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Crítica de cine: “Vicio propio”, la luminosa fragilidad de las apariencias Un largometraje escrito y dirigido por el realizador estadounidense Paul Thomas Anderson

Crítica de cine: “Vicio propio”, la luminosa fragilidad de las apariencias

El galardonado autor de “Magnolia” y de “Embriagado de amor”, aterriza luego de dos años a las salas locales, con una nueva audacia fílmica de su selecta producción. Con la adaptación de una novela del escritor fantasma y tocayo suyo, T. Pynchon, el director norteamericano vuelve a revelar acá, otras facetas de sus particulares obsesiones audiovisuales: apoyándose en una historia adscrita al “género negro”, desarrolla uno de los lentes más sofisticados que se pueden observar al interior de la gran industria, su reparto es de lujo, su fotografía persigue eternizar los colores y las vibraciones de temas dramáticos tan hermosos y sugerentes como la espera y el recuerdo de un vínculo amoroso, y los sonidos y las melodías de la banda sonora, emergen en un factor artístico de valor por sí mismo a considerar. En suma, una cinta imperdible.


“Maldecirás, lo imagino. Venga, amor mío, coge el avión, coge el cohete interplanetario, la alfombra voladora. No veo el momento. No puedo más. Ven, tesoro, te lo juro, seremos infelices”.

Dino Buzzati, en Las noches difíciles

VICE_Poster70x100El misterio de la luz. En esa frase, puede resumirse gran parte del imaginario estético que simboliza la filmografía de Paul Thomas Anderson (California, 1970): su cámara siempre plantea esa interrogante, casi hermenéutica, casi esotérica. El resplandor del sol, y un rostro humano sobre el cual brillan esas intenciones audiovisuales, en una fotografía equivalente a la configuración de una idea técnica, tanto metafísica como dramática. Así, se repite con precisa claridad, desde las primeras escenas de Embriagado de amor (Punch-Drunk Love, 2002), hasta llegar, en esta ocasión, a las secuencias inaugurales de Vicio propio (Inherent Vice, 2014).

Este último largometraje –cuya valoración nos reúne en los siguientes párrafos- se halla lejos de constituir la película de ficción más lograda de su director. Ese adjetivo, corresponde, lo creo convencido, a su bella Magnolia (1999), esa pieza coral que es una suerte de manifiesto cinematográfico de su realizador, y donde lo fantástico, la dimensión enigmática de lo real, el sentido del tiempo y de la espera, la pesadilla del miedo y de la muerte, alcanzan su máxima expresión en un lenguaje construido en base a fotogramas, en un relato contado a través de imágenes.

Vicio propio se encuentra ambientada en la California de 1970, según los parámetros entregados por el autor de la novela que inspiró el texto del libreto, el escritor Thomas Pynchon (1937), como por la adaptación efectuada por el mismo Anderson. Y tanto en el filme como en el crédito literario, el foco de atención se dilata sobre las andanzas del investigador privado, Larry “Doc” Sportello (interpretado por el actor Joaquin Phoenix), en su bitácora sentimental y en sus relaciones con los poderes políticos y policiales de la costa oeste norteamericana, por los inicios de esa conflictiva década anotada.

Si bien este personaje, no llega a las cotas artísticas, de otros “históricos” detectives del género negro cinematográfico (me refiero a los trasladados a la pantalla grande, desde las páginas de los libros de narradores como Raymond Chandler o Dashiell Hammett, por ejemplo); su manifiesta complejidad psicológica, así leída en el relato “madre”, como observada en las secuencias de la película, nunca deja de cautivarnos la atención este hippie, y de forjar una especie de identificación –en los espectadores- con su soledad (una cualidad de cualquier “perro de caza”, que se precie de tal), con sus contratiempos profesionales, además de con sus necesidades y carencias afectivas y emocionales.

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Ese punto, de hecho, es uno de los expresados con más fuerza audiovisual, en esta séptima obra de ficción, debida a Paul Thomas Anderson. Una situación que se observa, especialmente, en dos escenas de consumada belleza, gracias a los movimientos de la cámara, y de la composición fotográfica de sus cuadros. La primera de las secuencias: “Doc”, recibe una postal en clave de su antigua novia -debido a la cual, dicho sea de paso, se da comienzo a la pesquisa investigativa que estructura la trama del guión-; entonces, el personaje de Phoenix lee la tarjeta, y reconoce en ésta, los códigos ocultos que guardan las palabras: la referencia y el recuerdo, a una tarde, de sol y de lluvia, por las calles de San Bernardino, en California., en busca de drogas y de estupefacientes, pero también de besos, abrazos y caricias colmadas de ternura.

La escena es magnífica, aquí su descripción: La compañera de Sportello (de nombre Shasta Fay Hepworth, en el argumento diegético (de la ficción), y encarnada por la actriz inglesa Katherine Waterston), corre por la vereda, y el lente la sigue en un pausado traveling de plano general-cerrado, el foco miran los desplazamientos de su cuerpo esbelto, y acoge al cielo entre nublado y crepuscular, y a la lluvia incipiente que se apodera del ambiente. Fuera de campo, se escuchan los pasos y la voz del detective: emerge la figura de “Doc”, se detiene la cámara, y el vidrio registra un abrazo cariñoso y feliz, entre la pareja, mojada y húmeda por el agua. La luz se encuentra “satinada”, nostálgicamente degradada en su intensidad, y la bóveda reverbera y evoca sentimientos propios de la pasión amorosa entre dos seres humanos: la fotografía, así, rebosa bondad, plenitud y comunión.

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Hacia el final de la cinta, acontece la otra secuencia citada. Se reiteran los personajes, y el tópico de la memoria y los instantes de la entrega sentimental, manifestados por un hombre y una mujer: el atractivo físico de la Waterson (propio de una modelo), y la alegría espontánea del investigador privado. Todo está situado en el pasado, pero Paul Thomas Anderson quiere decir algo: la imagen muestra sus mejores armas, precisamente para aquello: recalcarnos que la línea del tiempo cede ante ella, y que las regalías técnicas de esos fotogramas, señalan la importancia intrínseca de los mismos, en la totalidad del largometraje. Pues este filme, aunque no lo parezca ni de lejos, resulta, ante cualquier pronóstico, la invocación de un amor inexistente, destruido en la realidad, pero vivo, fuerte y presente, dentro de la memoria, de las ilusiones y de las esperanzas del excéntrico protagonista.

Por su adaptación de la novela homónima de Pynchon, el cineasta compitió con su libreto, por el Oscar 2015 en la categoría respectiva. Y la verdad es que la calidad de la traslación se evidencia en la presentación del montaje: una historia que puede dar la impresión de inconexa a vuelo de pájaro, pero cuyo trasfondo de situaciones y nudos paralelos, queda expuesta de una manera lógica y virtuosamente unida, sin requisito, inclusive, de haber leído previamente, la invención del mítico narrador neoyorquino.

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En efecto, Vicio propio es una cinta que destaca por una serie de aspectos audiovisuales, privativos a una realización cinematográfica: ubicables desde la categoría dramática del guión, la puesta en escena, el diseño de vestuario, hasta en las interpretaciones del elenco actoral, integrado por algunos de los nombres más respetados de Hollywood: los descritos Phoenix y Katherine Waterston, Josh Brolin (como Christian F. “Bigfoot” Bjornsen), Benicio del Toro (Sauncho Smilax), Reese Witherspoon y Owen Wilson.

Como es una característica suya, en la filmografía de Paul Thomas Anderson, los temas del soundtrack, las elecciones de la banda sonora, adquieren una relevancia que va mucho más allá del simple acompañamiento auditivo: acá, la música, se ajusta a un tópico que señala emociones, a veces un clímax dramático, y en otras oportunidades, que otorga la relevancia y un sentido estético, a escenas que podrían aparecer como intrascendentes o sin peso argumental alguno.

Si en Magnolia, las letras y las canciones interpretadas por Aimee Mann, adquirían los rasgos de un característica esencial en el desenvolvimiento fílmico y narrativo de la trama, o si en Petróleo sangriento (There Will Be Blood, 2007), igual ocurría con el Concierto para violín, de Johannes Brahms, o si en Embriagado de amor, idéntico rol lo cumplían las composiciones originales del desaparecido Harry Nilsson; en Vicio propio, ese papel de bisagra, que marca el paso de un motivo visual a otro, de una fase secuencial a otra distinta, aquí lo efectúan temas populares como Sukiyaki (Kyû Sakamoto), Never My Love (The Association), Dreamin’ On a Cloud (The Tornadoes) y Rhythm of the Rain (The Cascades), entre varios títulos.

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Así, el recién estrenado largometraje de ficción de este talentoso realizador norteamericano, constituye un filme que no dudamos en calificar de “hermoso”: no sólo por esas variantes audiovisuales que hacen de sus prerrogativas una obra distinta y muy superior a bastantes que desbordan nuestra cartelera y las parrillas programáticas de festivales y muestras cinematográficas; sino, también, por el simbolismo subterráneo que encierran sus diálogos y parlamentos, amén de la conformación artística de sus encuadres: que detrás de la realidad aparente, se verifica esa perspectiva sentimental, mucho más verdadera, delineada por los sueños, los anhelos y los deseos humanos; como si detrás de los colores, fuese posible palpar la luz de nuestras puras y sinceras aspiraciones, como si debajo de los adoquines y del cemento, se hallase, simplemente, la playa de una fantasía, la luminosa fragilidad de las apariencias, los límites de una estrecha medianera.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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