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Reseña literaria: «La ciudad que habito» de Verónica Zondek El poema funge, a la vez, como retrato de Valdivia: su “fantasmal geografía»

Reseña literaria: «La ciudad que habito» de Verónica Zondek

Galo Ghigliotto es editor y escritor.


La ciudad que habito - Portada (1)Apenas comienza la lectura de este libro de Verónica Zondek (Santiago de Chile, 1953), el lector se encuentra con un registro que difiere de los utilizados anteriormente por su autora. El hermetismo voluntario, la palabra contenida que abunda en Vagido (1987) o El hueso de la memoria (1988; reeditado por Cuneta en 2011), se abre y brota en este poemario para dejar entrar a quien lee, en un lugar mucho más amplio que la poética de cualquier autor: una ciudad. En este caso, la que la autora habita desde hace años: Valdivia.

Hay una narración que subyace al poema, es la introducción a la ciudad y a la intimidad del hablante, dos historias que se entrelazan en un diálogo erigido desde uno de los interlocutores, pero sin dejar de ser una conversación entre la poeta –la testigo– que hace hablar a su interlocutora, la urbe, a través de lo que presencia: interrogándola, situándola más allá de sus límites temporales, en un lugar que sólo alcanza la imaginación.

La voz que habla insiste en una pregunta “¿Y la ciudad?”, quiere deshabitarla y rehabitarla de respuestas, en una voz que se reconoce a sí misma “ni profeta ni pitonisa”, pero que urge, rastrea e interpela a una ciudad que podríamos creer muda, aunque tiene mucho que decir.

En este sentido, este libro de Verónica Zondek se inscribe directamente en una tradición del lugar, y en particular, del lugar como fijación del recuerdo. Pero además critica, juzga y no se queda indiferente ante las nuevas transformaciones de la ciudad: “casino /gran hotel / multitiendas / discursos hueros” en versos que denuncian la ocupación que viste a Valdivia de “transnacional abrigo largo”.

El poema funge, a la vez, como retrato de la ciudad: su “fantasmal geografía”, “en ciudad tan de cielos en descenso / y nubes preñadas a granel”, ríos, prados, “humos parlanchines y choroyes”, “señoras Mapuche sentadas en la vereda”, cilantro, merkén, “ciclistas difuminados al pincel e invisibles”, y así, una serie interminable de recuerdos que sobrevivirían, en su atmósfera poética, al paso del tiempo. Junto a esta capacidad memorial, el poema recorre el pasado inaccesible, y se mueve hacia él interpelando a la ciudad. ¿Qué fue antes del principio?, pareciera preguntarse:

Santa María la Blanca de Valdivia

Quizás qué nombre en qué lengua un día tuviste

Ainil ya uno sobre quién sabe cuál antes

Ainilebu tu río de había una vez

Del hace mucho, mucho tiempo.

 Un elemento bien utilizado en este poemario es el tiempo: como toda ciudad, esta villa poética construida por Verónica Zondek tiene una cronología propia. Si ideamos la ciudad como un organismo viviente, un espécimen enorme que acoge en su lomo a pequeños seres –que somos nosotros–, se presenta como una especie de divinidad –una que convoca este canto– que recorre un tiempo a escala sobrehumana. Valdivia permanece, desde que era un claro de tierra en el bosque, hasta ahora, en que resiste edificios corporativos y transnacionales.

El tiempo de esta bestia inmortal, la ciudad, no avanza de manera lineal, sino hacia afuera, como un cuerpo que muta y envejece.

La autora presenta ese tiempo otro, en un ejercicio de extrañamiento, y lo hace circular en todo el poemario, pegado a la unidad total, filtrándolo en su poética y sirviendo a la escritura de un poema a ratos histórico, a ratos pictórico, a ratos testimonial, pero siempre íntimo, de un intimidad tendida entre la ciudad y quien la habita.

“Vine

Rompí mis aguas con su solo cráneo

Y contenida

Emergió ella y no otra

Sino una posible engendro

Una entornada

Una más monstruo y ángel a la vez”

 ¿Quién es quién? ¿No es acaso esta ciudad la representación de una personalidad, y viceversa? ¿Quién es monstruo, quién es ángel? La voz descubre en la ciudad a su semejante.

Como sea, La ciudad que habito de Verónica Zondek, tiene la capacidad de ser un libro abierto, un plano de memoria rítmico, agradable, lleno de imágenes que arrastran hasta el lugar en un tiempo presente y pasado, con la certeza de que el texto será capaz de asimilar también el futuro.

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