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Crítica de cine: “Relatos salvajes”, cuentos de amor y de muerte

Nominada a la Palma de Oro en el Festival de Cannes de hace unos meses, esta película asemeja un libro formado por cinco y una ficciones, que parecen escritas entre Jorge Luis Borges, Horacio Quiroga y Roberto Arlt. Pero no: las pensó este talentoso realizador bonaerense, uno que ni siquiera todavía cumple los 40 años. Un creador que ya había sorprendido gratamente a las audiencias, con “El fondo del mar” (2003) y “Tiempo de valientes” (2005). Y que ahora, limadas las asperezas propias de su aprendizaje artístico e intelectual, le devuelve al cine latinoamericano el simple gusto por relatar un sexteto historias, que emanadas de un libreto perfecto, se despliegan en secuencias fílmicas preñadas de vitalidad, oficio y genio creador.


“Un cuentista debe ser valiente. Es triste reconocerlo, pero es así”.

Roberto Bolaño, en Entre paréntesis

Luego de ver la porteña Relatos salvajes (2014), me acordé del chileno Mauricio Wacquez y de su libro Excesos (1971), no tanto porque las historias redactadas por el colchagüino, tengan alguna relación evidente con las escenas que rodó Damián Szifrón. El parentesco lo hice por el epígrafe de William Blake, que bautiza ese texto de tapas verdes de cartón, y que publicó la Editorial Universitaria, en un Santiago tan distinto a este de ahora, que sólo sabemos que existió por objetos como ese: por unas hojas de papel, por unas fotografías, por un video subido en la web.

Relatos salvajes 1

“El camino del exceso, lleva al palacio de la sabiduría”, reflexionó el poeta inglés, y de esa manera, apelando a ese sustantivo que es un sinónimo de hechos y acciones que van más allá de los límites, tituló su segundo conjunto de relatos, el escritor nacido en un pueblo de la zona central de Chile, Cunaco, y que falleció en España hace ya quince años.

Esa forma de conocer el mundo, de interpretar la realidad, a través de las llaves de la desmesura y de lo imposible, es la misma que ha seguido Szifrón desde que debutó como cineasta con El fondo del mar (2003). Un filme que recoge la bitácora de una persecución urbana: la del obseso estudiante de arquitectura, Ezequiel Toledo (Daniel Hendler), quien comienza, a punta de pasión y premunido de un machete, la cacería por las calles de Buenos Aires del cuarentón Aníbal, el rol del hombre mayor con el que lo ha engañado su novia, Ana (otra diseñadora de edificios: la sensacional, en ese entonces, Dolores Fonzi).

Relatos salvajes 2

Relatos salvajes es una pieza de un nivel artístico diferente y superior, al que nos tienen acostumbrados la inmensa mayoría de los directores sudamericanos. Ya su propuesta cinematográfica, avizora horizontes creativos de otra altura. De inmediato, en sus primeros cuadros, nos acordamos de las obras de Quentin Tarantino; de las Histoires extraordinaires (1968), filmadas ex aequo, por Federico Fellini, Louis Malle y Roger Vadim, los que se basaron en los cuentos de Edgar Allan Poe; por el Pier Paolo Pasolini, de I racconti di Canterbury (1972), quien se inspiró, a su vez, en las fábulas del narrador medieval anglosajón, Geoffrey Chaucer. Rememoramos, asimismo, las Short Cuts (1993), de Robert Altman, escritas por uno de los mejores narradores de relatos breves del siglo XX, según Roberto Bolaño: el norteamericano Raymond Carver.

Con ellos dialoga Damián Szifrón, pero también conversa con la fantasía erudita de Jorge Luis Borges, con la tragedia y la infelicidad de Horacio Quiroga, con la miseria y la angustia de Roberto Arlt, con la ironía y la parodia de Juan Filloy, con el romanticismo de Julio Cortázar, con las puertas de salida y las negaciones imaginarias que abre Juan Carlos Onetti. En un match que se dirime con un contragolpe liderado por la elegancia y el dandismo de Adolfo Bioy Casares.

Relatos salvajes 3

El realizador porteño, igualmente, tiende puentes con Woody Allen. En uno de los cuentos, la cámara del director exhibe en un plano general-cerrado, en una escena que se desarrolla en la tramoya de una biblioteca -mientras un padre preocupado (interpretado por Óscar Martínez), se pasea por el espacio abierto entre las estanterías repletas de libros y de discos-, un pack de dvds con la filmografía completa del cineasta autodidacta de Brooklyn.

La cita más obvia que le podemos achacar a Szifrón, en esa “toma”, puede ser la apelación a esa película por contrato que Allen rodó junto a Martin Scorsese y a Francis Ford Coppola, como homenaje para la metrópolis que a los tres ha servido de escenario casi exclusivo de su filmografía: New York Stories (1989). Por el tenor, sin embargo, de ese capítulo de Relatos salvajes, las señales esbozan que se trataría de una referencia a los largometrajes Crímenes y pecados (1989) y Misterioso asesinato en Manhattan (1993), del director estadounidense.

O bien, simplemente, se trata de un homenaje al autor de Annie Hall (1977), porque todo cineasta que graba y escribe sus propios guiones, admira incondicionalmente a Woody, más aún si efectúa esas labores con idéntica altura, en la senda indicada por el maestro.

Los vínculos estéticos del rioplatense, igualmente, cruzan el Atlántico, y se estrechan con los créditos de dos realizadores alemanes contemporáneos: con el posmoderno e iconoclasta, Tom Tykwer, y con el versátil y notable, Fatih Akin.

En especial, porque los tres comparten la visión de la cotidianidad citadina, como una instancia en donde la violencia, el peligro, lo inesperado y el despeñadero existencialista –en cuánto encrucijada que desbarata el sentido de las cosas-, germinan a cada minuto. En la duración de un segundo revelador, al interior de un momento inaudito, en un “montaje” preñado de azar, y por ende, en la posibilidad de innumerables bifurcaciones narrativas y audiovisuales.

Bajo esa perspectiva, al fluir de las seis historias que contiene la película -donde ninguna está enlazada argumentalmente con la otra-, hallamos el siguiente motivo dramático y fílmico. Al lado de cualquier escenario civilizado, postula Szifrón, emergen la barbarie, y por qué no apuntarlo, el espíritu indómito de esta América virgen y ancestral. La crítica del autor hacia el relato impuesto desde Europa, la formulación de un alegato que fustiga al discurso racionalista de desarrollo -propio de la modernidad-, termina siendo, entonces, rotundo y visceral.

Sería aventurado, no obstante, afirmar que estos cuentos serían una suerte de fotorreportaje en movimiento de la argentinidad. La verdad es que podrían transcurrir y ambientarse en cualquier ciudad del hemisferio sur, y en otras tantas localidades de casi los cinco continentes del globo entero. Por ahí está parte de su atractivo. Por allí rastreamos una fracción de sus méritos sobre la alfombra roja de Cannes.

Y lo mejor de todo. Que estas ficciones las escribió un joven argentino, de cuya mente y formación cultural, sólo nos separan la cordillera de los Andes, la pampa, nuestras envidias y prejuicios. Las filmó un director que reclutó a algunos de los mayores actores de su país, mejor dicho, a unos cuantos intérpretes de los que con más sensibilidad declaman sus parlamentos en castellano: a Rita Cortese, a Ricardo Darín, a Nancy Dupláa, a Darío Grandinetti, a Oscar Martínez, a Leonardo Sbaraglia y a Erica Rivas…

Eso, también, explica la razón de que califiquemos a esta película en la órbita celeste y transparente, clara y definitiva, de los “clásicos inolvidables”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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