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Presentación del libro: Santiago, Fragmentos y Naufragios, de Luisa Eguiluz Ensayo

Presentación del libro: Santiago, Fragmentos y Naufragios, de Luisa Eguiluz

Jorge Montealegre I. es periodista y poeta.


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No dudé un segundo en aceptar la invitación de nuestra querida y admirada Luisa Eguiluz a la presentación de un nuevo libro de su autoría. En otras oportunidades he disfrutado de su poesía, su narrativa, como ahora la lectura de su ensayo; y saludo la versatilidad de Luisa para navegar con propiedad en géneros tan diversos. También esta es una buena oportunidad para felicitar su inquietud intelectual, amor al conocimiento y a la poesía, que la ha llevado a plasmar en una tesis de doctorado su mirada sobre la poesía chilena del desarraigo. Como uno de los autores “objeto de estudio” debo decir –como los antiguos locutores- gracias por la atención dispensada. Y lo digo muy en serio, comprometiendo mi gratitud, porque analizar nuestra poesía escrita en bajo dictadura con grandes dificultades para editar y distribuir, es una suerte de reparación. Al caracterizar a mi generación como NN dije que se trataba de una generación más inédita que publicada, más omitida que criticada. Y lo sigo sosteniendo, pensando en muchos otros compañeros de viaje. Personalmente siento una suerte de rescate en este trabajo que conecta naufragios de ayer y hoy vinculados a un género que se desenvuelve –en general- fuera del mercado y de la lógica de poder. No es casual que cuando se descarta algo alejado del pragmatismo se dice “el resto es poesía” y no falta el que repite en la tele, con supuesta sabiduría, que “las campañas se escriben con poesía y los gobiernos en prosa”. Luisa Eguiluz, en cambio, toma la poesía en serio y la repropone, la lee de nuevo, la conecta. Con generosidad recorre el archipiélago, los rescates, lo varado, lo postergado, lo que está a la deriva, el desarraigo que está vinculado con los fragmentos y naufragios, que son los elementos que ilumina el faro de la autora.

El libro de Luisa Eguiluz le da visibilidad a la poesía de los últimos cuarenta años domiciliándola en un archipiélago urbano –y empatizo con esa imagen– que representa una situación de naufragios diversos. Cada isla tiene sus propios esqueletos y tesoros enterrados. Cada una tiene su tiempo. No hay necesariamente sincronía entre ellas. Para Javier Campos, “Esta ciudad es una casa que flota solitaria alrededor de la luna”;  en Bien común, haciendo un recuento del siglo, me atrevo con la sensibilidad de época: “Días memorables / para el náufrago de un submarino amarillo repleto de cronopios”; hay variedad de islas flotantes, balsas, resultantes de urgencias diversas. De sumergidos y emergentes. Tal vez siempre los y las poetas somos náufragos solitarios en sus respectivas islas. No obstante, en el corte histórico de 1973 al 2010 del que se ocupa esta obra se evidencia –leyendo la poesía plural de la época- que la noche de la ciudad es distinta para las diversas generaciones, que el viaje es distinto cuando el resto del mundo se llama “exilio” y la noche “toque de queda”. Por mi parte, rescato la imagen del campamento transitorio, de la urgencia y la precariedad, donde “cada uno es un náufrago / sin desahogo en este barrial contaminado”.

Para mi generación, para mí en lo personal, el gran naufragio fue el de 1973. Y ahí estuvo, a pesar de todo, la poesía. Aquella poesía anterior a la del corpus formal, referenciado con publicaciones. Sin embargo, creo que es pertinente agregar como antecedente la poesía escrita en prisión o en la clandestinidad, sin una expectativa editorial o académica. En el desamparo, al desnudo mortal le queda la palabra. Y la memoria, que es la musa de la poesía. Desde la palabra y la poesía la persona representa su compleja y polisémica humanidad a pesar de todo, su riqueza en la miseria; entrelíneas, como por un túnel, su dignidad sale de la prisión y se alumbra en su destello desobediente. Con el impulso interno de la palabra la capacidad de resurgimiento de la persona, de recuperación, de resistencia y resiliencia, al menos se empina para elevarse y salir del aplastamiento. Los poemas escritos en situaciones extremas informan de ello. En el caso de la producción literaria es relevante su importancia como expresión in situ durante la prisión –el solo hecho de escribir- como en su trascendencia como registro de aquella realidad histórica en textos cuyas palabras son “informativas” del contexto de escritura y sus vestigios de memoria. Independientemente de que exista o no la intención de compartirla, la poesía se revela en la soledad y se completa en la sociedad. En la vida cotidiana de la prisión política en muchos casos es un encuentro casual, no buscado, parte del accidente y el duelo en el contexto de una situación indeseada que, al cancelar o congelar la vida normal “del otro lado de la reja”, abre posibilidades impensadas de sobrevivencia y de canalización de la expresión personal.

La posibilidad de la poesía en el contexto de la prisión política, se abre a las personas sencillas, a los ciudadanos comunes y corrientes que no estaban ni buscaban estar en el circuito de los productores, lectores o auditores de poesía. Era el momento de la poesía imperfecta y lo asumían (sin saber, tal vez, que la poesía perfecta probablemente no exista). En la precariedad les quedaba la palabra y recurrieron a ella.

Marcada por ese antecedente, que suponía anonimato, circulación clandestina, seudónimos para pasar inadvertidos y no para llamar la atención; condenados a la omisión en la prensa oficial y de los cambiantes poderes fácticos, me atreví a rotular una generación NN que me parecía:

“Una generación más política que bohemia, más artesanal que intelectual; más autodidacta que académica. Hablábamos sobre formas de organización, de cómo participar en las protestas, de cómo editar nuestro discurso. También hacíamos recitales, pero discutíamos poco sobre poesía; reflexionamos poco sobre nuestro trabajo literario. No fuimos capaces de crear un movimiento literario con una crítica propia. Esto, por una parte generaba la positiva diversidad; por otra, nadie «ordenaba» esta producción literaria heterogénea. Tal vez nos confiamos, tuvimos esperanzas -la ilusión- de que el retorno de los críticos de generaciones anteriores nos solucionaría un problema que teníamos que resolver nosotros.

Una generación más inédita que publicada, más omitida que criticada. Más que poetas aéreos o poetas terrestres, tuvimos que ser poetas subterráneos. Nos refugiamos en pequeñas ‘empresas de papel’. Quien pudo se fabricó su propio medio de expresión y fundamos revistas y ‘editoriales’ que bajo un nombre de fantasía, escondían una realidad precaria: la auto-edición, el voluntarismo, el auto-bombo. (…) No se trata de hacer arqueología, pero en esos papeles se podrán rastrear algunas astillas de un puente colectivo que mantuvo la continuidad que se quiso romper de golpe.”

En ese contexto son reconocibles la atmósfera, el repertorio, el elenco de personajes urbanos, tópicos que Luisa Eguiluz detecta en Santiago, fragmentos y naufragios. Los escenarios significativos: la ciudad contemporánea (la sordidez, la pornografía, el neón, el cemento) y sus márgenes (las protestas, el sitio eriazo). Así, se repiten y coinciden en nuestra poesía la virgen del cerro San Cristóbal, el río Mapocho, los terremotos, los degollados, Sebastián Acevedo, los ciegos, los gallos, la bandera. La precariedad y el desarraigo cruzan el grueso de la poesía de las diversas generaciones que cubren el período estudiado. Son desarraigos distintos. La dictadura nos reunió en una complicidad política, muy parecida a la solidaridad, que aplacó las polémicas incipientes. El individualismo natural al oficio (el trabajo artesanal solitario, el narcicismo, la experimentación lúdica, el marketing contemporáneo, etc.) se trenzó con la necesidad de sobrevivencia colectiva (enfrentamiento con el sistema, defensa de la memoria, unidad en la diversidad, solidaridad con el ombligo ajeno, vivir). Todo esto lo vivimos con cierto cinismo porque también nos tocó vivir el momento de mayor promoción del individualismo, la publicidad y la competencia en la sociedad chilena. Y nosotros no fuimos impermeables a ello.

A pesar de todo, el pesimista rótulo «NN» con el que me permití calificar alguna vez a mi generación se convirtió, felizmente, en una doble negación. Nada es totalmente nada, nadie es nadie, nunca nunca. Tal vez hoy, en los días de la sociedad líquida, NN sea la sigla de los doblemente náufragos: NN, Náufrago Náufrago. Poetas.

Jorge Montealegre I.

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