalidad del trasero.

Los diseñadores habían inventado el tanga pudoroso, en el que el hilo dental era sustituido por una franja de tela de 2 a 3 centímetros. Con la nueva prenda, la superficie al descubierto alcanzaba como máximo 90%, viéndose reducida en ocasiones hasta 70 u 80%. Traidores. Aun estaba lejos del moralista bikini popular en el resto del mundo, el cual invertía las proporciones: 20-30-40% al descubierto y 60-70-80% bajo la tela. Pero el tanga verdadero, el de hilo dental, estaba en franca extinción.

Cuestionadas al respecto —invitadas formalmente a participar de nuestro estudio—, las brasileñas se ofendían y nos hablaban de los falsos estereotipos que hay en el mundo sobre la mujer brasileña. Nos decían que las únicas que seguían usando esas tangas eran las «gostosonas» de turno, las típicas obsesivas de gimnasio y las que habían optado por la cirugía estética.

Esos comentarios me hicieron recordar a algunas tías y a algunas novias, para las cuales todas las mujeres guapas estaban operadas o eran moralmente reprobables (por decirlo de manera elegante). En el colmo, nos recomendaban que si queríamos ver esas prendas minúsculas tendríamos que acudir a los centros de estudios del tanga locales. ¡Pero nosotros no habíamos recorrido miles de kilómetros para acabar repitiendo escenarios!

Al mismo tiempo, comenzó a surgir y a expandirse por el mundo entero una ola de desaprobación de la moda de los pantalones de tiro bajo. Los medios de comunicación que antes la habían popularizado ahora se apresuraban a calificarla de vulgar, de mal gusto o directamente de anacrónica. Comenzaba la decadencia de la tanga. El efecto fue tan devastador que hasta la playa de Ipanema nos llegó un telegrama de las Naciones Unidas en el que se nos anunciaba la cancelación de nuestro proyecto y la consecuente suspensión de fondos. Nos dejaban incluso sin el boleto de avión de regreso.

Aprovechamos la coyuntura para formar, junto con un grupo de nostálgicos cariocas, el Frente Panamericano en Defensa de la Tanga. Nuestra primera acción, simbólica y necesaria, fue hacer un calendario donde los miembros posábamos en tanga. Las ganancias fueron destinadas a la compra de nuestros pasajes.

Han transcurrido cinco años y desde entonces la tanga ha sufrido sus altas y sus bajas. Algún día bueno, cuando un paparazzi caza a la estrellita de turno vistiendo un hilo dental en toda regla y provoca una fugaz moda. Algún fabricante osado que apuesta por la prenda auténtica arriesgándose a pérdidas millonarias, pero con la conciencia limpia por saber que está haciendo lo correcto.

Muchos días malos por culpa del auge de la derecha conservadora. Hay momentos de desaliento feroz, sobre todo por culpa de la moda de estéticas inocentes que incitan a las mujeres a vestir prendas enormes, propias del siglo diecinueve.

Pero no se preocupen, mis amigos: la tanga volverá para no abandonarnos nunca. Aunque sea necesaria la vuelta de regímenes totalitarios que la prohíban y de esta manera propicien su auge. No escatimaremos medios. Un golpe de Estado mundial nos parece poco.

¡Tanga o muerte!
¡Tanga para todos!

*Publicado en www.donjuan.com

Publicidad

Tendencias