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La honestidad de las pichangas de barrio Opinión

La honestidad de las pichangas de barrio

El fútbol te dice cómo es la gente. Ahí se ve a la gente noble, a los competitivos, a los luchadores, a los que tienen fuerza mental y los que no, a los líderes de grupo, a los “pecho frío”, a los “sangre fría”… uno puede mentir en una entrevista de trabajo pero tu actitud en un partido te pinta de cuerpo entero.


 

Ahora que estamos a full con el Mundial, siempre pensé que algún día tenía que escribir sobre las pichangas que he jugado.

Como buen mateo, nunca he sido bueno para el fútbol. Sin embargo, mi papá siempre me llevaba a los partidos que jugábamos en las canchas de Johannstadt, en Dresde, Alemania Oriental, cuando yo tenía seis o siete años. Íbamos con los hermanos Rodrigo y Nicolás, que era “chilenos alemanizados” como yo, hijos de exiliados, y otros niños alemanes como Robert. Allí, en canchas ubicadas en medio de los complejos de edificios tan típicos del realismo socialista, aprendí a patear la pelota, a hacer goles, a saborear la victoria y a sufrir la derrota. Siempre fui picota. Nunca me gustó perder, hasta hoy.

Luego nos fuimos a Colombia. En los prados del Colegio Alemán, en las afueras de Bogotá, seguí con mis aventuras futbolísticas. Jugábamos en los recreos, era sagrado. Camilo era hábil. Albert era un tremendo delantero. Sebastián era un gran arquero. Y yo, que siempre he sido tronco, al menos le daba duro al balón.

En el conjunto cerrado de edificios de Bogotá donde vivía jugábamos en el parqueadero. Así conocí a Beto y luego a su hermano, mi gran amigo Juan Manuel. También pasamos tardes interminables con las bolitas y el béisbol.

A Chile llegamos en 1990. Nos instalamos en una casa de La Florida. Con mis compañeros del colegio Santa Cecilia, ubicado en el paradero 10 de Vicuña Mackenna, comenzamos a juntarnos los fines de semana para jugar en el club La Araucana, cerca de mi casa.

Allí, una tarde, tras ser ignorado en una falta cuyo cobro reclamé en vano, le hice un tremendo foul a Melo, que ostentaba los títulos de mejor compañero, mejor alumno y que además de ser un gran jugador era el novio de Blanca, la chica que me gustaba y que nunca me pescó. Melo cayó al piso, cobraron la falta, y cuando lideré el siguiente contragolpe, Gustavo, compañero y amigo de Rodrigo, me “bajó” a mí. Me rompí la piel debajo del mentón, me salió sangre y obtuve una cicatriz que aún conservo. Esa vez me fui indignado, cosa que he hecho también en otras pichangas.

En otro partido, ya en tercero o cuarto medio, Alfredo, nuestro Leonardo da Vinci, resbaló en una jugada sobre la pelota, cayó de espalda y se golpeó la cabeza. Tuvo una pérdida de memoria temporal. Cuando llegó a su casa no reconocía a su propio gato. Entre todos los compañeros de curso le pagamos un scánner. Afortunadamente no tuvo ninguna secuela.

En el Santa Cecilia jugábamos habitualmente en los recreos, pero sólo había una cancha y teníamos que turnarnos con los otros cursos, que jugaban al gol. Una vez Basso, forward velocísimo, impaciente por una espera injustificada mientras jugaba otro curso, agarró la pelota que le llegó a sus pies de casualidad y la tiró a los tejados vecinos. Los del otro curso se le fueron encima, liderados por Cristian, su líder natural, y nosotros nos tiramos a defenderlo. Se armó tremenda batahola, aunque no pasó de los empujones. Cristian, gran deportista, murió pocos años después de un cáncer fulminante en menos de un mes. Aún recuerdo su voz, su simpatía, su don de gente.

Después de terminar la enseñanza media abandonamos La Araucana y empezamos a jugar los domingos en el Parque Brasil, inicialmente rechazado por algunos por “peligroso” e “inseguro” (como ven, la clase media está obsesionada con la inseguridad desde la adolescencia). Allí llegaron otros cabros que no eran parte del curso, amigos de Arellano, como Aucán y Metalito, y mi gran amigo Gabriel, en cuya casa de la calle Mirador realizábamos la “concentración previa”. De la partida solían ser Pablo, su tocayo Lillo, Alfredo, Daniel, el infaltable Erick, Ives… Una tarde, para ganar un partido o enojado por perderlo, Daniel se llevó la pelota, que era suya, antes de terminar el encuentro… en vano fueron nuestros reclamos. Como ven, no era el único picota.

Cuando mis compañeros empezaron a faltar, comencé a ir solo los domingos a jugar con un grupo de gente que sólo veía allí en una cancha grande que a veces usan para patinar. Aún se juntan religiosamente los domingos a las 10. Son Galo y sus dos hermanos -uno de los cuales es un defensor temible y el otro un arquero que una vez se picó y nunca más volvió-, su sobrino “Chuncho”, el gran armador Teka, Walkman, el goleador Jimmy, el viejo Diógenes y muchos otros cuyos nombres nunca supe. A veces, cuando voy a Santiago, todavía me doy una vuelta por allá y jugamos. Los más veteranos me saludan como si me hubieran visto la semana pasada. Siempre es de 10 a 1 de la tarde. Hemos jugado en pleno invierno, con la cordillera nevada a la vista, y en verano, con 30 grados de calor y el “caregallo” sobre nuestras cabezas.

También en Huasco, el pueblo de mi madre, en el norte de Chile, junto al mar, en medio del desierto más hermoso del mundo, donde iba en las vacaciones de verano, he jugado pinchagas memorables al lado del gimnasio municipal y en la población Endesa, en medio del bosque de eucaliptos. En un partido me tocó contra mi primo Boris, hoy oficial de Marina. Ellos comenzaron perdiendo pero él nunca cejó y se echó al equipo al hombro. Se recuperaron, nosotros flaqueamos y al final nos ganaron. En fútbol no sólo se requiere fortaleza física, también fuerza mental.

Cuando estudié Periodismo en la USACH, el primer año jugábamos junto a la Escuela, sobre las losas. De mi fama de picado supieron una vez que mi equipo perdió y tiré lejos la pelota.

En la USACH también hice Fútbol 1 y 2, como parte de los cursos extracurriculares que había que aprobar para titularse. El éxtasis fue un partido en el propio Estadio de la universidad. Fue la primera vez que jugué en un estadio normal. Hasta hice un gol, se la tiré en una esquina al arquero… y me sentí en el Maracaná.

Jugué a la pelota en Constitución, en una viaje que hicimos con Claudia hace muchos años, luego de tomar el tren desde Talca, que hace un recorrido fabuloso junto al río Maule. Creo que fue con los hijos de la dueña de casa, en una cancha en medio de unas dunas. Perdimos, aunque marqué un penal. Soy un experto en reclamar faltas y manos, sobre todo cuando voy perdiendo.

¿Y Cartagena? Hablo de Cartagena de Indias. Yo tenía 19 años. Estaba alojado en un edificio del barrio Laguito, uno de los más lindos de aquella ciudad hermosa y pobrísima. Todas las tardes, después de almuerzo, salía con Igor, el hijo de la dueña de casa, que en aquella época tenía nueve años, y una pelota a alguna de las canchas públicas. Siempre empezábamos jugando a los penales y no tardaban en caer más niños de su edad, de mi edad, hasta que se armaba la pichanga de rigor. Igor odiaba perder, hasta lloraba de rabia.

Jugué en Barcellona Pozzo di Gotto, en Sicilia, Italia. Fue muy loco. Esa mañana, en la estación de Messina, me recogió en su coche Pietro, un chico que yo no conocía, amigo de una conocida, Elena, y un amigo suyo. En el camino a Barcellona, un pueblo pequeño a orillas del mar, se fueron hablando de un partido que iban a hacer esa tarde. Yo les pregunté caradura si podía participar… Al principio me miraron un poco desconcertados, pero luego me dijeron que sí. Pietro me prestó botines y una camiseta. Era en una canchita al aire libre, donde los goles de cada equipo se marcaban manualmente en un tablero electrónico que estaba a un costado, algo que nunca había visto. Primer Mundo. Fue un lindo partido… ¡incluso hice un gol de media cancha!

También jugué en el Mauerpark, Berlín, un parque público con pasto sintético, algo que sólo he visto en canchas privadas de Buenos Aires o Santiago. Me llevó un chileno. Jugamos con alemanes y otros extranjeros. Había unos serbios o croatas que hablaban todo el rato entre ellos y nosotros especulábamos sobre lo que estarían diciendo: “pasala mejor”, “el gordo es de madera”, “ojos con los chilenos”, etc. Imposible saberlo.

En Buenos Aires en jugado en varias canchas conocidas, como Open Gallo, Open Dorrego, junto a la Facultad de Derecho, Godoy Cruz, Villa Malcolm, y tengo recuerdos de cada una de ellas…

Por cierto: El fútbol te dice cómo es la gente. Ahí se ve a la gente noble, a los competitivos, a los luchadores, a los que tienen fuerza mental y los que no, a los líderes de grupo, a los “pecho frío”, a los “sangre fría”… uno puede mentir en una entrevista de trabajo pero tu actitud en un partido te pinta de cuerpo entero.

¡Viva el fútbol!

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