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Feminismo Humanitario parte 1: Mujeres bellas, estética política y memoria del Holocausto

Giovanna Flores Medina
Por : Giovanna Flores Medina Consultora en temas de derecho humanitario y seguridad alimentaria, miembro de AChEI (Asociación chilena de especialistas internacionales).
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La imagen de un violín que pende solitario y arde entre las llamas de un inmenso crematorio es el ícono más representativo de la lírica de la memoria que Leonard Cohen consagró a las mujeres víctimas del Holocausto. Profundamente conmovido por los testimonios de las prisioneras en el megaproceso de Frankfurt (1963-1964) contra las guardianas de Auschwitz-Birkenau, y las primeras historias que allí se conocían sobre la orquesta femenina conformada en el centro, hubo un episodio en particular que lo marcó por años: el del cuarteto de cuerdas y sus bailarinas. Protagonistas de una puesta en escena perversa, aquellas compañeras de infortunio amenizaron y fueron espectadoras del camino hacia el averno que condenó a las checas más socialité que aún permanecían indemnes de las leyes raciales: la represalia fue implacable con ellas tras la muerte de Reinhard Heydrich, el carnicero de Praga y líder de la Solución Final. Días horrorosos y sin descanso en que ingresaban a los crematorios un mayor número (que el ya normalizado) de madres con sus hijos, embarazadas y ancianas sin registrar, y vestidas con sus propias ropas. Todos directamente transportados desde sus hogares. Todos engañados con la posterior liberación o traslado que nunca llegó.

De esta forma, entre el ritual que acompaña a lo sublime —a esa belleza irrefrenable de las bailarinas clásicas en el imaginario de Cohen, junto a las espléndidas joyas de sus violines—, y la atrocidad que circundó la muerte en los campos de exterminio del Tercer Reich, la sencilla letra de la canción ‘Dance me to the end of love’ (1984), devino en el himno de un incipiente feminismo humanitario: «Dance me to your beauty with a burning violin/ Dance me through the panic till I’m gathered safely in/Lift me like an olive branch and be my homeward dove/Dance me to the end of love/ Dance me to the end of love». Una década después, el autor la dedicaría a las víctimas del otro gran conflicto bélico que vulneró a Europa y que visibilizó en el debate penal internacional el genocidio, la violencia contra la mujer en medio de crisis humanitarias y la islamofobia: la guerra en la ex Yugoslavia.

Dos momentos de perplejidad política y abdicación moral separados por casi medio siglo que evidenciaban, entre otros problemas, el precario rol que se había asignado a la mujer en la narrativa de la memoria y la resistencia, así como en la literatura histórica y en la doctrina internacional contra los crímenes de lesa humanidad y los crímenes de guerra. Durante ese tiempo los titulares de las marquesinas de la ONU, de la prensa y del cine solo habían tenido por protagonistas de la estética política de la memoria a magníficos hombres: Primo Levi, Elie Wiesel, Imre Kertèsz y Jorge Semprún. Las féminas eran parte únicamente del anecdotario narrado por heroínas románticas que bien podrían ser representadas por una Ana Frank o por una Audrey Hepburn. Mártires o sobrevivientes, en uno y otro caso, ellas escribían, narraban o documentaban sobre un precioso y frágil instrumento cultural llamado memoria del individuo. Ellos, en cambio, construían más que la crónica: lo suyo era el relato con conciencia política e histórica que daba testimonio en juicios emblemáticos y reafirmaba la universalidad de la persecución de los crímenes contra la humanidad. Y fue de ese modo por décadas.

La memoria reciente de las mujeres: Miss Sarajevo

El punto de no retorno en esta categorización secundaria de las mujeres y la estética política de la memoria, estuvo determinado por un hito periodístico de la época: el concurso de belleza Miss Sarajevo de 1993 y su documental grabado en videocámara para aficionados. Un filme que se convirtió en herramienta de denuncia contra una guerra civil y limpieza étnica que dejaba miles de muertos diariamente, encubierto todo bajo el manto del discurso liberalizador de la caída de los socialismos reales. Celebrado en un sótano que se derrumbaba, las participantes se fotografiaron con una humilde pancarta que llevaba escrito un mensaje inglés: “No dejen que nos maten”. Su ganadora Inela Nogić, se convirtió de inmediato en un símbolo de la resistencia que aparecía en los noticiarios de CNN o en los programas de MTV. Aquella rubia de 17 años de edad, musulmana, estudiosa e imagen vívida del ideal occidental de belleza, —a quien Bono de U2 y Luciano Pavarotti le dedicaran posteriormente la canción Miss Sarajevo—, solo deseaba exponer al mundo el horror del genocidio y la ira del nacionalismo que incluso justificaba la ejecución ilegítima de lactantes, como también la violencia sexual en contra de las mujeres y niñas de religión musulmana: “No sé si mañana estaré viva, pero ustedes, espectadores, están a un click de conocer a través del videotape o la TV por cable lo que sufrimos y de ver también los rostros de los mercenarios que nos acosan”, declaraba en su primera entrevista televisiva.

El fenómeno mediático que fue la cobertura de los primeros años de conflicto redefinió los límites del debate sobre la urgencia de crear un tribunal con jurisdicción global para investigar y sancionar los gravísimos atentados que evocaban la peor herencia del régimen nazi y su técnica jurídica para asegurar la impunidad de los criminales. Asimismo, surgieron la doctrina de la responsabilidad internacional de proteger y las tesis que relevaban el papel de la mujer, no solo como víctima, sino también como criminal de lesa humanidad.

En este sentido, hacia mediados de los años 2000 los nombres de dos serbobosnias, de distinta jerarquía política, se convirtieron en símbolos del terrorismo de Estado practicado por otrora decentes personas, mostrando la contracara del feminismo humanitario: Biljana Plavsic y Azra Basic. Mientras la primera, que fue vicepresidenta y presidenta de la república de Serbia, ha sido la única mujer en ser condenada por el Tribunal Penal para la Ex Yugoslavia por genocidio; la segunda fue la llamada “novia de la vida y la muerte”, agente de la policía secreta condenada por una treintena de casos de tortura, vejámenes sexuales contra hombres y mujeres, y ejecuciones sumarias contra civiles. Sin embargo, miles de víctimas aún esperan que la justicia ordinaria resuelva sus casos y parte de las nuevas generaciones siguen apelando al ultranacionalismo para restablecer el sistema político y dictar una ley de punto final.

El reconocimiento del derecho a la memoria: las mujeres vÍctimas de los totalitarismos y la guerra

Dos décadas después del estreno de la canción de Cohen, la memoria ya no sería solo un ejercicio historiográfico únicamente de hombres, sino un bien jurídico universal propio de los derechos sociales y culturales. La memoria se erigiría —en una todavía inacabada lucha de reconocimiento—, en objeto de protección preferente y fundamental, pues era la esencia del derecho a la verdad, a la justicia y a la reparación de las víctimas de las atrocidades que cometían los regímenes autoritarios. También era un deber: correspondía a la sociedad civil y política erradicar la impunidad, aplicar justicia y tomar conciencia de los efectos del odio y su criminalidad asociada, cuando esta obedecía a estructuras y planificaciones del Estado. De esa forma, el derecho y el deber de la memoria —en perspectiva mundial— eran la representación efectiva de los principios de imprescriptibilidad y universalidad de los derechos humanos, y de la premisa que los crímenes que atenten contra ellos no conceden amnistías ni institución legal alguna que procure la impunidad. Eso significa que la aún interminable búsqueda de las víctimas desaparecidas, por ejemplo, y los pactos de silencio de autores, cómplices y encubridores tampoco se someten a plazos legales que limiten la investigación de la verdad, la determinación de responsabilidades penal y políticas. La penalización del negacionismo, en otros casos, o la aceptación de la tesis de la conexión entre civiles y agentes militares o policiales en crímenes graves, constituyen igualmente una forma de reparar el daño causado.

En la valoración de esta prerrogativa, el año 2005 fue emblemático, pues la ONU abría la puerta al salto de conciencia moral de las nuevas generaciones que ya no se fiaban de la justicia transicional y menos tolerarían el silencio ante los horrores, fuera en Alemania, América Latina, Myanmar o un país subsahariano. La Asamblea General, entonces, da a conocer los primeros informes sobre lo que constituye la memoria como derecho humano, atendidos los avances de la Corte Interamericana de Justicia y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos respecto de las dictaduras que asolaron a este lado del mundo en los 70 y 80’. Asimismo se reabren casos emblemáticos de los escuadrones de las muerte en los territorios de la ocupación Nazi, ya no sólo por autoría sino por complicidad de ejecuciones y torturas, sin importar la edad de los inculpados ni su lugar de permanencia, incluyendo agentes mujeres. Incluso, personalidades de la política alemana, entre ellos su Presidente, aceptan públicamente la responsabilidad de desarrollar una política del deber de la memoria que no reconozca únicamente el Holocausto, sino también el genocidio contra las tribus Herero en Namibia (1904-1907) en los inicios de los campos de concentración y experimentación biológica: Auschwitz remontaba sus orígenes al África.

Un lustro después Naciones Unidas aprueba el 27 de enero como el Día internacional de conmemoración de las víctimas del Holocausto, fecha que coincide con la liberación de Auschwitz-Birkenau (1945) y, al año siguiente, la Unesco comienza a desarrollar una campaña permanente para rescatar la memoria de las mujeres víctimas de la Shoa y, sucesivamente, de otros genocidios. La antropología y la geología de la memoria pasaron a ser disciplinas de estudio de los derechos humanos con un enfoque de género preferente dadas las condiciones de desigualdad de las mujeres. De ahí, en más, serían equivalentes en su condición de objeto y bien jurídico protegido los testimonios y la memoria de una indígena de Guatemala, el de una nativa de Cambodia, el de una madre de Ruanda y Sudán, el de una judía de la Shoa o el de una palestina de la ocupada Gaza. Ninguna de ellas merece ser silenciada ante el peso de una judicatura de derechos humanos, a veces, adversa; y otras, sujeta a los vaivenes políticos de la justicia de transición. En esa línea, ese 2011, el premio Nobel de la Paz fue concedido a tres mujeres líderes de la diplomacia humanitaria y voces de los padecimientos del África, unidas todas por el mismo anhelo de la política como derecho fundamental: Ellen Johnson Sirleaf, Leymah Roberta Gbowee y Tawakkul Karman.

La memoria también la escriben las mujeres: las primeras, las víctimas de los Nazis

En la actualidad, hay coincidencia en aceptar que la participación de la mujer en la historia y la política, o bien su relegación al anonimato y la invisibilidad de sus padecimientos, siempre ha estado asociado al arte de la escritura. Por eso, aquellos nombres emblemáticos de los tiempos precedentes y posteriores a la II Guerra Mundial, hoy recobran sentido sobre los efectos de las ideologías totalitarias.

Más allá de la identificación religiosa, la reafirmación o no de la búsqueda de Dios, el enjuiciamiento a sus captores y su legado de resistencia, dichas voces tienen valor porque capturaron la heterogeneidad de la catástrofe, desafiando el terror y la política de deshumanización a las que fueron sometidas. Algunas desarrollaron una visión de diálogo ecuménico y de ejercicio de la libertad política con un sentido pionero, como Edith Stein y Simone Weil. Mientras la primera fue una destacada filósofa de origen judío, convertida al catolicismo al ordenarse monja carmelita, cuya muerte en las cámaras de gas y testimonio de fe le valió ser canonizada; la segunda, fue una mística del catolicismo vinculada a la izquierda que transitó hacia el movimiento pacifista, muriendo a los 34 años. Ambas dejaron una obra literaria póstuma, cuyos admiradores van desde Albert Camus a Hans Hans Küng. Otras fueron avezadas diaristas en cuyas bitácoras ofrecen no solo clarividencia, sino reflexiones de profunda misericordia: Ana Frank y Etty Hillesum, son las más reconocidas y cuyos textos pasaron de ser lectura de adolescentes a literatura de la memoria universal.

La posguerra y los regímenes comunistas en Europa, a su vez, nos ocultaron hasta hace muy poco la realidad de los dolores indecibles del terror de Estado que se siguió cerniendo sobre hombres y mujeres. Tanto que sólo en el último decenio figuras como Milada Horáková, abogada y política checa condenada a la pena capital en un proceso político orquestado por comisarios soviéticos en 1949, han tomado protagonismo en la memoria postsoviética y universal. Ella se ha convertido en el símbolo de la resistencia, desde la izquierda, en contra de las violaciones sistemáticas a los derechos humanos que profirieron los gobiernos satélites de la URSS. A ella Zygmunt Bauman y Václav Havel le dedicaron más de alguna mención en sus textos, porque ser mujer de ideas y de sus discursos como parlamentaria, como agente diplomática y como ex presa de diversos campos de concentración, interpretan a cualquier activista mujer y conocedora de los derechos, ya en Siria, ya en Chile o Argentina.

Desde la revolución que significó el personalismo humanista cristiano y su vocación ecuménica, tras la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948) —cuando la comisión redactora fue formada y presidida por Eleonor Roosevelt, única integrante femenina— los roles de poder en el circuito de gobernanza global de la ONU y su realpolitik han encontrado en las mujeres grandes aliadas. Ergo, la tesis del feminismo humanitario pone de manifiesto que la lucha de reconocimiento de éstas no es unidimensional ni es contraria a la estética política o a la belleza de quienes la defienden. Hablamos, por cierto, de las outsiders, de las pobres sean de Colombia o de Mali; de las que llevan hijab o se niegan a hacerlo en el mundo árabe; de las indígenas de Paraguay; de las bangladesíes esclavas de la producción textil ‘low cost’ o de las chinas; y de las de países con legados dictatoriales, como el nuestro. La degradación de la identidad cultural e ideológica o simplemente política, la destrucción del tejido social y el olvido que se procura acompañen a la impunidad no son iguales para los hombres que para las mujeres. No pueden servir solo de ‘leit motiv’ para un drama cinematográfico o para la poesía, eso no cambia la visión paternalista del violín ardiendo que necesita ser protegido como el relicario de lo santo contra lo abyecto.

Por ello, se hace necesario ampliar la mirada del feminismo. Este no comienza ni termina en el legado de Simone de Beauvoir, ni pertenece únicamente al marxismo y sus derivadas. No se basa en la consigna de los derechos a la salud reproductiva o, para las más conspicuas ejecutivas, en la erradicación del techo de cristal en materia laboral. Cada una son facetas de la búsqueda de una sociedad de derechos garantizados y libertades fundamentales que den a la mujer un espacio relevante, al punto de distinguir aquellos casos en que sus acciones son las propias de un criminal de lesa humanidad.

Finalmente, como escribiera Ana Frank en su diario de vida —más allá de la crítica a la veracidad o no de sus palabras—, el feminismo humanitario es una expresión de la misericordia laica y de la universalidad de los derechos humanos: «Resulta increíble que mantenga mis ideales… parecen tan absurdos y tan poco prácticos. Sin embargo, me aferro a ellos porque sigo creyendo que a pesar de todo, en el fondo de su corazón la gente es buena».

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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