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Crítica de cine: “El tiempo de los amantes” Una película de Jérôme Bonnell

Crítica de cine: “El tiempo de los amantes”

El filme protagonizado por Emmanuelle Devos y Gabriel Byrne, es como la recientemente estrenada “La vida de Adèle”: una de esas cintas galas que se van a contemplar a las salas extasiado y feliz. Con referencias a François Truffaut, Jean-Luc Godard y Éric Rohmer, su creador también bebe de las influencias de tres íconos de la gran industria norteamericana: de John Cassavetes, de Woody Allen y de Richard Linklater. Y por si fuera poco, el joven director cita a Blaise Pascal, Henrik Ibsen, a la mejor literatura de su país, y su cámara es audaz, experta y mesurada, cuando tiene que serlo. Un París imperdible de cafetines, hoteles y caminatas al lado del Sena.


“Lo que las novelas del siglo XVII llamaban el flechazo, que decide del destino del héroe y de su amada, es un movimiento del alma que, no por haber sido desvirtuado por innumerables escribidores, deja de existir en la naturaleza; proviene de la imposibilidad de la maniobra defensiva. La mujer que enamorada encuentra demasiada felicidad en el sentimiento que experimenta para poder fingir; aburrida de la prudencia, abandona toda precaución y se entrega ciegamente a la dicha de amar. La desconfianza hace imposible el flechazo”.

Stendhal, en Del amor

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 Cuando el personaje de la actriz Alix Aubane (interpretado por Emmanuelle Devos), desciende del tren que la trae a París, para concursar en la audición de un futuro montaje, comienza el particular spleen ficcionado por el treinteañero cineasta Jérôme Bonnell. Si bien la artista vive en Calais junto a su madre, su novio durante ocho años, tiene su domicilio en la capital. Al parecer se trata de una relación a distancia: eso nunca quedará lo suficientemente claro. Pero Alix cree amar a Antoine, de quien sólo oiremos la voz en el plató.

Antes de bajarse de la locomotora, la atractiva mujer de 41 años ha intercambiado miradas y un par de palabras rutinarias, con el solitario y elegante profesor de literatura Doug (Gabriel Byrne), un cincuentón que regresa a la metrópoli gala, para asistir al funeral de una antigua y apreciada amiga: está avecindado hace décadas en Gran Bretaña.

Alix y Doug se observan, se gustan, se alejan. Previamente, la intérprete que en Calais personifica a Ellida Wangel, la estelar de la obra teatral La dama del mar (1888), del autor noruego Henrik Ibsen, anota en su mente un dato fundamental, en el objetivo de “encontrarse” a futuro con el maduro y enchaquetado catedrático: el nombre de la iglesia en que se celebrarán los ritos funerarios de la fallecida conocida de éste.

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Al parecer Alix no “está sola”, ni física ni sentimentalmente, pero su orfandad se hace evidente al poco correr de las secuencias: le escasea el dinero, y se vislumbra en su ánimo, una intimidad algo complicada y atormentada. Se presenta con cierto éxito en su prueba laboral, y entonces, Bonnell la hace iniciar un deambular afectivo, existencial y también identitario, por el centro histórico de la ciudad.

La comuna de París, así, asume la condición de un escenario y de un telón de fondo, a fin de que el rol de Devos, descubra las causas últimas de la inquietud que la mantienen inestable y en permanente estado de espera, de alerta.

En ese instante, se esboza el motivo y la idea dramática que esconde el guión de El tiempo de los afectos (Le temps de l’aventure, 2013): una visión desencantada en torno a las relaciones afectivas, las que sólo, se extenderían por el tiempo, dice su director y narrador, antes que cualquier otra razón, por la seguridad, por la conveniencia y por la tranquilidad, que entregarían éstas a sus dos participantes.

Y bajo ese prisma, es que se entiende también la inesperada cita que Bonnell coloca en la boca del novio de la escultural hermana de Alix. En los Pensamientos (1669), del matemático francés Blaise Pascal, se halla esta idea: la felicidad es siempre un espejismo. Nos damos cuenta de que hemos sido plenos por contraste con pasajes desgraciados de nuestra trayectoria; es decir, que nunca la vivenciamos realmente a la alegría, ya que su disfrute se encontraría en el pasado esfumado, o bien, en una expectativa, inasible, hipotética, siempre a futuro, inalcanzable.

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Aquella esperanza, es la que nos impulsa a salir a robar besos las 24 horas del día, insiste el realizador, a emprender caminatas, a husmear por la urbe, como las pesquisas que hacen los papeles inventados por Éric Rohmer; los que luego de sentir el flechazo del que nos hablaba Stendhal, recorren las mismas calles y recovecos, esquinas y panaderías donde latió en ellos, la fuerza de la pasión, para ver si en una de esas, se topan otra vez con el cuerpo que conmovió sus ilusiones.

Fue el mismo Pascal, el que escribió acerca de ese estado que analizamos, que los problemas del mundo se evitarían si las personas optaran por mantenerse quietas y sosegadas, al interior de sus habitaciones. En ese trepidar dubitativo, Alix se enreda “casualmente” con Doug, y se confunden en el calor de todos los gestos imaginables que pueden accionarse entre un hombre y una mujer en pocas horas.

Porque la gracia de este filme, es que transcurre en tiempo real. Es un día en la vida de la actriz, donde ésta se cuestiona, la atraviesa un sentimiento de soledad y abandono terrible, y se “ubica” en el mapa paralelo del tiempo, con el amor de su andadura. Y piensa, por un segundo, que la dicha y el bienestar, se podrían hacer una dimensión perenne para ella, si inclusive huye junto al profesor avecindado en Inglaterra, y salta en compañía de su humanidad sobre el Canal de la Mancha.

Se entiende, en esa línea, la dedicatoria a La dama del mar de Ibsen, redactada en las páginas del libreto. Ya que al igual que el personaje de Ellida Wangel, creado por el escandinavo, esta Alix Aubane del siglo XXI, deberá elegir entre la comodidad de los lazos establecidos, por muy insatisfactorios que éstos sean, frente a la incógnita de un amor que ha irrumpido de una manera abrupta, impertinente, pero no por eso menos real ni natural en el centro de sus afectos.

Además de ser una historia relatada correctamente y con esos nudos narrativos que apelan a las reflexiones que hemos subrayado, El tiempo de los amantes es una pieza fílmica que despunta a cotas altas, a causa principalmente del trabajo fílmico de su autor. Una cámara que se inclina por un uso dúctil, según la emoción que se desea expresar; y una dirección de arte, que apela a una fotografía casi arquitectónica en su factura –por el lenguaje que practica frente a los parajes urbanos-, aparte de la utilización de una sugerente banda sonora, de raigambres sacras, clásicas y doctas.

Que el único y gran amor de nuestra vida nos halle preparados para verle, recibirle y comprenderle, concluye por decirnos la cinta de Jérôme Bonnell.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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