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Crítica de cine: “El club de los desahuciados”. Sólo basta rezar Esta película se llevó el Oscar a mejor actor protagónico y de reparto

Crítica de cine: “El club de los desahuciados”. Sólo basta rezar

La obra dirigida por Jean-Marc Vallée resulta ser más que una cinta sobresaliente a causa de los desempeños interpretativos de Matthew McConaughey y Jared Leto. También es un profundo trabajo cinematográfico que se interroga acerca de la muerte y las situaciones límites de la vida, una película que se pregunta por la trascendencia metafísica de nuestros pensamientos y los cambios existenciales radicales a los que se enfrenta cualquier persona que tiene sus días contados.


Después de ver El club de los desahuciados (2013), establecer una relación entre ese título y Vivir (1952), del director japonés Akira Kurosawa, se juzga, diríamos, por lo menos evidente. Dos personajes que llevan un derrotero más o menos monótono y ordinario, de pronto están obligados a buscarle un sentido último a sus jornadas, luego de saber que en el camino de ambos, la corrupción definitiva de la carne se encuentra a la vuelta de la esquina, con una fecha anotada en el calendario por una tinta roja: para el vaquero Ron Woodroof, a raíz del VIH; para el viejo funcionario público Kanji Watanabe, debido a un inclemente cáncer estomacal.

El club 1La cámara enfoca a Dallas, 1985, y nada más que por una casualidad, por sufrir un accidente laboral y realizarse los exámenes médicos de rigor, el rol de Matthew McConaughey (Woodroof), se entera que padece la novedosa enfermedad que acaba por terminar de transformar al célebre actor Rock Hudson, en un icono hollywoodense del siglo XX. Al comienzo no lo cree, y se rebela ante la noticia, pues él, un típico representante del rodeo afincado en la capital de Texas, es imposible que padezca un mal asociado, en ese entonces, con la exclusiva práctica de la homosexualidad.

Los hechos y su declinante estado de salud, sin embargo, le obligan a aceptar la realidad: está condenado a morir, en un mes más, le dicen en el hospital, simplemente por ser un galán de medialuna promiscuo. Ese es el drama humano que desata la acción, en la nueva película del realizador canadiense Jean-Marc Vallée, quien se hizo conocido en el circuito internacional, por su comentada y premiada C.R.A.Z.Y. (2005).

Ron Woodroof, obviamente, no desea por ningún motivo fallecer, pero en su lucha por la sobrevivencia, además de la carencia de medicinas, y de la restricción que de éstas hace la agencia del gobierno de la Unión encargado de aprobarlas, la FDA, debe lidiar con la ignorancia y el rechazo social que genera entre sus antiguos amigos, la diferencia que porta en las células de su sangre.

El club 4Entonces, bajo una absoluta soledad, la que se gesta en el espacio temporal de cuatro semanas, el cowboy está obligado a ingeniárselas para conseguir de contrabando las drogas que le faciliten un tratamiento hospitalario digno.

En esa coyuntura vital, y cuando ya se siente sobrepasado, totalmente a la deriva, al genial protagonista de El club de los desahuciados –nótese el guiño al libro de relatos de Robert Louis Stevenson, The Suicide Club-, sólo se le ocurre tirar las monedas al aire, y efectuar un rito mágico que jamás ha echado a andar en su pasado: rezarle al Dios católico por una señal, por una prueba y un mensaje de su omnipotencia, que le demuestre que no se halla tan abandonado ante la inmensidad del universo como piensa.

Y en la barra de un local nudista, misteriosamente, observa la figura del paramédico que lo proveerá, a cambio elevados pagos monetarios en efectivo, de la controvertida AZT, el primer antirretroviral aprobado en los Estados Unidos, a fin de combatir el Sida. La batalla inicial, el tiroteo, los movimientos estratégicos inaugurales, se los gana Woodroof a la que parecía ser, una muerte segura.

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En una de sus fugaces estadías en el sistema de convalecencia pública, moribundo, el vaquero conoce a Rayon (Jared Leto), un travesti que también sufre de VIH. A pesar de la animadversión que siente por la persona de éste, a poco andar se hacen cercanos y juntos comienzan a distribuir, en forma clandestina, y entre las población enferma del virus fatal, los antídotos necesarios que les aseguren un pasar digno.

Así nace el Dallas Buyers Club, el título original de la película en inglés, una cofradía integrada por socios que, previa cancelación de US$ 400, pasan a formar una membresía cuyo beneficio principal es la obtención de los fármacos que la burocracia federal les obstaculiza. Al revés de los asociación de suicidas ocultistas que retrata el genio literario de Stevenson, los que persiguen morir y escapar de una manera excéntrica de este mundo cruel, los mutualistas de la cofradía de Woodroof, buscan permanecer en aquel, cueste lo que cueste.

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En el panorama desolador de la epidemia, en la negra carretera del sin futuro, Ron endereza sus pasos, y encuentra una explicación a su existencia, la que anteriormente desconocía; prescinde de la cocaína, el sexo sin protección, el alcohol y de otros comportamientos autodestructivos: cambia en un hombre nuevo. Ahora, es un responsable, reconocido y valiente activista en disputa ante las autoridades, con el propósito de conseguir un libre acceso de los enfermos de Sida, a las recetas que les bloquean la FDA y sus inflexibles permisos sanitarios, durante la década de 1980.

Es llamativo el peculiar encuentro afectivo y de amistad, que se genera entre Ron y Rayon, dos solitarios sin familia presente, desarraigados, náufragos y sin tablas en el océano del devenir. Tan diferentes y de posturas vitales tan disímiles y a simple vista en contraposición, como pueden serlo un homofóbico tejano, blanco de clase proletaria, y el hijo de un rico financista de Wall Street, que ha optado por la pobreza, la marginalidad y la ruptura identitaria de su psicología y orientación sexual.

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Rayon, en una escena que de por sí legitima el Oscar que ganó Leto por personificar este papel, se mira en un espejo, casi desfigurado por la pulmonía y un sistema inmune vapuleado, y se interpela en torno a la apariencia con la que se presentará ante Dios, cuando le sobrevenga el instante del juicio, posterior a la muerte, en las claves de la teología católica romana.

El club de los desahuciados es una soberbia película que construye su valor hermenéutico en tópicos tales como la necesidad metafísica de la redención, del perdón, de la aspiración a la pertenencia y de sentirse queridos, que son propiedad de todos los seres humanos. Asimismo, se inspira en una arista que emerge de manera casi poética, en un guión donde la muerte domina por completo el escenario narrativo: la del amor imposible, sin el cual nada, ni el respirar, tienen sentido, y el que para Woodroof, aparece en el semblante de Eve, la eficiente doctora encarnada por Jennifer Garner, inaccesible para sus pretensiones bajo cualquier aspecto, salvo en los sueños y la fantasía.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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