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El Silencio del Fotógrafo Mínimo

Editorial Universitaria pone en librerías las crónicas autobiográficas del autor de “Alhué” y “Vidas mínimas”. Poblado de huasos capaces de cambiar un cerro de su sitio con sus palas y pueblos donde el paso del tren se vive como un milagro, Armando Uribe dice que hay que leerlo para entender a Chile.


Cuando ganó el Premio Nacional de Literatura en 1950, el poeta Pablo de Rokha dijo: “Es solo un fotógrafo de plaza de provincias…”. Con el correr de los años y el toro de la poesía chilena muerto y por supuesto con el autor de “Vidas mínimas” también enterrado en la tierra y la memoria, la ironía del autor de “Los Gemidos” puede sonar a homenaje. Un tributo al cultivo de cierta forma de comportarse en la vida: una cadencia piolita, sin necesidad de focos, ni bravatas, ni llamadas de atención públicas.

El escritor suizo Robert Walser decía que no hay cosa más linda que estar ahí en un rinconcito, entre paredes y volutas de humo, mirando el polvillo atravesado por la luz que entra desde alguna ventana: “En un maravilloso rincón solitario contemplando la nada y la vida”. De alguna manera, González Vera (1897-1970) es nuestro geomensor de los rincones mínimos.

Recién editado por Universitaria,  “Cuando era muchacho” es una colección de crónicas de 240 páginas, que se leen como la biografía del autor de “Alhué”. “Fino, sutil, analista intimo, habita un conventillo entre lavanderas y zapateros remendones, en vez de lamentarse e huir de ese medio inadecuado, lo mira minuciosamente, lo estudia con ojo atento y lo describe detalle por detalle”, señaló el crítico Alone luego de la aparición de González en el panorama narrativo de los años 20.

En “Vidas mínimas” (1923), “Alhué” (1928) y por supuesto en “Cuando era muchacho”, (cuyas crónicas fueron publicadas primero en Revista Babel) el autor pone bajo el microscopio de la literatura a los seres anónimos que pueblan campos y ciudades.

En el texto que se reimprime ahora, y que es parte de la colección Premios Nacionales de Literatura de Editorial Universitaria, González pinta personajes, padres, amigos, tías, seres del barrio y oficios muertos. Todos ellos en movimiento entre varillas de mimbre, caballos arando, ríos que arrastran chozas con gallinas en el techo, huasos capaces de cambiar un cerro de su sitio con sus palas en pueblos donde cuesta no presenciar el paso del tren como un milagro.

En este libro está el campo de infancia (el autor nació en El monte) y su posterior migración al centro urbano. De su primer mundo rescata a personajes como  Vuelapoco: un hombre que cabalgaba su bestia al revés y que se paraba en sus lomos para encender los faroles del caserío.

“Al asarlo me convidaba pedacitos. Jamás pude decirle que era suficiente. Más tarde he oído hablar con asco de esta carne. A mí me agradó y la consideró más sabrosa que el conejo”, escribe González Vera en “Cuando era muchacho” refiriéndose al sabor de un perro que compartió con su abuelo.

Vendedor de feria

Armando Uribe dice sobre este cronista del conventillo que “Siempre lo fue (muchacho) hasta su muerte”, incluso va más allá: “Para entender a Chile, no sólo al de entonces, sino al de hoy y (profetizando) al de pasado mañana hay que leer ‘Cuando era muchacho’”.

Andariego, curioso, observador, tras la infancia en plena naturaleza, emigra a la urbe de cemento. Un día oficiando de cortador de boletos en un tranvía de Valparaíso, unas viejas cuicas no quisieron pagarle porque no encontraron sencillo y el se bajó del carro a vagabundear por los cerros aburridos del yugo de las ocho horas.

“Mi contexto lo extraía del aire. Un muchacho pobre está obligado a ser más soñador que uno rico. De otra manera no habría pobre que no fuese un pozo de amargura”, escribe González Vera resumiendo su ars poética, una producción que se nutrió de conversaciones de café junto a Manuel Rojas, Mauricio Amster o Enrique Espinoza en una suerte de aristocracia del espíritu y que sobre todo bebe del margen: donde uno lo podía encontrar vendiendo “Vidas mínimas” en alguna feria de Valpo junto a repollos y lechugas.

Ese libro que el tiempo hizo de culto, vendió 20 ejemplares en dos años. Y varias de su “fotos de plaza de provincia”, son parte de la mejor narrativa que ha parido esta tierra.

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