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Crítica de cine: Mademoiselle Chambon y la nostalgia del presente Película de Stéphane Brizé

Crítica de cine: Mademoiselle Chambon y la nostalgia del presente

Enrique Morales. Periodista.


“Entonces sintió de repente como un intenso estímulo en su interior. El corazón le dio un vuelco, y apoyó la espalda contra el mostrador para sostenerse. Porque en un fugaz resplandor captó una vislumbre del esfuerzo y del valor humanos. Del interminable y fluido paso de la humanidad a través del tiempo infinito. De aquellos que trabajan y de aquellos que —tan sólo una palabra— aman. Su alma se expandió. Pero sólo por un momento. Porque en su interior sintió una advertencia, un rayo de terror. Se hallaba suspendido entre los dos mundos”.

Carson McCullers,  El corazón es un cazador solitario

Fue en una radiante tarde de abril, un domingo, de hace más de dos años, en el Cine Arte Normandie, que vi “Mademoiselle Chambon” (2009), la melancólica y lúcida cinta del director francés Stéphane Brizé. Todavía en estado de enamoramiento, en especial por el personaje que interpreta la actriz Sandrine Kiberlain, recuerdo que me senté, pensativo, en la terraza de un local ubicado justo en la esquina de la calle Estado con el Paseo Huérfanos.

Y varado en ese Santiago de cualquier otro tiempo, pero menos de esta época, se apoderó de mí el sentimiento que invade siempre mi ánimo cuando una película, un libro, un edificio, una pieza musical, o el paisaje que contemplo, me gustan sobremanera: una suerte de “nostalgia del presente”. Los vecinos de Lisboa, la capital portuguesa, la llaman también saudade, y los efectos son los mismos para quien padece alguno de los dos términos; dejar pasar las horas bajo la inmovilidad, la quietud, y un bello, triste, placentero sosiego.

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A Véronique Chambon, el rol de Kiberlain en el filme que describo, le ocurre algo semejante, aunque a diferencia de este columnista, le sucede durante todos los segundos de su vida en esta historia. La mujer es profesora de cursos básicos, tiene cerca de 35 años, y viaja constantemente por la geografía francesa, como maestra de reemplazo, en el sistema público; huyendo de no se sabe qué situación o persona, estacionadas en París. En una de esas paradas laborales por distintas ciudades de provincia —que sólo se extienden por un par de meses—, la existencia de la señorita Chambon cambiará para siempre.

Entre las actividades que la pedagoga realiza con sus alumnos, un ejercicio consiste en la disertación que tiene que hacer uno de los padres, con el propósito de explicarle al resto de la clase, el oficio o profesión que desempeñan. En esa instancia,Véronique conoce a Jean, el apoderado de Jérémy, uno de los niños del curso.

Las palabras con que Jean (el papel del actor Vincent Lindon, el otro protagonista) refiere a los menores su sencilla ocupación de albañil, están dotadas de una natural simpleza y cercana belleza, las que cautivan a la sensible mademoiselle Chambon.Ese es el acto inicial para que entre ambos se desarrolle una mutua atracción, pese a las diferencias que los separan. La de mayor gravedad, hasta ese instante, que el obrero se hallaba felizmente casado.

Aparte de ser hermosa, fina y distinguida —tres adjetivos que no son sinónimos—, Véronique proviene de una familia donde el acceso a los bienes culturales, y los éxitos económicos y profesionales, parecen ser una costumbre, un hábito adquirido, diría el sociólogo Pierre Bourdieu. En sus ratos libres, sin ir más lejos, la señorita Chambon interpreta con su violín pasajes de la admirable “Salut D’Amour”, del compositor inglés Edward Elgar. Hechos y conflictos pasados, que el guión deja en suspenso, la distancian afectivamente de sus parientes.

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En una demostrativa escena, y mientras se encuentra sola en el living de su departamento, la mujer recibe un llamado telefónico. El aparato suena, y Véronique permite que el sonido de advertencia apague su volumen con la intervención de la contestadora: surge entonces, la voz de la madre, quien le habla a la máquina, contándole de los éxitos judiciales de su hermana, en tanto miembro de la Corte Suprema, y de la reunión con la que el grupo celebró el último cumpleaños del patriarca. La frialdad de los saludos, acompañada del acento señorial inconfundible de la alta burguesía parisina, desconciertan a los espectadores.

Jean, en cambio, cuida dedicada y abnegadamente de su padre viudo —de quien heredó la ocupación con la que sostiene a los suyos—, de su esposa, una sencilla operaria fabril (encarnada por Aure Atika), y de Jérémy, el hijo en común, el niño que asiste a la escuela fiscal, en donde trabaja temporalmente Véronique. El vínculo del obrero y su papá conmueve a la profesora, en especial por la comparación obvia que la señorita Chambon establece entre ese lazo y la precaria relación que a ella la une con su prosapia.

Un factor estético importante en esta película resulta ser la música, la banda sonora, las elecciones realizadas por Stéphane Brizé, a fin de entregarle a su relato fílmico un suave y grácil sentimentalismo. Bajo la influencia de las melodías clásicas termina por gestarse el romance entre Véronique y Jean. La docente ha contratado las destrezas manuales del albañil para que éste repare el marco de una ventana en el piso que ocupa de forma momentánea, lo que dure su estadía en la pequeña ciudad.

En la última sesión del arreglo casero, y luego de ver una fotografía de la señorita Chambon con su violín, elegantemente vestida en postura de solista, el constructor le pide a la esbelta profesora que toque una partitura. La emoción que expresa Jean ante el impacto de la música docta, ignorada hasta ese instante por su espíritu, perturba a Véronique. Entonces, la pareja se aprieta, se toma de las manos, se abraza y se besa en las mejillas, en señal de emocionada y sensitiva ligazón. Otra pieza que se escucha a lo largo de la cinta es “Pensée triste”, del compositor húngaro Franz Von Vecsey, cuya melodía sacude la continuidad de las imágenes.

Después, con ocasión del cumpleaños del padre del obrero, el regalo que éste le hará al patriarca será una presentación musical a cargo de mademoiselle Chambon. La serenata tendrá lugar en una casa de campo frente a los otros miembros de la familia: la mujer de Jean (Anne-Marie), los hermanos del albañil, los cónyuges de éstos y los nietos del jefe de hogar.

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Dicho encuadre, en el escenario de una colina de la Provenza, el sol, el viento agitado por el Mediterráneo, las luces del cielo y su reflejo en la naturaleza sobre las ramas de los árboles, en los minutos previos al crepúsculo, con la rubia pedagoga deslizando su brazo por las cuerdas del violín, contiene una alta tensión emotiva. Es tal el grado de estremecimiento sensorial que inunda el ambiente con la obra de Edward Elgar, que Anne-Marie percibe claramente la fijación amorosa que su marido guarda por la maestra.

Se producen el inevitable y furtivo encuentro pasional, y las promesas de huida de Jean junto a Véronique. Ha concluido, igualmente, el reemplazo de mademoiselle Chambon en el colegio municipal. La mañana acordada para la fuga, el trabajador de la construcción se arrepiente en las escaleras del subterráneo de la estación de trenes, mientras la profesora lo espera con su maleta y el violín en el andén, lista para subirse al ferrocarril.

El drama humano, la fragilidad mental, el desamor y la desesperación que significan para una persona enamorarse del individuo equivocado, del ser que no le corresponde, son desentrañados mediante un estilo sublime en este filme, el que a su vez se inspiró en una novela del escritor galo Éric Holder. ¡Qué sensación de soledad y de desarraigo la de Véronique Chambon, en los márgenes de esos rieles de acero rurales! Al momento de ver esa secuencia hace más de dos años, y a la salida del cine, yo pensé en la desesperanza de Emma Bovary.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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