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Impresiones Historias de sábanas

Impresiones

Dablín
Por : Dablín Escritora de tiempos robados y anhelos ascendentes, equilibrándose entre lo políticamente incorrecto y lo descaradamente irreverente, ha logrado encender con sus letras más conchijuntas, más de una sonrisa.
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Un asalto de felicidad…

La marea del sudor resbalando por su espalda y subiendo por sus muslos.

El candor… El calor… El sabor… Las tetas…

La seducción de lo prohibido.

La melcocha de lo conocido.

Una cama habría sido perfecta, pero un colchón en destrucción cumplió muy bien su labor.

Un hombre, bueno, casi, porque pisaba los veintipocos si se ponía de puntillas.

Y una hembra ardiente a punto de ebullición.

Ser decente la tenía aburrida…

Ser bien portada no le hacía bien a sus jaquecas…

Ser dama soltera quietecita era peor que lo anterior…

Sus manos sacándole la polera eran el mejor ejercicio para sacudirse la pena.

Sus manos intentando desabotonar el sostén eran las cosquillas más sabrosas que había tenido el placer de experimentar.

La dureza primorosa a la altura de su ombligo, era razón poderosa para saborearse sin cordura.

Sus rodillas en el piso frío y esa sonrisa le hacían mejor que un día de spa.

Muslos, manos, pecho, pechos, besos, besitos, besotes, lengua… mucha lengua y de nuevo esa sensación, casi olvidada, de caer al vacío y ser recibida por el veinteañero más lindo que el destino había puesto encima de ella.

Correr era bueno, sudar en la caminadora era excelente, revolcarse con el estudiante en práctica era la solución a todos los problemas, suyos y de la historia de la humanidad.

Más, cuando él se movía de aquella forma, en que iba tocando todos, pero toditos los puntos erógenos que ella tenía dormidos.

Él sonreía y ella se reía con el corazón, mandando lejos a la razón.

El sonreía y ella explotaba en chispas de lava más que ardiente.

Ella se reía y él le devoraba el cuello, sanándole heridas tontas, hechas por tontos redomados de su tonto pasado.
Ella reía cuando él estaba dispuesto a todo para satisfacerla…

en la cama…

en el trabajo…

en la vida…

y en todo lo demás.

Y cuando él volvía a sonreír con esa imperfección de aspirante a hombre serio, ella se derretía y volvía a ser lava ardiente.

El “cuando” llegaba sin previo aviso, podría ser adentro, afuera, en un rincón, en la escalinata, en medio o al final, daba lo mismo y les importaba un bledo.

El “cómo”, pues, eso lo tenía solucionado el veinteañero, que de contorsionista, mago y malabarista tenía mucho, además de músculos poderosos, envueltos en piel mate heredada de ancestros rapa nui, que le hacían hervir las hormonas cuando le dejaba tocar todas sus majestuosas curvas juveniles.

Después, cuando la marea volcánica se apaciguaba y él retiraba sus armas del campo de batalla, ella intentaba explicarse cómo sus cuerpos podían adecuarse con tanta sublime perfección, considerando las diferencias estructurales que tenían. Y la respuesta era siempre la misma… magia, no había otra explicación.

Sus cuerpos se pegoteaban de deseo y humedad con tanta fruición y asiduidad que empezó a considerar ser adicta al sexo descomunal con el estudiante en práctica más imperfectamente lindo del mundo.

Ella se dejaba hacer y hacía. Él hacía y se dejaba hacer y juntos formaban la mejor de las sinfonías impresionantes, propia de delirios de poetas locos más que de oficinistas aburridos, encargados de timbrar planos abúlicos que a nadie le importaban.

Y se fueron enfrascando en ese dar y recibir con tanta generosidad, que un día cualquiera se despertaron abrazados sintiendo que separados no tenía sentido dormir.

Él ni asustado ni avergonzado le pidió que fuera su musa, su razón y su equivocación, lo que durara su impulso. Ella aceptó, era más de lo que nadie nunca le había ofrecido, y para que las cosas fueran bien bizarras y maravillosas, se enlazaron en otro tango sudado que sigue hasta hoy, por lo que cuentan, porque al otro día se marcharon a vivir a una playa cercana que no admitía planos ni timbres aburridos, dispuestos a sudar todo el amor que el sexo pudiera darles. O a refregarse todo el sexo que el amor estuviera dispuesto a soportar.

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