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Prisioneros a tributo

El disco tributo a Los Prisioneros aparece el 2 de octubre próximo. Claudio Narea alegó, Miguel Tapia intentó mediar, Jorge González alcanzó algún nivel de acuerdo con el primer manager del grupo, Carlos Fonseca y ya está: tributo habemus. Hay diarios que se han solazado con los problemas contractuales de este disco y en general, los de la banda sanmiguelina, tan mal separada. Pero no es eso lo que aquí nos ocupa. Lo que nos preocupa es lo del tributo.


La versión pop del género apareció a fines de los 80 en Estados Unidos y ya para los 90 se había convertido en el regalón de las disquerías, igual que las bandas sonoras, las bandas en retorno, y todos aquellos chanchiperros concebidos en la sequía artística que asoló a las discográficas la década pasada, cuando Britney Spears y Christina Aguilera todavía no cumplían los
12 años.

Los tributos se multiplicaron con naturalidad, como perfeccionamiento de la cultura del cover. Ya se sabe que la gente puede escuchar una y otra vez una misma canción. Lo prueban los programadores radiales, que aún no han terminado de explorar los límites de la resistencia humana a la repetición: ¿calcula usted cuántas veces ha escuchado "Run like the wind", de
Christopher Cross, en los últimos 15 años? ¿O al sempiterno James Taylor? ¿O al infatigable Cat Stevens? Sume a eso todas las bandas, que allá fuera, todavía viven del catálogo de Creedence Clearwater Revival, o peor aún, de Queen. Cierre la lista con todas aquellas personas que están dispuestas hoy a pagar una entrada por escuchar a una banda que se parece a otra que sí
existió y tocaba en los 70.

La historia prácticamente no registra tributos buenos. Lo más cercano a uno relativamente decente, en el ámbito pop, se llamaba If I were a Carpenter, y lo publicaron en 1994, con versiones de Sonic Youth, Cracker, los Cranberries y otras bandas de la época, para las encantadoras canciones de la delgada Karen y su calculador hermano Richard. Pero por regla, los tributos son siempre malos, independiente de la calidad del homenajeado.

Outlandos D’America, el disco que Stewart Copeland produjo en 1998, y donde Gustavo Cerati cantaba "Tráeme la noche" (traducción libre de "Bring on the night") clasificó, con holgura, entre los peores discos de ese año. Lo mismo se puede decir de los cuatro tributos a Bob Marley. Los tres de Bob Dylan, los dos de Burt Bacharach. Grandes intérpretes como Van Morrison y Leonard Cohen han sido tratados con cierta benevolencia por sus pares en estos discos que algunos llaman "de homenaje". Pero eso corresponde cabalmente, a la excepción a la regla.

Sólo un género se presta para el tributo, y es el jazz, donde hasta la reinterpretación del tema más sencillo puede alcanzar cierto nivel. Célebres son los tributos de Ella Fitzgerald a Cole Porter, el 56, el de Charlie Parker, en 1968, incluso el de Curtis Mayfield, el 94.

En la sencilla ley de la música popular, las canciones buenas son, generalmente, el afortunado cruce entre un intérprete, un momento y una melodía. Los discos tributo, especialmente aquellos con expectativas comerciales, intentan forzar ese empalme, y quizás ahí radica el secreto de su fracaso.

A todo esto, ¿escuchó usted ya a la novel banda local Canal Magdalena cantando "Mentalidad televisiva"?

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