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Crítica de cine: “La chispa de la vida”, el recuerdo de la mirada Una película del español Álex de la Iglesia (1965)

Crítica de cine: “La chispa de la vida”, el recuerdo de la mirada

El penúltimo largometraje del famoso director bilbaíno, representa un punto de quiebre en relación al numeroso conjunto de sus créditos. Si bien en esta película -protagonizada por la actriz mexicana Salma Hayek y el humorista hispano José Mota-, continúa prevaleciendo esa visión grotesca y fantástica de la realidad, casi cómica, en este título emergen motivos dramáticos que desconocíamos de su autor. En una filmografía marcada por los planos espectaculares y los efectos especiales, ahora irrumpen una sensibilidad intimista, y una cámara que desea retratar la épica familiar y humana, de un cesante crónico inserto en la debacle económica que hasta hace poco azotaba a la península ibérica.


“Y quien estará / en cien años más / en el lugar que ahora llamo yo mi casa / cuando yo no sea sino el silencio / quién estará en un vacío rodeado por la noche / sin saber nunca si aquí hubo casas o calles / y nadie sino el ruido de un río silencioso / podría recordarlo”.

Jorge Teillier, en Para un pueblo fantasma

La chispa de la vida (2011), es una cinta extraña en el total de la llamativa obra de Alejandro de la Iglesia Mendoza, que es el nombre de cédula de identidad, del célebre director rebautizado por el mismo como “Alex”, para competir en el exigente mercado anglosajón. ¿Qué parentesco estético, podría haber, por ejemplo, entre Perdita Durango (1997) y la pieza, tan distinta a aquella, que analizamos en esta ocasión?

Aventurando una rápida respuesta: tal vez esa trayectoria errante, que es de índole puramente existencial, y que tanto en la dupla “mexicana” de Javier Bardem-Rosie Pérez, como en el personaje aquí interpretado por José Mota (Roberto Gómez), llevará a los tres roles a enfrentarse con sus miedos, su vida, sus fracasos… y finalmente con la muerte.

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En la elección de su lenguaje cinematográfico, De la Iglesia quizás debe ser el realizador español más versátil y sofisticado de su generación: sus guiños a Hollywood, a lo kitsch y al cine de nicho, no pasan desapercibidos para nadie. Sin ir más lejos, esos saltos fantásticos y tremebundos de las señoras mayores en La comunidad (2000), y que tienen su origen en la primera parte de la saga comercial de Matrix, se hallan reverberando en la retina y en las risas de las audiencias desde Madrid a Magallanes.

De esta manera, el atrasado estreno en Chile de La chispa de la vida, nos trae a un director desconocido por estas latitudes, principalmente por la mirada más realista de su cámara y los novedosos nudos argumentales que aborda con grata experticia, en su pisada inaugural por los escabrosos senderos del melodrama. La impresión se repetirá, me imagino, cuando podamos apreciar el documental que preparó sobre el crack argentino Lionel Messi, y cuyo guión fue escrito por el inolvidable campeón del mundo en México 1986, el espigado goleador Jorge Valdano.

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Roberto Gómez (José Mota) es publicista y hace dos años que no encuentra un empleo estable. Estamos en la capital española de principios de esta década, afeada y denigrada por los coletazos del default estadounidense de 2008. Una ciudad turbulenta que, dicho sea de paso, enmarcó muy bien en su segundo largometraje, el joven cineasta Jonás Trueba: Los ilusos (2013), se titula, la nueva creación del autor inolvidable de Todas las canciones hablan de mí (2010). Y aprovecho de rescatar otra película madrileña y querida, protagonizada por Jorge Sanz, Gabino Diego y Ariadna Gil: Los peores años de nuestra vida (1994), de Emilio Martínez Lázaro.

El profesional encarnado por Mota, entonces, padre de dos hijos, y casado con el papel interpretado por Salma Hayek (Luisa), está al borde del precipicio. Nuevamente, le cerraron las puertas en la cara, y ante ese fracaso sólo atina a salir de la urbe con rumbo desconocido. Cartagena, una localidad cercana a Madrid, es el lugar donde el comunicador estaciona su vehículo, un buen modelo, heredado de los días gloriosos de sus éxitos trabajando para las compañías de publicidad.

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Llegados a ese trance, el guión de Randy Feldman sorprende y se interna por los poéticos recovecos del recuerdo y de la evocación. A las pocas escenas, sabremos que Roberto Gómez se encuentra en la pequeña ciudad para ubicar el edificio en el que vivió el momento más feliz de su vida: un hotel que cobijó su luna de miel junto a Luisa.

Pero el recinto fue derribado, y en su lugar se levantan unas protegidas ruinas de la época romana, símbolos del omnipresente pasado de España, y también de la propia biografía del hombre, quien no desea volver a su hogar para contarle a su mujer el nuevo traspié, y prefiere pasear, cual autómata, por los pasadizos de la añoranza.

Luego, por a, b y c motivos, la realidad se impone con toda su crueldad, y el dolor del presente se hace más y más intolerable. De la Iglesia matiza el asunto con sus dosis acostumbradas de humor y la entrada en escena de un par de miembros del reparto, francamente grotescos y esperpénticos. La pregunta del realizador queda hecha y “botando”, sin embargo: ¿estamos realmente solos cuando nos enfrentamos a la muerte y a nuestras frustraciones de mayor categoría?

A veces, la felicidad simplemente nos es negada, anotó en los bellos versos de su “Porque escribí”, el poeta chileno Enrique Lihn. Otro artista nacional, el también multifacético pintor y novelista, Adolfo Couve, planteaba en una entrevista televisiva que le hicieron poco antes de su suicidio, que un hombre, cuando recibe una noticia del tipo que está gravemente enfermo, y le restan pocas semanas o meses de respiración, siempre termina parado en el peor de las desamparos espirituales: se halla irremediablemente solo, dijo melancólico y transparente, el autor de La comedia del arte, confeso admirador de Gustave Flaubert.

La respuesta ante esa problemática, del dúo creativo conformado por De la Iglesia y Randy Feldman, no deja de sorprendernos: apuestan por el refugio y la incondicionalidad del amor verdadero, por la dignidad de las convicciones, por la guarida y la fortaleza que significaría la familia; por las puertas del hogar, esperándonos dóciles y amables, de par en par, para ser traspasadas en la oscuridad. En esa línea, transcribimos el crédito de una novela ejemplar, que sacude esos temas y otros, redactada por el doblemente escritor y cineasta madrileño, David Trueba (1969): Abierto toda la noche (1995), se llama, citando la definición de Ambrose Bierce, ese libro sensacional.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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