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Los Prisioneros arrasaron con música y críticas

"Igual salen parecidas", dijo clarito Jorge González, cuando ya había transcurrido más de la mitad del recital, que ofrecieron el viernes por la noche Los Prisioneros en el Estadio Nacional. El vocalista hablaba de las canciones, de los emblemas que son parte de la biografía de varias generaciones y hacía eco del tiempo transcurrido, esos 12 años de separación de la banda ochentera.


La espera fue extenuante, más aun para los devotos que se pasaron la noche en vela o durmiendo a las puertas del Estadio Nacional. La partida estaba anunciada a las 21 horas, y partió a las 21 horas. Un poco antes empezaron los desmayos -camillas iban y venían-, mientras el personal de seguridad lanzaba agua al rebelde y sudoroso público, los 60 mil cómplices.



González, Tapia y Narea -de celeste, blanco y rojo, respectivamente- tomaron posición fija en el escenario y a lo que anunciaron: tocar bajo, batería y guitarra, en la compulsión del rock.



Esta vez no era uno de los ensayos, de los tantos que antecedieron al suceso. Era el primero de la dupla de recitales, y González entró en el campo magnético de los presentes, al principio frío y distante y poco a poco se tornó efusivo, casi cariñoso, agradecido… Hasta chaqueta de cuero lució el sanmiguelino, pero en un solo tema. Eso fue un poco después de que Tapia se cambiara la túnica larga hindú con que ingresó al escenario por una blusita de gasa bordada, al parecer a mano.



Hubo potencia, precisión y comentarios, de esos rudos, cara dura, cien por ciento contingentes, como las letras y colores eléctricos del pulso seguro, sincopado y el típico contratiempo rock, incluso del rock sudaca.







Y con los tres Prisioneros liberados en el escenario, amparados en una trinchera de amplificadores -y en la cancha el "cuarto Prisionero", como bautizó González a Carlos Fonseca (el productor)-, la fiesta seducía hasta a los menos apasionados. Incluso la mamá del rockero vocalista bailó dichosa al compás de las gracias de su retoño.



Llegaron dispuestos a cambiar el pulso de Santiago, treparon por las arterias y dieron música.



Valió la pena la espera. El recital desde todo punto de vista marchó profesional. Con arreglos cuidados, nuevos colores instrumetales, sutiles como una melódica antes de El baile de los que sobran, adhirieron profundidad. Marcaron los temas con bastantes secuencias, generaron ese peculiar tono de masividad profunda que bien podría abrirles el portón de la inmortalidad y de los espectáculos del mundo.



Y aunque no era necesario presentar a la banda lo hicieron. Tampoco se requería que anunciaran los temas, y también adelantaron el nombre de los cantos de resignación, de diversión, complicidad, dinero, las preguntas, incapacidades, frustraciones y todo lo demás que caracteriza a la problemática social de los países del tercer mundo.



En la cita no faltaron los cometarios, escuetos para la guerra y las asperezas entre los integrantes, y salidos de todo libreto cuando lanzaron una dura advertencia a Joaquín Lavín.



"En este mismo estadio en que estamos nosotros hace varios años encerraron a mucha gente, porque ellos tenían ganas de que compartiéramos, tenían ganas de cambiar las condiciones de vida. Entonces, el señor Lavín supo que aquí torturaban, supo que aquí mataban, y sin embargo, no le importaban los problemas de la gente en ese momento", dijo González.



Ahí Narea intervino: "No va haber ningún cambio. El cambio es falso". Entonces contraatacó el vocalista: "Yo sé que mucha gente ha comprado la wue de Lavín, obviamente porque la Democracia Cristiana es igual que la derecha, no hay mucha diferencia. Por eso mismo lo que tenemos ahora es malo. Tenemos esos demócratas que no hacen nada. La gente piensa que con Lavín va a ser diferente, pero no va a ser diferente, va a ser peor. Así que no vayan a votar por ese culiao", precisó clarito. Fuerte y claro.



La reunión llegaba a la cima de la trangresión, mutaba de la ansiedad, las caras crípticas y las decepciones sentidas evocando marginalidad a la euforia, las velitas en las graderías en una convulsión permanente liderada por el batero impecable.



González no aflojó en el canto, manteniendo un tono parejo, y si tomó clases, le ayudaron, salvo algunas excepciones, una entrada apresurada -posiblemente producto del nerviosismo preliminar- que pasó casi inadvertida, y de una que otra detención para dejar que los coros de miles de personas dieran el efecto en vivo al disco que grabaron.



El recital transcurría sin mácula posible bajo la mirada de la critica mundial, sí mundial. Estaban presentes desde las radios locales hasta las grandes cadenas internacionales, BBC y CNN incluidas. No en vano fueron el emblema que levantó la voz en las ruedas suburbanas.



Es
la misma banda que comenzó cantando Latinoamérica es un pueblo al Sur de Estados Unidos y cuestionó al Canto Nuevo y la cesantía, la que en pocos años llegó a ser la agrupación de mayor venta en Chile, tal vez porque, tal como dijo González, "las letras siguen siendo vigentes".



Cada uno en su momento mostró los adelantos interpretativos. Lucieron aptos para enfrentarse como músicos, denotaron las horas de estudio sin actos de virtuosismo en una sencilla propuesta enriquecida, apoyada por la dicción de González, los golpes matemáticos de Tapia y las escalas limpias de las cuerdas de Narea. Las tres figuras permanecieron equidistantes durante todo el ritual, concentrados, mirando hacia el cordón montañoso andino.



Euforia, histeria y rock sobrevolaron las gradas y González que, hacía las veces de portavoz, le autodedicó a la banda Quieren dinero, haciendo ironías con los comentarios de la prensa que decían que el reencuentro era sólo por ganar dinero.



Llegaron con la promesa de cumplir la extenuante marca de 27 temas en vivo y dieron todo y más de los temas registrados en los discos La cultura de la basura (1988) y Corazones (1990), el disco que salió poco antes del final de la banda, esa placa histórica que incluye Tren al sur, que en el recital logró llegar al trance en una versión cibernética.



Los años transcurridos



Hechos hombres, "guatones y pelados", como dijo el vocalista, el conjunto demostró quiénes son y por qué están donde están, en ese sitio no casual de los semidioses, al que llegaron lentamente, por la ruta que partió en las aulas del Liceo Número 6 de San Miguel y 22 años después culminó con el sueño de toda cofradía rockera: un recital masivo, tecnológico, extra producido, altamente publicitado y que haga bailar y cantar a, por lo menos, 30 mil personas.



González, Narea y Tapia comenzaron sus primeras presentaciones en vivo bajo los nombres de Los Vinchucas o Los Pseudopillos. En 1984 Carlos Fonseca se alinea en las filas de la comercialización de la incipiente agrupación. Hoy es el mismo Fonseca el responsable de la producción en la dupla de recitales, y que según se estima por jornada laboral de Los Prisioneros se podría recaudar más de un millón de dólares.



El primer disco fue La voz de los 80 y pronto impactaron en los días de barricadas callejeras y mítines estudiantiles. En 1986 lanzan Pateando piedras, en un tono más eléctrico. Al año siguiente abordan un rock más experimental en La cultura de la basura, y a tal punto resultó experimental que alcanzó poca divulgación, salvo por el fracaso.



Aunque representan la rebeldía de los sectores juveniles de una de las décadas más oscuras en la historia del país, Los Prisioneros en aquellos años no eran el estandarte social de los progresistas políticos, a quienes sin pudor les entonaron Porque no se van del país.



Tres patitas de rock



La historia los dejó en el recuerdo, convertidos en mito amplificado y parlante. Fueron la memoria sonora de una época y hoy todos los espectros de los paradigmáticos años 80 rondaban las gradas del estadio.



Así la primera parte albergó Brigada de negro, Por qué los ricos, Jugar a la guerra (con una intervención previa a la guerra actual), una acabada versión de ¿Quien mató a Marilyn?, Paramar, Mentalidad televisiva y No necesitamos banderas.



Luego vino la sección eléctrica con una entrada radicalmente oscura, subterránea, que hizo emerger el sonido de dos teclados desde los mismos infiernos en Muevan las industrias, para seguir con Por favor, Estrechez de Corazón y El baile de los que sobran, el más populoso de los estandartes de Los Prisioneros.



En adelante el repertorio se abocó a Usted y su ambición, De la cultura de la basura , que la voz de Narea -salvo por el yeah, yeeh- era bastante poco lo que se entendía, para ir cerrando antes del bis con We are sudamerican rockers, Corazones rojos y Sexo.



El equipamiento contó de a lo menos cuatro guitarras para Narea, que, cual rockero profesional, tenía un asistente para cambiar de la electroacústica a la eléctrica negra o roja. González con el bajo lleno de calcomanías y cerca del teclado logró rescatar algo del sonido ochentero, ahora remozado y superado, y Tapia estuvo en lo suyo, compás a compás.



La prioridad de la banda fue tocar, sumarse al «wattaje» de las torres apostadas en los costados del escenario. Tocar como antes y con el apoyo de la tecnología digital. Ahora vendrá el después de todo, el segundo recital, que según algunos de los organizadores será el mejor, tal vez porque superaron la prueba y la consecuente adrenalina que conlleva el que no habían tocado juntos en años.



Es posible, solo posible que el adiós sea aún más efervescente. Entonces, y como no quieren hablar de futuro habría que atenerse al segundo recital como punto final, aunque lo que es seguro que más de algún disco saldrá después de todo y es seguro, también, que ¡¡la película va!!.



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