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Crítica de cine: “Nymph()maniac: Vol. II”, mi vida sin ti La intensa segunda parte del reciente filme de Lars Von Trier

Crítica de cine: “Nymph()maniac: Vol. II”, mi vida sin ti

Pocos cineastas de la actualidad, pueden competir con el realizador danés en la complejidad y altura de su labor creativa. Desprovisto de aspavientos y de omisiones temáticas, el director analiza en esta película, su pesimista visión de los lazos amorosos y de la vida familiar, en la era del individualismo posmoderno. A veces las respuestas trascendentales que perseguimos, están en uno mismo, debajo de la corteza de nuestros sentidos, y el éxito radica en saber rastrearlas, plantea. Una obra indispensable, y sólo para valientes.


“Sí, es posible que no crezcamos, que aunque nos hagamos viejos, sigamos siendo los niños de siempre. Nos recordamos como éramos y sentimos que somos los mismos. Nos convertimos en lo que somos, pero seguimos siendo lo que éramos, a pesar de los años. No cambiamos por voluntad propia. El tiempo nos convierte en viejos, pero nosotros no cambiamos”.

Paul Auster, en La invención de la soledad

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La crónica del derrumbe de un amor, ese es uno de los tópicos dramáticos esenciales de Nymph()maniac: Vol. II (2013). A Joe se le cumple un sueño y a veces hay que tener cuidado con lo que uno anhela, pues ese deseo puede hacerse realidad, reflexiona Lars Von Trier. En uno de esos paseos por parque favorito de su padre, mientras escucha la sonata para piano y violín de Cesar Franck —un factor estético que se repite con insistencia en ambas partes del filme—, el entrañable personaje interpretado por Charlotte Gainsbourg y Stacy Martin, se reencuentra por tercera vez con el contradictorio Jerôme.

Demasiada es la coincidencia, y ya no se separan, la pareja ahora manifiesta a rienda suelta la atracción que sentía el uno por el otro. “Las personas están unidas por hilos invisibles”, repetía obsesivamente el cineasta polaco Kristof Kieslowski a su reparto, durante los días en que rodaba su trilogía de los colores, su último gran trabajo fílmico. Los protagonistas amorosos de Von Trier parecen entenderlo, y su guionista también: con nadie te topas de esa manera en tu existencia, y lo dejas pasar así como si representara una señal sin importancia.

Nymphomaniac1El pasado y las heridas que nos deja de por vida. A Joe la marcó su niñez. No puede olvidarla ni evitar su recuerdo con insistencia. Lo que es ahora, se lo debe a esa infancia dictada por el abandono de un padre melancólico y sentimental, y de una madre que jamás demostró un gesto de afecto y de preocupación hacia su humanidad. Son dolores que explican las ansiedades de su presente, razona Von Trier. ¿Es “normal” que una progenitora no establezca el menor diálogo con única hija, que no le diga nunca que la quiere en el desarrollo del plató, salvo para que la voz en off que relata su propia historia, la llame una “perra fría”?

Parecen los pensamientos de un conservador en lo moral, de un activista en defensa de la familia, los del realizador que escandaliza a media industria cinematográfica. Pero esa carencia, ese vacío, que en el fondo es una necesidad de cariño natural insatisfecha —la expectativa de amor filial que una hija cualquiera espera recibir de sus padres—, la que transforma la vagina de Joe, en la cerradura de su corazón, en el camino más expedito para llegar a su alma: el total de su sensibilidad y capacidad de emocionarse, se concentran en los nervios de su órgano sexual.

De otra forma, sin intentar llenar permanentemente ese hueco, no podría vivir, no podría siquiera desarrollar sus días, y de esas membranas dilatadas, las de su vulva excitada, es que orienta la desesperada búsqueda de un afecto y una dirección clara a su derrotero, que le aseguren, por lo menos, la posibilidad cierta de tener un destino.

Enternece la soledad de Joe, ese espíritu errante y adolorido, que no es otra cosa que una flor desesperada, un grácil arbusto doblado por el viento en la inmensidad de un desolado desierto. Pueden fallarnos otras personas, traicionarnos otros seres, otros ídolos que pululan por las latitudes de nuestra reducida cartografía personal.

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Si esos que nos defraudan, sin embargo, son el padre y la madre, ¿en quién podremos confiar para reemplazar esos afectos cuando ellos ya no estén, en quién creer si fuimos impedidos de cristalizar esas básicas y fundamentales sensaciones al interior de nuestra identidad y psicología esenciales? ¿Cómo podremos relacionarnos con ese mundo que es y ha sido desde su nacimiento un lugar y un territorio hostil, desconocido y duro de transitar, apenas nos asomamos a su misterio primordial?

“Cae/ Cae eternamente/ Cae al fondo del infinito/ Cae al fondo de ti mismo/ Cae lo más bajo que se pueda caer”, escribió Vicente Huidobro en su Altazor, en unos versos que leímos al inicio de una novela fundamental de la literatura en castellano, ficcionada a fines del siglo XX: la excepcional El viaje vertical, del catalán Enrique Vila-Matas.

Y bien abajo se estrella Joe. Pese al vínculo que logra maniatar con Jerôme, resulta complicado levantar una familia, si se ignora la idea de cómo se hace y se gesta el intento, a estas alturas de su biografía, una ilusión de carácter heroico.

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Engendran un niño, uno que recibe por nombre Marcel, en una alusión clara a Proust, el indispensable autor de En busca del tiempo perdido, y a ese pasado que acosa a la mujer, y cuyo constante resurgir, en sueños y visiones, le bloquean una leve imagen de un futuro mejor. Consecuencia: el hombre la abandona y se lleva al niño para siempre, impidiéndole el acceso, de su crecimiento, a la madre. La ninfómana torció un atajo que la iba a conducir a una parada emocional de mayor valía que la heredada por sus padres, y concluyó peor. Cruel ironía.

Hace su ingreso a las redes del sadomasoquismo y del desvarío mental. Necesita sentir su cuerpo, saber que está viva, sólo así los atardeceres que la conmueven, son susceptibles de contemplarse. Ahora alcanza el orgasmo cuando la golpean y le hacen sangrar sus genitales. La puerta de salida se halla tapada y cubierta con acero. Una mujer valiente, la poeta argentina Alejandra Pizarnik, que en su rostro tenía un aire a la Gainsbourg, escribió en un libro titulado El infierno musical, apropiado para una película que utiliza de referencias estéticas a compositores como J. S. Bach, Wagner, Franck, Handel, Mozart y Beethoven, lo siguiente. Propongo cambiar el término escribir, por la palabra vivir: “Había que escribir sin para qué, sin para quién. / El cuerpo se acuerda de un amor como encender la lámpara. / El silencio es tentación y promesa”.

El sol también sale de noche, se titula un nostálgico filme de los hermanos Taviani, donde la mencionada actriz, aparece desnuda por primera vez frente a las cámaras, y era sólo una prometedora adolescente. En esta cinta, igualmente puede amanecer esa luz purificadora del astro, aunque su destello sea esperpéntico, absurdo e incoherente. Como la existencia misma. “Se debe rezar para priorizar la vida, o el equivalente a ella”, enuncia, sin ir más lejos, la apasionada Joe.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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