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El anti-Edipo Ensayo

El anti-Edipo

Sergio Witto Mättig es académico de la Universidad Andrés Bello


antiedipo

Gilles Deleuze y Félix Guattari hacen del psicoanálisis una referencia transversal al momento de establecer el itinerario común de su obra. En 1972 publican El Anti-Edipo. El libro fustiga, sin embargo, el anquilosamiento de la tradición freudiana y torna menos transparente el concepto de autor. Lo seguirán Mil mesetas (1980) y ¿Qué es la filosofía? (1991). Constituye un trabajo de a dos y ocasión para acercarse al viejo hábito de pensar como lo haría un recién llegado: sin mucha cautela, indocumentado, balbuceando una lengua extranjera. Un libro en conjunto siempre debilita las identificaciones, pero despliega el carácter fantasmático de su recepción. A pesar de ello, ni el pensamiento de Deleuze ni el trabajo de Guattari han podido ser asimilados por la institución universitaria o clínica, porque habla de una actualidad sin renunciar a lo que no puede ser representado por la lógica del intercambio. Ni serán, definitivamente, las humanidades bajo el prurito de la investigación las indicadas de traducir un modo serial de abordar la literatura, la música, la pintura o la filosofía.

«Algo similar le pudo suceder a Maturana y Varela a propósito de El árbol del conocimiento» (1984), nos informaba, el año pasado en Boston, un grupo de estudiantes interesados en hallar un vínculo específico con la pragmática del lenguaje y en celebrar la primera edición de El Anti-Edipo. Entre nosotros, en cambio, se han necesitado cuatro décadas para medir el calado de sus indicios. «Indicios», así lo han podido estipular aquellos estudiantes que, estrellándose con las reseñas de Foucault (1977) y Aron (1984), han preferido repasar una y otra vez sus páginas sin demasiadas pretensiones de formalización. Entre las más comunes: i) La moratoria de aquellos teóricos que evitan pronunciarse acerca de cuestiones relativas a la vida psíquica; ii) cierta asimetría a la hora de asignar los créditos –el esquizoanálisis no deja de suscitar recelo entre los especialistas–. En buenas cuentas, esto sería lo inconfortable: que Deleuze, siendo el filósofo del acontecimiento, no pasa por alto la recepción de Freud bajo un sinnúmero de insinuaciones decisivas: las de Guattari le resultan irrenunciables.

Los filósofos pueden seguir cautivados por Deleuze en Diferencia y repetición (1968), y Lógica del sentido (1969), amén de una serie de artículos y entrevistas en los que es posible seguirle el paso a un trabajo cautivante y, en el camino, prescindir del corolario histórico-político de su interés posterior: los agenciamientos actuales del trabajo terapéutico, el orden del deseo y la genealogía del fascismo, las máquinas deseantes e interrupción de los flujos, es decir, el Anti-Edipo como teoría general de la sociedad tal y como es resumido por Guattari en varias ocasiones. Dichos filósofos estarían solicitados a la evocación pura del devenir, a la problematicidad de las esencias, a la crítica del estatuto histórico y a incorporar conceptos extraños al filosofema a condición de suscribir la hipótesis de Žižek en Órganos sin cuerpo (2004), según la cual habría un Deleuze subterráneo o menos popular, contrario a aquél que se asocia a Guattari. Un Deleuze, finalmente, más proclive a Freud y Hegel.

Como fuere, tras la publicación de El Anti-Edipo no han faltado quienes entienden el esquizoanálisis como uno de los efectos no deseados de la obra de Freud y que vendría a ser el reacomodo de una teoría general del psicoanálisis mismo. La razón parece incurrir en una simpleza abismante: hoy, nos hallamos ante un espectro psicoterapéutico que parece sobrevivir en virtud de una serie de reglas que, por un lado, definen las condiciones de su ejecución y, por el otro, se amparan en el mito de la individualidad. Entre los teóricos es difícil encontrar un desarrollo conceptual con base en una casuística distinta, que no sea la relación clásica entre sujeto y objeto, tan cara a la filosofía. Tampoco es usual encontrar entre los profesores una representación extensa e irreductible del proceso subjetivo. Las prescripciones se extienden desde el individuo hasta su convergencia institucional, orientada a proteger al sujeto de la extrañeza que lo acosa. Pero El Anti-Edipo transita a través del espacio rizomático de su escritura, pliega un texto sobre otro, cita obras diversas, subvierte el límite disciplinario.

Es sabido que el presente introduce un resquicio en las formas de percibir la libertad individual, tales formas, paradójicamente, tensionan criterios comunes de dominio común. La remisión del entendimiento político a sus segmentos constituyentes escinde pretensiones generales de carácter tradicional. He aquí el problema: cuando ingresan las palabras en el espacio público, participan de una producción auspiciada por mediaciones autónomas; lo que hasta ayer pudo articularse en torno a un argumento inapelable, hace parte hoy de referencias inéditas y contingentes. En este contexto, los enunciados, tanto como las consignas reivindican un estatuto singular. Cuando se afirma, afectos a un debate presuntamente impostergable, que el único problema de la razón política es ella misma, irrumpe un cierto prejuicio, en tanto que dicha razón no se habría dejado persuadir por una microfísica del sentido. Mientras tanto, los estudiantes de Boston, probablemente, seguirán leyendo El Anti-Edipo.

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