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Crítica de teatro: La comunidad de la ira, una obra que se desarma desde el principio Compañía de Teatro Arturo

Crítica de teatro: La comunidad de la ira, una obra que se desarma desde el principio

El trabajo no es recomendable, en lo personal, incluso me sorprende (y me hace reflexionar) recordar que la propuesta haya ganado un Fondart (o tal vez no debería sorprenderme)…


La ira, la rabia, la impotencia, incluso el odio, generalmente mal sentenciados por la moral burguesa (tan buena, tan decente, tan de sonrisa Coca cola), en más de alguna ocasión han sido emociones que han servido de base para obras artísticas de interés; en ciertos casos, obras de alto contenido, obras trascendentes. Tal vez, en el Siglo XX esto se acrecentó y se convirtió en un tema.

La comunidad de la ira, obra de la Compañía de Teatro Arturo, que se da hasta este fin de semana la sala Sergio Aguirre de la Universidad de Chile, sin duda, hace honor a su nombre: hay ira, hay rabia, hay fuerza y hay descontrol.

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La propuesta intenta crear una situación dramática, en torno a los conceptos de explotación e injusticia, expuestos a través de una mirada crítica respecto de la sociedad capitalista contemporánea (o lo que la compañía entiende por eso). La idea de crear una situación emotivo-dramática aquí es importante, central incluso (o yo creo que es central, tampoco está usted, nunca bien ponderado lector, a creer todo lo que este humilde servidor escribe), porque no hay una historia para seguir, no hay una acción dramática que sea plausible de reconocer tradicionalmente y, de hecho, el montaje se sostiene en una estructura episódica de cuadros, donde no hay una conexión específica ni reconocible a primera vista, más bien al contrario, se organiza en un formato de acumulación de ideas y sensaciones, mimetizando así el dolor, la injusticia, la explotación, el paso por sobre los derechos de los trabajadores, hasta el rebajamiento de lo propiamente humano de sus personajes. En relación a este proceso, cabe mencionar que, aunque vinculado a un personaje central, el mundo mismo que se presenta, comienza a desintegrarse, como si fuese una extensión de lo que sucede a este hombre obrero, trabajador y explotado.

En principio, vale la pena reconocer que hay un deseo sustancial de generar un discurso a través de esta obra, también es justo reconocer que los actores defienden la propuesta firmemente (aunque tal vez sea una perogrullada, porque solo un actor o actriz estúpido, podría no defender la propuesta de la que participa, o uno a quién le han pagado mucho –cosa que casi nunca sucede– así que ese escenario es poco probable), sí, quienes permanecen en escena juegan sus roles y le dan fuerza y ejercicio a sus personajes, incluso algunos de ellos, con competencia, sin embargo, el montaje se desarma casi desde el principio.

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Claro, el montaje no es un lego, así que ¿qué quiero decir con esto de que se desarma? Quiero decir que la construcción de una emoción o situación dramática a través de la sumatoria de escenas que se conectan a través de los mismos temas, emociones, o contextos, no se lleva a cabo, no hay una progresión dramática de ninguna especie, no hay una continuidad y es difícil incluso seguir el tipo de emocionalidad que se propone, no se manifiesta precisión respecto de si es rabia, dolor, pena, o un extraño paternalismo que mira con ilusión una pobreza que no tiene vínculo con la realidad, este vínculo con la realidad en el que pienso, no supone, por cierto, esperar una escenificación realista de la acción, en absoluto, sino más bien que la construcción de la pobreza y la explotación (como temas) en esta obra parece en blanco negro, toda vez que se genera el dibujo grueso del “rico malo y el pobre bueno y sufriente”; por cierto, podríamos estar de acuerdo en esta lectura, si el discurso (ya que no lo logra la configuración de la acción) lo sustentara, pero tampoco es el caso, pues el texto resulta inconexo, lleno de lugares comunes, conformado desde ciertas denuncias tan obvias, evidentes y ramplonas, que uno llega a preguntarse si es posible todavía desarrollar un punto de vista artístico sobre los problemas sociales (fuertes, terribles y que deben ser denunciados) hoy día, con un nivel de simplismo tan evidente, con una enorme pobreza discursiva, tanto, que uno no está seguro de si lee un panfleto, un libro de Marta Harnecker o una obra teatral, aunque la comparación es injusta: los dos primeros, tienen un sentido pedagógico y de movilización de masas, cosa que el montaje no logra… y esta obra teatral podría, incluso, tenerlos, pues yo (a diferencia de los magos posmodernos), no condeno a priori estas ideas al interior de una obra de arte, pero en el caso que analizamos, no se logra, fundamentalmente por su hermetismo, por su falta de ritmo dramático (la obra es lenta y aburrida, sin tensión), por su incapacidad de generar un discurso político que se sustente en otra cosa que lugares comunes y por una suciedad escénica notoria. Para no caer en los hermetismos que critico, digo suciedad escénica pensando en el descontrol, en la falta de precisión y la poca solvencia a la hora de solucionar momentos del montaje que requieren rigor material.

No imagino, o mejor dicho, no entiendo (puede ser, es justo no entender todo) el tipo de dirección que aquí se desarrolla, cuál es la propuesta, pues no se puede configurar desde ninguna parte, con esto no estoy siendo amable, no digo que es una obra que escapa a las etiquetas, digo que esta propuesta carece de organización estética, técnica o discursiva, pues esta última, aunque intenta producirla, insisto, no lo logra, de hecho, le hace un flaco favor a una mirada de reivindicación política un montaje con tantas falencias.

Las actuaciones, sin embargo, son correctas o todo lo correctas que pueden ser en un montaje con tantos problemas. Cristián Soto, un actor que ya hemos visto en otras circunstancias, es mucho más que competente, es un muy buen actor y aún puesto al servicio de un montaje con tantos baches, logra sostener un personaje con fuerza y energía desde el principio al fin. Cuando hablo de fuerza y energía, me refiero a que está atento y genera atención, a que su presencia se mueve a través de diversas emociones, pero siempre con potencia física y vocal. En el resto de elenco, llaman la atención María Jesús Anaís y Josefina Fuentes, la primera de ellas trabaja de modo correcto, construye sus personajes (hacen más de uno) con la capacidad de darles formas diferentes y juega cada uno de los roles con marcas corporales específicas para cada uno de ellos, aunque vocalmente no desarrolla grandes diferencias; la segunda actriz, Josefina Fuentes, también produce un buen trabajo en una variedad de caracteres; de hecho, es ella quien debe comenzar la obra con un monólogo difícil de mantener, lleno de baches y en una escena en que no hay aquilatación de la totalidad con respecto, precisamente, a su parlamento; me pareció notar en ella, eso sí, ciertos problemas vocales, pero que su desarrollo escénico con diversos personajes oculta o, por lo menos, queda en el olvido. Desarrolla un buen trabajo corporal, con tensiones y distensiones en torno a cómo manifiesta la existencia de los diversos roles que entrega.

El resto del elenco, se compone por Enzo Dattoli y Sergio Gilabert. Ninguno de los dos hace un trabajo especialmente memorable, más bien juegan a personajes enmarcados en una suerte de caricatura o, en el mejor de los casos, dibujo tradicional de lo que se supone que ciertos arquetipos sociales deben ser (supuesto por quién, desde dónde y a propósito de qué, es un misterio), sin capacidad de atraer corporal o vocalmente, suenan monótonos y se mueven como si el escenario les vampirizara la energía, especialmente Gilabert, de quien a momentos incluso es dificultoso entender lo que dice, cosa que parece funesta en un actor profesional.

Respecto del diseño, poco se puede decir, hay buenas ideas que no se concretan, no se llevan bien a cabo: ni la iluminación ni la escenografía, mucho menos los vestuarios construyen un mundo, ni personajes, no es un aporte en términos narrativos, ni semióticos, los espacios, las ropas o las luces, parecen casuales y cotidianos, pero no en el sentido de intentar generar esta ilusión, sino más bien como un penoso descuido.

El trabajo no es recomendable, en lo personal, incluso me sorprende (y me hace reflexionar) recordar que la propuesta haya ganado un Fondart (o tal vez no debería sorprenderme), en cualquier caso, es una compañía relativamente joven, con rabia, con energía y que tiene el derecho de equivocarse, sé que en un futuro tendrán trabajos de mejor factura y mayor profundidad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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