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Los señores de la guerra

Gabriel Angulo Cáceres
Por : Gabriel Angulo Cáceres Periodista El Mostrador
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La mayoría de estos hechos expresan una debilidad técnica del poder político, el que en  veinte años fue incapaz de dotar a la Defensa Nacional de una institucionalidad coherente y moderna, y que al final de un ciclo de desarrollo nacional exhibe una administración sectorial que apenas si tiene diferencia con lo que se recibió en 1990 al momento de reinstalarse la democracia.


Luego de veinte años de gobiernos democráticos se asienta la convicción de que en política de Defensa, especialmente en su componente militar, la Concertación sólo puede exhibir  una administración menos que mediocre. Lo que complementa el aserto de que si bien  el tema es demasiado importante para dejarlo solo en manos de militares, los resultados pueden ser aún peores si a ello se suma civiles incompetentes.

El pasado fin de semana el país se conmovió con la noticia de que el Ejército mantenía en la nómina de sus contratos a honorarios a militares retirados, vinculados a violaciones de derechos humanos.

La noticia, explicada de manera políticamente balbuceante por parte de las autoridades del sector, confronta de manera brutal la disposición presidencial expresada hace algunas semanas de considerar indultos a militares condenados por estos delitos. Porque tales indultos reforzarían la renuencia de las instituciones militares a asumir de manera institucional su responsabilidad en las violaciones del pasado, y a aceptar los derechos humanos también como un principio fundamental de su organización interna.

Durante veinte años de régimen democrático, sectores importantes de las Fuerzas Armadas han negado información, adulterado documentos o amparado u ocultado a personal involucrado en violaciones a los derechos humanos. En muchos casos ello ha quedado  en evidencia después de largas investigaciones judiciales o hallazgos de los propios familiares de las víctimas.

Tales hechos confirman la hipótesis de que las Fuerzas Armadas no desean reconocer la responsabilidad institucional, es decir del mando de la época, por hechos que consideran propios de una situación de guerra. Para ellos el tema siempre ha sido de responsabilidad individual y solamente cuando se prueba en juicio, y su discurso permanente ha sido que acatan las decisiones de los tribunales.

El país, en  cambio, ha marchado en sentido contrario y pese a las dificultades ha incluso ratificando el  tratado que crea el Tribunal Penal Internacional para sancionar los delitos de lesa humanidad. Por ello, era de esperar que los derechos humanos tuvieran una fuerza simbólica nueva que impregnara la percepción y la conducta de todas las instituciones de la Defensa.

Ellas se desenvuelven en un medio profesional extraordinariamente sensible a los elementos doctrinarios y  simbólicos, por lo que el Ejército, institución involucrada en este caso, no puede omitir el hecho de que está amparando a militares que infringieron todos los códigos de honor y profesionalismo que lo sostienen. Lo que  compromete tanto su imagen institucional como la del Estado chileno.

Por lo mismo, las explicaciones del ministro de Defensa (y sus incomprensibles apelaciones a la Revolución Francesa) en torno a la presunción de inocencia de los militares contratados por el Ejército, resulta pueril. Esta indica una falta de comprensión fina de su papel cautelar en la aplicación de una política institucional de recursos humanos, con negación de principios doctrinarios básicos, en una institución de la cual es la máxima autoridad después de la Presidenta.

En el caso del Ministro Viera Gallo el error tiene un doble significado negativo. Él fue parlamentario -incluso Presidente de la Cámara de Diputados- es decir ha estado en el cenáculo del control político de la democracia chilena. En tal calidad está perfectamente enterado de las agrias disputas políticas y presupuestarias, desde el inicio de los gobiernos de la Concertación, por la mantención de agentes de la DINA y la CNI en las nóminas de las Fuerzas Armadas. Conoce muy bien el largo proceso hasta lograr transparentar el tema de los derechos humanos con verdad y justicia, evadiendo todos los intentos por consolidar la impunidad, y ha experimentado personalmente los clivajes del juego de la  desinformación al cual los militares sometieron en muchas oportunidades al poder civil. Más aún, por su formación jurídica, entiende claramente la diferencia que existe entre responsabilidad de Estado, responsabilidad institucional y responsabilidad individual. ¿Para qué ofender la inteligencia de la ciudadanía y el dolor de las victimas y sus familiares con justificaciones sobre procesos o condenas judiciales que no vienen al caso?

La maniobra política de los militares

Pero sería reduccionista sostener que los problemas de la conducción civil de la Defensa se limitan a aspectos doctrinarios y de principios. Aunque estos son una muestra clara de cómo las autoridades civiles han ido cediendo a través de los años en sus convicciones republicanas, y entregado la conducción de la Defensa a la autorregulación militar.

También los escándalos por corrupción que actualmente investiga la justicia, el debate legislativo sobre la nueva institucionalidad ministerial, la profesionalización de las Fuerzas Armadas o el financiamiento de la  Defensa, contienen huellas de un corporativismo militar extremo y una baja calidad de la gestión civil.

En las últimas semanas, de manera previa a la aprobación definitiva de la nueva Ley del Ministerio de Defensa Nacional por el Senado, se han hecho sentir las voces, principalmente de altos mandos en retiro, que abogan por la necesidad de mantener el esquema institucional actual, incluida la Ley Reservada del Cobre, a estas alturas un instrumento totalmente irracional. Aunque también hay militares que aprovechan la tribuna para producir acomodos políticos.

La mayoría de estos hechos expresan una debilidad técnica del poder político, el que en  veinte años fue incapaz de dotar a la Defensa Nacional de una institucionalidad coherente y moderna, y que al final de un ciclo de desarrollo nacional exhibe una administración sectorial que apenas si tiene diferencia con lo que se recibió en 1990 al momento de reinstalarse la democracia.

La corrupción en las compras está vinculada tanto a la debilidad de los procesos decisorios civiles y la falta de control – que tempranamente quedaron en evidencia con el contrabando de armas a Croacia- como al hecho de  que no existe una institucionalidad ministerial capaz de hacer gerencia integrada de los proyectos, que obliguen a quienes los diseñan y requieren a una  adecuada claridad y justificación técnica.

Fuera de administrar formalmente los fondos disponibles en abundancia y a cualquier evento por la Ley Reservada del Cobre, quienes deciden  qué, cuándo y cómo se compra en realidad son los militares, y siempre por ramas. Autorizados de manera acrítica por civiles que, en palabras del actual ministro de Defensa, deben aceptar que ellos son los profesionales y los que saben de la materia.

En medio de esta autorregulación perfecta, financiamiento automático y cero control, la planificación conjunta es un eufemismo, y la creación del Estado Mayor Conjunto de la Defensa Nacional contenida en la actual propuesta de ley, no está destinada a crear un mando interoperativo real permanente que decida,  sino a seguir siendo un organismo asesor. El poder militar real sigue  compartimentado en cada una de las ramas y sus respectivos Comandantes en Jefe, los que se comportan como señores feudales.

El proceso de paralización burocrática ha ido acompañado de una extrema politización del mando militar superior. Es decir, en vez de desarrollar una capacidad técnica civil en materia de Defensa, las autoridades civiles, carcomidas por el diálogo cívico-militar,  crearon los incentivos para que el mando militar se acercara de manera política al mundo civil, lo que lesiona el desarrollo de las instituciones y un vínculo subordinado sano con el poder político.

El caso extremo se ha dado en la Armada. Fue inaugurado por Jorge Martínez Bush quien logró su designación como senador abandonando unos meses antes el mando de la Armada, en plena vigencia de los enclaves autoritarios. Luego lo siguió con éxito el Almirante Jorge Arancibia, quien antes de terminar su período de Comandante en Jefe pasó a ser senador de la UDI y ahora maniobra  para posicionarse como eventual ministro de Defensa si Sebastián Piñera gana la elección presidencial. Otros altos oficiales del mando más reciente pasado a retiro buscan eventuales diputaciones o se erigen derechamente como operadores políticos entre sus instituciones y el mundo político. La actitud crítica de la oficialidad joven ante este hecho es total, mientras que el antiguo esquema institucional de un Cuerpo de Almirantes prácticamente ha desaparecido.

Es evidente que los escándalos de corrupción son el resultado de una debilidad endémica de los procedimientos administrativos y de control ministerial, pero también provienen de una falta de liderazgo civil, pues además de comprometer al menos la responsabilidad política de las autoridades sectoriales civiles en ejercicio en la época que ellos ocurrieron, no existen evidencias claras de una voluntad orientada a  modernizar toda la administración de la Defensa y, en especial, sus instituciones militares.

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