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Crítica de teatro: «Historias de amputación a la hora del té»

Crítica de teatro: «Historias de amputación a la hora del té»

Esta obra se presenta hasta el 17 de agosto en el teatro Ladrón de Bicicletas


En la mítica ciudad de Santiago de Chile, con sus frías noches invernales, no deja de ser fama que existen salas de teatro en las que, de vez en cuando, se pueden ver montajes interesantes, a veces dignos y –no sin sorpresa- algunos francamente buenos. El fin de semana recién pasado, por agradable casualidad (en el caso de que las casualidades puedan ser “agradables” o, al menos, adjetivables) entré a ver, en el Ladrón de Bicicletas, “Historias de amputación a la hora del té”.

Una obra interesante por varios aspectos. En principio, porque está construida sobre una dramaturgia que funciona en términos escénicos, tal vez, precisamente por su precisión y falta de ambiciones. El texto de Carla Zuñiga recoge un ritmo, rápido, pero que sabe detenerse en escenas que requieren profundización, también logra generar momentos bastante divertidos, maneja buenas dosis de racionalidad, humor y emotividad, desarrollando así una historia comprensible.

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Sí, una historia: un cuento que puede ser seguido a través de un principio, un medio y un fin, con escena climáticas y con argumentos accesorios que tienen su propio desarrollo. Una historia, una intriga, una fábula, un cuento, un argumento… cosa algo pasada de moda para nuestro –todo hay que decirlo- siútico medio artístico, pero que poco a poco se va revitalizando a la luz de la necesidad que parecen tener algunas nuevas compañías de comunicar(se) con el público, cosa esta última que no deja de ser merito y digna de celebración.

La dirección, por su parte, a cargo de Javier Casanga, es correcta.

“Correcta”, una mala palabra, tibia, poco clara, de una ambigüedad digna de crítica de arte, me avergüenzo de mí mismo (en el caso exótico de que un crítico o de lo que se entiende que es un crítico, pueda avergonzarse), sin embargo, la palabra “correcta” manifiesta en un cierto sentido, lo que la dirección de este montaje logra: es eficiente, consigue, con bastante competencia, dar cuenta de un texto que está relativamente bien construido, pero que posee una falencia que, con otra dirección, podría haber sido fatal: el texto cuenta una historia que no posee una trascendencia en sí misma, no empuja a reflexiones de carácter ideológico ni comunitario, sino más bien, se trata de una historia sencilla. Por supuesto, esto no es un pecado (aunque una buena amiga con la que me encontré en el teatro, una amiga inteligente, en mi opinión, aunque vaya uno a saber si este juicio que hago sobre ella no está teñido por mi afecto, sí consideró un error más bien imperdonable la simpleza del argumento), pero aunque esta simpleza o sencillez no es, en absoluto, un pecado mortal, puede llegar a transformarse en una característica que haga naufragar un proyecto escénico, sino es bien manejado ni coordinado por su director.

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Una historia sencilla, precisamente por su simpleza, requiere de una dirección competente que desarrolle una puesta en escena que pueda sostenerse e interesar desde su acción escénica, desde su estética y organización sobre las tablas, desde lo que hacen, dicen y construyen los personajes, las luces, la escenografía, la intención dada a los textos; cosas que Javier Casanga, el director, logra criteriosamente, un trabajo nada fácil y que, en sí mismo, genera buenas ganancias al texto.

La dirección de Casanga permite que una dramaturgia que, eventualmente podría haber sido una especie de teleserie lacrimógena (no en sí misma, sino con una dirección menos afortunada, pero lo que digo es una perogrullada, pues, ninguna obra dramatúrgica es “en sí misma” todas tienen que ver con su puesta en escena, después de todo, hasta a Shakespeare lo pueden arruinar malas direcciones y malas actuaciones), se convierta en una escenificación que genera distancia, reflexión y que logre emocionar desde el extrañamiento que el espectador sufre, a través de una lograda mirada sobre el universo femenino, desde la otredad; no en vano, todos los personajes son femeninos y, todos, actuados por varones.

Es tal vez éste, el punto más notable del montaje. Cualquiera que haya ido más o menos seguido al teatro, sabe que una enorme responsabilidad, recae en las actrices y actores que sostienen a los personajes, prestándole momentánea existencia a diversos caracteres.

A menudo mañosos, difíciles, complejos, pasionales, actores y actrices me resultan adorables e insoportables en igual medida, pero uno recuerda porque los quiere y admira, cuando llevan a cabo su trabajo de manera, a lo menos competente, cuando están bien o muy bien, uno puede sentir por qué el teatro ha sido y es, una de las artes más nobles y más profundamente iluminadoras.

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Los actores de “Historias de amputación a la hora del té”, en general, son competentes, se observa oficio en su trabajo, precisión y capacidad de sostener el discurso de la obra, con el cuerpo, con la voz, con la emocionalidad y también con la razón. Dentro de su trabajo, hay dos o tres (es un elenco amplio) que hacen un trabajo remarcable, no sé los nombres específicos de cada actor ni del personaje que sustentan, pero son fácilmente reconocibles: memorable es la vecina “copuchenta”, con una energía sostenida y potente que, en lugar de resultar empalagosa (podría haber sido) logra una dibujo cómico (muy cómico), interesante y especular sobre un modelo de persona que a menudo se ve en el mitológico pueblo de Chile. La vecina “amiga” ingresada a Carabineros hace poco, es otro de los personajes especialmente bien desarrollados, la corporalidad del actor logra comunicar una mimesis especialmente interesante de lo femenino, como si capturara cierta esencia de las mujeres, que se ve trascendida a través de la paradoja que supone ver a este personaje construido por un hombre que tampoco intenta esconder su masculinidad. Un muy buen trabajo sin duda. También es una especial buena faena el de la “Payasa fantasma”, quien marca un tono totalmente disímil al del resto de los personajes, produciendo una atmósfera propia, una suerte de cápsula que por una parte permite descansar del ritmo de la obra (a ratos una montaña rusa) y sentencia una distancia sobre el discurso optimista en torno a los enfermos (uno de los temas de la obra) que puede resultar cómico -un espectador a mi lado se reía en este momento- o una cruda reflexión sobre la estúpida “buena onda obligada” frente al sufrimiento, cosa esta ultima que fue mi sensación y que me pareció especialmente inteligente de la obra.

En resumen, “Historias de amputación a la hora del té” no es una obra maestra, pero si es un montaje interesante, que vale la pena ver, una obra que retorna a cosas tan necesarias en el teatro de hoy como dejar de lado el hermetismo, construir personajes y permitir la reflexión en un público nada amable ni culto, como suele ser el santiaguino.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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