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«Un huevón más», el cuento chileno del libro «Por amor a la pelota» Adelanto literario

«Un huevón más», el cuento chileno del libro «Por amor a la pelota»

Por amor a la pelota: Once cracks de la ficción futbolera (Editorial Cuarto Propio) es la compilación de 11 cuentos, una especie de equipo latinoamericano, conformado por un representante de cada país miembro de la CONMEBOL, más un invitado de honor, México. A modo de presentación de libro, publicamos el cuento Un huevón más, del escritor chileno Roberto Fuentes.


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Era invierno, y aun así yo estaba sentado en la vereda bajo el nogal. Era domingo también, pues papá y mamá habían salido juntos a la feria de Amengual. Lo único que no tengo claro es por qué me encontraba solo, siendo que a esa hora por lo menos uno de mis amigos debía andar paseándose por el pasaje. En cambio estaba solo y triste. Hacía un par de meses una amiga que quería mucho se había marchado a Estados Unidos y todavía no me escribía. Además, la noche anterior me había doblado el tobillo derecho mientras jugaba a la pelota. Metí la cabeza entre las piernas y sentí un tímido toque en el hombro. Hola, me dijo alguien. Miré hacia arriba achinando los ojos. No era ninguno de mis amigos, era el Pato, un joven con síndrome de Down al que con mis amigos le llamábamos “el mongolito de La Palma”, nuestra población vecina.

Me demoré un poco en contestarle debido a lo raro del asunto. Jamás antes el Pato había estado en mi pasaje. Él tenía unos veinte años, pero parecía de catorce. Era bajo, gordo, casi no se le notaba el cuello, su boca siempre estaba abierta y parecía feliz. Incluso cuando se enojaba se veía contento, como si enojarse o apenarse fuesen para él meras representaciones, como un juego. Hola, le dije. Él estiró la mano y me ayudó a ponerme en pie. Sentí dolor en el tobillo y fruncí el ceño.

–Estás triste –aseguró, y sonrió.

La sonrisa acompañada de ese comentario, en cualquier otra persona me hubiese parecido una burla.

–No, no lo estoy, solo me duele un poco el pie.

Me fijé en que él andaba con chaleco. No hacía tanto frío a pesar de que estábamos a fines de junio. Yo vestía solo polera.

–Mi hermano me dice que cuando uno está triste hay que pensar en algo lindo y se pasa.

El Pato trabajaba con su hermano en la feria. Vendían sandías y melones en verano, y papas y cebollas en invierno.

–¿Por qué no estás en la feria?

–Un domingo va él y el otro voy yo.

Recordé que algunos domingos, cuando acompañaba a mamá a la feria, lo había visto trabajando sin compañía en su puesto. La gente comentaba que el Pato era muy bueno para sacar cuentas. Jamás se equivocaba al dar el vuelto.

–Piensa en algo lindo –me sugirió.

Cerré los ojos y recordé la noche en la plaza junto a Ingrid, mi amiga viajera. Sonreí.

–¿Qué haces acá? –pregunté.

El Pato se empezó a balancear hacia los costados. Lo hacía cada vez que se ponía feliz o ansioso.

–¡Resultó! Mi hermano tiene razón.

–Sí, tu hermano tiene razón, me siento mejor, pero ¿qué haces acá?

En mi tono de voz no había brusquedad alguna. Solo me sentía intrigado.

–Les jugamos un partido.

El Pato se balanceó más fuerte. Le mostré mi tobillo hinchado y él lentamente dejó de moverse.

–Chucha –exclamó, y exageradamente se llevó una mano a la cabeza.

–Yo no puedo jugar, pero mis amigos sí.

El Pato sonrió y me dijo:

–Esta noche, en la plaza.

Hacía un par de meses se había inaugurado la luz artificial en ese lugar.

–No sé.

Recordé que en el último campeonato estuvimos a punto de agarrarnos a combos con La Palma, y que era difícil que entre mis amigos lográramos reunir nuestra parte del arriendo. Únicamente de noche, y debido a la luz artificial, se cobraba por ocupar la cancha.

–Es solo un amistoso, nosotros pagamos la luz –dijo el Pato como adivinándome el pensamiento.

–Bueno –me encogí de hombros.

–Vamos a arrendar la cancha –propuso el Pato con tanto entusiasmo que fue imposible negarme.

Nunca habíamos cruzado tantas palabras. Yo siempre lo veía de lejos. Ellos, los de La Palma, siempre se reían junto a él. Le hacían burlas, es cierto, pero eso era un privilegio solamente de ellos. Si alguien que no perteneciera a su grupo molestaba al Pato, lo defendían a muerte. El Pato era el encargado del club. Organizaba los partidos, reunía a los jugadores y cargaba el bolso con las camisetas. También las lavaba. Él vivía con su hermano, feriante de muchos años, y una hermana a la que pocas veces se veía en la calle. Ella era la dueña de casa y era aún más gorda que el Pato. Los papás habían muerto en un accidente de tránsito cuando el Pato era muy chico. Contaban que el bus, que llevaba a los papás y a la hermana hacia el sur, había chocado de frente con un camión. Murió mucha gente y salió en todos los diarios. La hermana se salvó de milagro luego de permanecer un buen tiempo en coma.

Me sentía raro caminando junto a él. Confieso que me daba vergüenza. Además yo cojeaba un poco y como el Pato caminaba moviendo mucho los brazos, pensé que nos veríamos ridículos. Mis amigos no estaban en la calle y, en general, había poca gente pululando por ahí. Un niño de unos tres años nos quedó mirando muy asombrado. El Pato lo saludó y el niño entró corriendo a su casa.

Llegamos a la casa de don Lito, ubicada frente a la entrada de la multicancha, y golpeamos fuertemente la puerta. El Pato se rascaba la cabeza y cada cierto rato soltaba una risita. Yo me frotaba los brazos. El cielo se había nublado y una brisa fresca empezaba a correr.

Don Lito apareció muy chascón y refregándose los ojos.

– Qué huevada quieren.

–Arrendar la cancha, don Lito –contestó sonriendo el Pato.

–¿A qué hora?

–Entre nueve y diez –dije.

El Pato asintió. Su balanceo me tenía un poco inquieto así que me concentré en la desaliñada cara de don Lito.

–Son quinientos.

El Pato sacó varias monedas, le pasó cinco a don Lito y guardó las otras.

–A las nueve, entonces –balbuceó don Lito, y se dio media vuelta.

–Don Lito, espere –gritó el Pato. El viejo refunfuñó y nos miró–. ¿Me presta una pelota para pegar unos chutes?

Yo no entendía nada. Don Lito entró finalmente a la casa y cerró la puerta de un portazo. El Pato se cubrió la cabeza con las manos y reía. Yo estaba por retirarme y una sombra me hizo agachar. La pelota cayó muy cerca de mí.

–Gracias, don Lito.

El Pato tomó la pelota y entró corriendo a la multicancha. Yo lo quedé mirando. Él pateaba la pelota y la seguía, la pateaba de nuevo y volvía a seguirla. Antes del cuarto chute se detuvo en seco y me buscó con la mirada. Me hizo exagerados gestos para que yo entrara a la cancha.

No me costó mucho convencerlo de que él pusiera primero el arco. Quedamos de acuerdo en que al primer gol cambiábamos de roles. Yo le pateaba la pelota despacio. La pelota era de cuero y pequeña, como las que se usan para jugar baby. La idea era hacerle un gol bonito, sin tener que fusilarlo. De esa manera, también, evitaba el dolor en mi tobillo y demoraba más el momento en que yo tendría que ponerme al arco. Al quinto tiro la pelota se coló en un ángulo. Gol, gritó el Pato.

–Anulado, anulado –dije, y moví las manos negativamente.

–¿Anulado?

–Sí, hice un foul antes de tirar al arco.

–Bueno –dijo contento el Pato–. Soy un gran arquero.

–Un arquero de primera.

Luego de unos cinco minutos volví a embocarla. El Pato repitió el grito de la primera vez.

–El árbitro invalida la conquista por posición de adelanto del delantero –dije imitando el tono de los locutores radiales.

El Pato encontró graciosa mi performance y se rió tanto que le dio hasta hipo. Al rato se atoró y tuve que golpearle fuerte la espalda para que se le pasara.

–Nos falta un árbitro para la noche –dijo apenas se recuperó.

–Que arbitre medio tiempo cada equipo.

El Pato me miró sin entender nada. Le iba a explicar, pero él se me adelantó:

–El Menotti arbitra gratis.

Quise decirle que a mí no me parecía bien la idea, pero él empezó a caminar rápido. Salió de la cancha y lanzó la pelota por sobre la muralla de la casa de don Lito. No me atraía la idea de seguirlo, lo admito, pero empezaba a sentirme responsable de él. No podía dejarlo ir solo donde el Menotti, maricón declarado de la población y que le daba una luca a cada adolescente que se dejase practicar sexo oral.

–¿Sabes dónde vive el Menotti? –le pregunté al alcanzarlo.

–No.

Llegamos a la esquina, lo tomé del brazo y lo hice girar hacia la izquierda. Pasamos frente a mi pasaje y el Perrito nos vio pasar. Me hice el leso. El Perrito corrió a nuestro lado.

–Bonita pareja hacen –comentó mi amigo en tono burlesco.

–Gracias –dijo el Pato, y sonrió.

El Perrito me miraba, apuntaba al Pato y se reía.

–Déjate de huevear y ándate.

–La calle es libre.

–Vamos a la casa de tu “pololo” –dije, y el Pato se rió mucho. No sé si se rió por reír o porque había entendido la ironía.

El Perrito, en cambio, se puso muy serio. Hacía dos noches lo había visto junto al Menotti rumbo al botadero, lugar descampado que se usaba como basurero municipal, y hasta entonces yo no había abierto la boca.

–¿Estará en su casa o en el botadero?–pregunté mirando al cielo.

–Si me sapeas le digo a mi hermano que te saque la chucha –amenazó el Perrito.

Nos paramos en seco. Noté al Pato muy preocupado. El hermano del Perrito era el Coquito Malo, amigo mío también.

–Si el Coquito sabe lo que yo vi, al que le van a sacar la chucha es a ti.

–¿Por qué vas a ver al Menotti ahora y acompañado de éste?

–No te interesa, y ándate al tiro –El Perrito no movió un músculo–. Avísale a los chiquillos que a la noche hay partido.

El Perrito escupió al suelo y se fue, mientras el Pato sonreía aliviado. Él me dio un pequeño golpe en el hombro. Vamos, le dije. Toma, me dijo él, y me pasó una piedra que sacó del bolsillo del pantalón.

–Es para la suerte –agregó–. La besas tres veces seguido y listo.

–¿De dónde sacaste esto?

–De mi pantalón.

–Me refería… Vamos andando, mejor.

Golpeamos la puerta del Menotti. El Pato se balanceaba mucho.

–Espero que diga que sí.

–Nunca dice que no.

–¿Qué quieren? –preguntó el Menotti desde la ventana del segundo piso.

Ambos subimos la vista y a ambos también nos molestó el sol.

–Queremos que arbitre, don Menotti –dijo el Pato.

–Jugamos hoy a las nueve –dije.

–Bueno, allá voy a estar.

El Pato dio un brinco de felicidad. Yo me sentí incómodo. Bajé la mirada y a pesar de escuchar la risa del Menotti me prometí que no miraría más hacia arriba.

–Pasen a tomar bebida –nos invitó el Menotti.

El Pato dio otro brinco y dijo:

–Me encanta la bebida.

–No podemos, tenemos que irnos –dije rápido, tomé al Pato del brazo y nos alejamos de ahí.

–Yo quiero bebida –repetía el Pato mientras miraba cómo lo llevaba tomado.

–En mi casa hay.

–Pero que sea Fanta, con la Coca-Cola me tiro los medios ni que chanchos.

Sonreí y lo solté.

Llegamos frente a la puerta de mi casa y me quedé pensando. No podía hacerlo entrar. ¿Qué les diría a mis papás? ¿Cómo reaccionarían? El Pato me era cada vez menos raro, pero mi familia no lo conocía, solo lo habían visto por ahí y para ellos seguía siendo el “mongolito de La Palma”. Creo que mamá hasta un poco de miedo le tenía.

–Quédate aquí que ya te traigo un vaso.

El Pato asintió y se sentó en la vereda. Antes de entrar a la casa vi cómo él se entretenía siguiendo con la vista a unas hormigas. Subí la escalera muy rápido. Apenas llegué al comedor escuché a la tía Nena que me llamaba desde el living. Fui para allá y aguanté como pude sus largos besos en cada mejilla y sus preguntas sobre mi vida. Contesté con monosílabos y al primer silencio escapé a la cocina. Mamá, muy concentrada, pelaba unos tomates. La bebida estaba sobre el mueble de la cocina. Con total naturalidad tomé la botella y llené un vaso. No era Fanta ni Coca-Cola, era Bilz, pero para el caso daba lo mismo. Salí al comedor y mi abuela Chela me atrapó y me dijo que el almuerzo lo había preparado ella y que, por lo tanto, debía comérmelo todo. Sí, le dije, y traté de esquivarla. Hay una sorpresa, además, me dijo mientras pasaba por un lado. La quedé mirando.

–Compré helado de chocolate, del que más te gusta.

Yo le sonreí y me fui. No tuve tiempo de pensar en lo maleducado que había sido con ella. Salí a la calle y noté, con mucha amargura, que el Pato ya no estaba. Tiré la bebida junto a un árbol, pateé el suelo, me dolió mucho el tobillo, aguanté las ganas de gritar y me entré.

 

Con mis amigos fuimos a la multicancha y cada uno de nosotros llevaba una camiseta roja en la mano, incluso yo, que era solo el entrenador. Doblamos por la calle Araucana y vi al equipo rival que caminaba unos treinta metros delante de nosotros. El Pato iba el último y, como siempre que había partido, llevaba al hombro el bolso con las camisetas. Apenas pueda le explico lo de la bebida, pensé. Llegamos a la plaza y vi las luminarias encendidas. El Menotti y don Lito nos estaban esperando en el centro de la cancha. Sentí unas ganas enormes de jugar y me lamenté por ello. Los equipos se vistieron y yo informé la alineación titular a mis dirigidos.

–El Coquito al arco. El Nino y el Juanito, atrás. Adelante van el Willi y el Álvaro.

–¿Y yo? –preguntó el Perrito.

–Al cambio.

Mi amigo no alegó.

El Menotti llamó a los capitanes. Miré al Pato. Él estaba con su clásico balanceo previo a los partidos de su equipo. A veces palmoteaba y arengaba a sus jugadores. Vamos a ganar, decía. Yo esperaba que se equivocara. En el último campeonato, con el que se había inaugurado la luz artificial, nosotros habíamos perdido cinco a cuatro con La Palma. Ahora era la oportunidad precisa para vengarnos. Nosotros, Los del Cayul, no nos juntábamos con niños de las poblaciones vecinas. Los encontrábamos demasiado pelusas. Por lo mismo nuestros vecinos siempre nos querían ganar. Ellos alegaban que nosotros éramos unos cuicos al peo.

A los cinco minutos perdíamos por dos a cero. El Perrito daba vueltas a mi alrededor y el Pato saltaba de felicidad. En una de las tantas ojeadas que le di me fijé que él sacaba una piedra del pantalón, la besaba tres veces y la guardaba. El Perrito también vio lo mismo.

–Hay huevones y huevones –me dijo.

No lo tomé en cuenta. Esperé que mirara hacia otro lado y yo saqué mi piedra de la suerte y realicé el rito de los tres besos. Antes de un minuto el Nino marcaba el descuento. Bien, dije, y saludé al Pato con la mano. Él me sonrió, luego miró hacia la cancha y empapeló a garabatos a su arquero. Nadie del equipo de La Palma le dijo nada. Antes de que se reanudara el partido, saqué al Álvaro y metí al Perrito. Fue, sin querer, una jugada maestra. El Juanito robó la pelota, se la pasó al Perrito, éste eludió a un rival y pateó al arco desde un metro antes de entrar al área. La pelota no tocó a nadie, por lo que el gol no era legítimo, y solo el Coquito, que por su posición no pudo apreciar bien la acción, celebró el tanto. Para sorpresa de todos el Menotti validó el gol. El equipo rival se fue inmediatamente encima del árbitro. El Pato hervía de rabia y pateaba el suelo. El Perrito se reía con mis amigos y los abrazaba. Nunca fue capaz de mirarme. El Menotti lo estaba regaloneando. Ambos lo sabíamos.

Los palmeños siguieron alegando y rodearon al Menotti. El Pato se agregó al conciliábulo y era el que más garabatos vociferaba. El Nino se acercó de forma pacificadora al grupo y un empujón lo lanzó lejos. El Nino agarró al culpable del empujón y de un solo combo lo tiró al piso. Ahí empezó a quedar la grande. Yo, vil cobarde, me limité a taparme los ojos. Fue un acto de resignación, también. El Menotti se salió de la cancha y los jugadores seguían dándose combos, aunque, cabe aclarar, eran esporádicos, más que nada bravuconadas. Lo que más me llamó la atención fue que el Pato daba empellones a todos mis amigos y ninguno de ellos reaccionaba contra él. Lo ignoraban y seguían haciéndose los chicos malos con los otros palmeños. El Pato hacía el ridículo y me sentí mal. Me acerqué a él y traté de conversarle. Un combo en plena oreja recibí de su parte. No tuve tiempo de pensar (o si no no hubiese hecho lo que hice) y le enterré mi zapatilla en su trasero. Se hizo un largo silencio. La patada la había lanzado con mi pierna mala y el tobillo me dolía mucho. El Pato se sobaba sus nalgas y me miraba asustado. Fue el Richard, el capitán del equipo rival, el primero en irse encima de mí. Caí al suelo y recibí muchos golpes. Mis amigos trataban de defenderme, pero los otros atacaban con mucha rabia.

–Huevón maricón –me gritó uno de ellos.

–¿No ves que el Pato es enfermo? –me gritó otro.

Me quedó dando vuelta lo de “enfermo”. Yo al Pato ahora lo veía sano como un roble. Era distinto, sí, pero nunca enfermo. Una patada en las costillas terminó de golpe con mis cavilaciones.

Por suerte llegó don Lito y todo se calmó. Si algún equipo no le hacía caso a él, jamás podría volver a jugar en esa cancha. Era una regla de oro y se respetaba. Don Lito abrió la puerta y dejó que nosotros nos fuéramos primero. Yo iba cojeando y desde la reja me seguían lloviendo los insultos y algunos escupos. Vi al Pato que se estaba riendo mientras saludaba de mano a don Lito y me sentí mejor.

–La cagaste, Betto –me dijo el Nino.

–Es un huevón más –dije en voz alta, y mis amigos se quedaron mirándome como si hubiese dicho una barbaridad.

Esa noche me costó un mundo dormir. Repasé la escena del puntapié al Pato en varias oportunidades. No alcancé ni a pensar, me decía. Además, si el Pato se mete en una pelea tiene que aguantar las consecuencias. El cuerpo me dolía en distintas partes, pero prometí no contar nada a mis padres. Estaba convencido de que ya había llegado a una edad en que uno se defiende solo. Finalmente me dormí y al poco rato, así lo sentí, desperté para ir al liceo todavía adolorido y con mucho sueño.

 

Esa mañana en el liceo no la recuerdo en absoluto. Salí de clases y caminé a casa con desgano. Lo del Pato no dejaba de darme vueltas en la cabeza. Prometí que le pediría disculpas y que le aconsejaría que se mantuviera lejos de las peleas. Estaba convencido de que me entendería. No lo había tratado tanto, pero en el poco tiempo que habíamos compartido me di cuenta de que él no era un tonto como yo lo había pensado, solo era distinto, insisto, y hasta me parecía que era más feliz que cualquiera de nosotros, los “normales”.

A unas dos cuadras de casa vi al Pato y a su hermano que venían caminando en mi dirección. Cagué, pensé, y se me apretó el estómago. El Lucho, el hermano, venía fumando y a unos diez metros botó la colilla al piso. Él era muy alto, fornido y tenía unos veinticinco años. El Pato, apenas me vio, corrió hacia mí. Me dio un fuerte abrazo que me desarmó entero. El Lucho se detuvo a unos cinco metros de nosotros y miró hacia las copas de los árboles, como si le importara poco lo que estaba haciendo su hermano.

–Anoche empatamos –dijo el Pato–. Tenemos que jugar la revancha.

–Sí, sí, puede ser –con el rabillo del ojo no descuidaba los posibles movimientos del hermano–. ¿Le contaste a tu hermano lo de anoche?

–¿Lo de anoche? Creo que no. ¿Has usado la piedra de la suerte?

Metí la mano en el bolsillo del pantalón y se la mostré.

–Poco. Oye, es mejor que no lo cu…

–Bésala tres veces.

Miré al Lucho y él estaba saludando a un vecino que pasaba por la vereda del frente. Besé rápidamente la piedra en tres oportunidades y la guardé nuevamente.

–Es mejor que no…

–Tú eres mi amigo –dijo el Pato, y sonrió hasta con los ojos.

–Sí, lo soy –le dije, y le estiré la mano. Nos dimos un fuerte apretón–. Más rato quiero conversar contigo.

–Yo te voy a ver.

–Me tengo que ir.

Nos despedimos con otro apretón de manos y con el Lucho nos saludamos con un pálido movimiento de cejas.

–Ese es mi amigo, lo conocí hace poco… –alcancé a escuchar que el Pato le contaba a su hermano.

Yo aceleré el paso.

Llegué a mi pieza, tiré la mochila sobre la cama y el sonido del impacto fue distinto al habitual. Miré atento y noté que un sobre se asomaba por debajo de la mochila. De golpe lo tomé y el corazón me latió a mil por hora. Era Ingrid que me escribía de Nueva York. El sobre tenía una franja azul y roja por todo el contorno, como los sobres aéreos, y en la estampilla se podía apreciar la silueta de dos edificios iguales. Demoré un rato antes de recuperarme del impacto inicial. No me atrevía a descubrir el contenido de la carta. ¿Qué me dirá? ¿Todavía me quiere? ¿Volverá luego? Una vez que obtuve el valor necesario rompí el sobre delicadamente y expuse las esquelas (eran cuatro y estaban totalmente escritas con una letra pequeña y de bonita caligrafía) frente a mis ojos. En el primer párrafo ella me pedía disculpas por no haber escrito antes y me confesaba que se la pasaba pensando en mí. Si yo hubiese sido el Pato en ese momento me habría balanceado tanto que de seguro me hubiese caído al piso. Tomé aire y me dispuse a seguir leyendo.

–Betto, huevón, mírame –dijo alguien desde la ventana.

Era el Nino. Dejé las esquelas sobre la cama y fui hacia la ventana tratando de ocultar mi estúpida sonrisa.

–¿Te escribió la Ingrid?

Asentí.

–Qué bueno, de ahí me cuentas, pero ahora no te tengo buenas noticias.

Lo miré extrañado. Ingrid me había escrito, era una carta larga y en el primer párrafo me decía que se la pasaba pensando en mí. ¿Qué cosa podría ser eso de las malas noticias?

–El Lucho está en la entrada del pasaje esperándote.

Me asomé y lo vi muy quieto paseándose de un lado a otro.

–¿Qué quiere? –pregunté, sin sonrisa alguna dibujada en mi cara.

–Me dijo que te dijera que quiere conversar contigo.

–Ya debe saber lo de la pelea.

–Supongo.

–¿Y el Pato?

–Cuando llegué vi cómo el Lucho retaba al Pato y lo mandaba para casa.

Miré nuevamente hacia fuera y nada había cambiado.

–Estoy frito.

–¿Qué vas a hacer?

–Voy a ir a conversar con él.

–No seas huevón, te va a sacar la cresta.

–No creo que pase nada.

–Yo voy detrás tuyo, por si acaso.

Agradecí con una sonrisa las palabras de mi amigo y volví a la cama. Dejé las esquelas ordenadas sobre el velador y salí al pasaje. Inmediatamente después de cerrar el picaporte, tomé la piedra de la suerte y la besé tres veces, pero en vez de guardarla en el bolsillo del pantalón, la dejé atrapada en mi puño. Vi al Nino que se estaba comiendo las uñas y eso no me dio mucha confianza. Caminé hacia la entrada del pasaje y noté cómo el Lucho dejó de caminar de un lado para el otro apenas me vio. Quise detenerme, pero no lo hice, es más, apuré el paso.

 * Roberto Fuentes nació en Santiago de Chile en marzo de 1973. Se tituló en ingeniería de ejecución en geomensura y luego en construcción civil. Es autor de más de diez libros, entre ellos los tomos de cuentos, Está mala la cosa afuera (Editorial Cuarto Propio, 2002) y No te acerques al Menotti y otros cuentos (Alfaguara, 2003), con el cual ganó el concurso de la revista Paula, y las novelas Puro hueso (Editorial Cuarto Propio, 2007) y La mano pequeña (Uqbar Editores, 2009). Publicó su primer libro de no-ficción en 2012, Síndrome de Down: Historia de un superhijo (Aguilar, 2011). Actualmente trabaja administrando obras de construcción. También es un maratonista dedicado, habiendo logrado terminar trece maratones de 42k. Partidario del Colo Colo, reside en Santiago. “Un huevón más” apareció por primera vez en la antología Uno en quinientos (Alfaguara, 2004).

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