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Manu Chao Ensayo

Manu Chao

Sergio Witto Mättig es profesor de la Escuela de Psicología de la Universidad Andrés Bello


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Al lado de la enfermedad, los chamanes hallan los indicios de un orden benéfico y las causas de su pérdida. Al lado de la historia, los videntes explican, con palabras, aquello que se encuentra tras el cúmulo de signos desplegados sin lógica evidente, si las tribus de Israel han de sobrevivir a la derrota y el exilio en Babilonia o si las alambradas, se pregunta Tasunka Witko, harán posible el desplazamiento estacional de los búfalos en las llanuras centrales de Norteamérica. Al lado de la faena que involucra la pesca a pequeña escala, el Marx de los Manuscritos sitúa —en un contexto futuro y deseado— la crítica de arte solo separada de la primera por la extensión del día, entre la mañana y la tarde. Al lado de la razón, los discípulos zen invocan una práctica para iluminarse. Al lado de la medicina, Guevara hubo de enfrentarse al que sería, apenas iniciada la revolución cubana, su dilema de aquella jornada: la obediencia al juramento hipocrático o el deber de combatiente. La mochila que contenía los medicamentos rivaliza con la caja de balas, ‘las dos eran mucho peso para transportarlas juntas’. Al lado de la finitud, los devotos organizan una metamorfosis apremiante de los límites impuestos por la naturaleza. Al lado de la representación, el arte aspira a convertirse en obra. Al lado del lenguaje, el psicoanálisis encuentra la verdad subjetiva cuyo registro —algo parecido a un estado post-mortem— habrá de remitirse a una lengua por venir como si la ‘ventura’ en tanto felicidad, suerte, contingencia, riesgo, peligro o extrañeza, pudiera confinarse en una escena demasiado luminosa y poco confiable. Freud no favorece el mundo de las imágenes, es sabido, confía ciegamente, quizás, en el trámite de la escucha. Y si le cupo hablar de un ejercicio lectura tratándose del malestar, no es para incidir fenomenológicamente en el devenir de los cuerpos (de los contenidos) sino a fin de reparar, con delicadeza, en el efecto terapéutico de las palabras.

La serie de los opuestos puede, sin duda, multiplicarse. El reparto albergaría una hostilidad absoluta entre sonido y visualidad y resume, en buenas cuentas, la historia de la metafísica occidental. En este antagonismo coexiste un elenco de pretensiones que se adhieren con demasiada prisa al sentido común para afirmar que la experiencia no se rige necesariamente por el principio de razón; que no se sustrae de ningún modo a una axiomática fenomenológica de la presencia y que, a partir de aquí, nada impediría acoger discursivamente aquello que se sustrae todas las veces. Ha lugar un acontecimiento a-significante que conjuraría esa nada en común de la filosofía y la literatura: la ficción. La ficción ha debido encarar una serie de prácticas expresivas que han recurrido, tradicionalmente, al desdoblamiento de especies contrarias que pueblan un género a fin que la ‘cosa’ yazga en una clase ad-hoc. La ficción obedecería a una ley que se asocia a la inteligibilidad del texto y, más allá, a la peripecia que brinda un verosímil ajustado a criterios extrafilosóficos.

Es sabido que el platonismo se ocupó evocando el linaje de los mitos —si hacemos caso a Deleuze— de ‘seleccionar las pretensiones, distinguir el verdadero pretendiente de los falsos’. Esta demanda desplazaría el advenimiento de cualquier referencia que medie en la controversia. Aristóteles, en cambio, no tiene otro interés que el reparto entre historia y poética; su obra se empeña en exonerar las formas de la mímesis poética de la sospecha platónica sobre la consistencia y el destino de las imágenes. Ambos dividendos provocan, sin embargo, su propio decaimiento. Tener por cierto que la ficción no recubre los simulacros, sino que alienta su autonomía hace posible que la filosofía se enfrente al crédito de la literatura, por defecto, habrá de sumarse al desahucio operado por la Poética de la idea de simulacro. Pero deberán conjugarse, con el correr del tiempo, dos tendencias tradicionalmente enfrentadas. Por una parte, aquella vinculada con una institucionalidad que estima los textos convocados como meras referencias y cuyo estatuto no traspasa los deslindes de un producto fantasmático; por la otra, el límite disciplinario como prerrogativa de un saber que distribuye las jerarquías. Ni el discurso más estricto puede hacer frente a la administración metafísica del texto. Según esto, no existiría más que una buena manera en el engendramiento del hábito imaginario: liberarlo del impulso que convierte la mezcla y el desorden en experiencia.

Convengamos, entonces, que la ficción no es patrimonio del orden. No obstante, será la teoría literaria la que, en rigor, se anticipe a la formulación del problema. Se trata, en parte, de rechazar la creencia suscrita por Proust, según la cual, los nombres en tanto respuesta al imperio de la motivación representan la esencia de las cosas y que el oficio poético por antonomasia consiste en hallar un nexo entre sonido y significante. Lo anterior, recusado más tarde por el mismo Proust como impostación retórica del lenguaje, ha de soportar la criba de su propia genealogía ya que, finalmente, no establece ningún lazo plausible con el mundo salvo por el convencionalismo que lo precede. A partir de este momento, el lenguaje reivindica una autonomía relativa frente al conglomerado de las referencias, pero se fragiliza en términos conceptuales toda vez que rompe su antigua alianza con el dualismo metafísico. Todo indica que la interrupción de la poética de los textos, en favor de la materialidad del significante, debió dejar tras de sí el esteticismo anodino de las formas. Sin embargo, un nuevo desplazamiento acomete la lingüística con base en las artes visuales o en la música que guarda un vínculo crítico con la imaginación. Esta literalidad que ha dejado de ser estética no vuelve sobre la mímesis para identificarse lingüísticamente con su puesta en escena sino para agrietar, una y otra vez, las supuestas identificaciones.

Escribo esto mientras un puñado de santiaguinos repleta el velódromo del Estadio Nacional. Es domingo y un viento atrevido, todavía primaveral, retrocede con la tarde. De temprano, inesperadamente, ha llovido un poco. Entre ellos y yo coexisten varios modos, incluso superpuestos y hasta contradictorios de entender el asunto. Nos debatimos todos, sin embargo, entre la partitura del ojo y un sonido que no logra conquistar su estatuto definitivo, sino en la espesura trágica de lo humano. Manu Chao, como nombre, irrumpe por fuera de la experiencia en tanto que no se asimila a la trama objetiva ni familiar de ninguno. No se comide a pertenecer a una suerte de estrellato industrial. De cierta manera, evoca un flujo, una cadencia impersonal, una duración cualitativa de la conciencia sin yo. Termina por definirse siempre en favor de la inmanencia. No deja de ser curioso que la soberanía del espectáculo termine por ceder ante un desplazamiento enteramente impresionista —una sonrisa se fuga de su rostro hasta convertirse en extensión del alma. La hipóstasis se sustrae de sus encarnaciones sensibles hasta alcanzar una potencia variable, un devenir salvaje que atraviesa el espectro de la subjetividad y de las cosas para irrumpir en el hueco de un Santiago que celebra.

‘La ventura’ se compone de señas que se fugan en el desconcierto del instante. Hay acercamiento, pero hay también el eclipse de la mirada en una multiplicidad de voces anónimas fuera de escena, más allá de la unidad de los opuestos, ambivalencia que no llega a ser cualidad de ningún sujeto. La fiesta no es tal sino en tanto aparezca como contrapunto de una pertenencia exclusiva, como envío rápido y ligero de un ahora que mantiene en suspenso el presente a fuerza de insistir en su paso. Trátese del intervalo que hace del sí mismo un pasante que curva el sentido a veces como simulacro, a veces como prólogo de lo absoluto. Nada hay que no sea el paréntesis de lo que viene y, a la vez, de lo que pasa. Ninguna supremacía que pudiera encarnarse en un final sublime, sino lo que inaugura el abismo de la nada —Monsanto, Alto del Maipo, la avaricia que dona su presencia y su tacto. Pero que allí  resulta menos un destino que la extremidad de un accidente.

La música hace que los nombres se alteren porque es poco probable que al pronunciarlos se pueda acceder al instante exacto de su arribo. Tampoco es muy seguro que la voz, por disciplinada que sea, establezca un vínculo ordenado con los hechos. ¿Qué puede ser, entonces, un nombre sino un recorte mal habido, un pedazo de sentido dibujado en el cielo nocturno de la ciudad? No puede existir el justo medio entre dos nombres opuestos porque no puede existir alguna semejanza en una mezcla que no le debe a la identidad su estilo de existencia. Ficción, sí, de la que emana una combinatoria extraña que no se puede precisar. Ha acontecido sin mediar aviso o está, por defecto, a punto de ocurrir —coincide con el silogismo de la interrupción que distinguirá a aquellos que se resistieron a la normalización de un domingo por la tarde… Caminamos de espaldas a la cordillera (debí esperar a los rezagados del paseo escolar de fin de año). Mi hijo Ismael está entre ellos. Nos abrazamos. Nos hemos perdido el concierto. Ficcionamos haber estado allí mientras se despliega ante nuestros ojos una película de vampiros.

 

 

 

 

 

 

 

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