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Crítica de cine: “La mansión Nucingen”, alucinaciones europeas en el campo chileno

Crítica de cine: “La mansión Nucingen”, alucinaciones europeas en el campo chileno

Conocida la afición del desaparecido Raúl Ruiz por la literatura francesa (recordemos su festejada versión de “En busca del tiempo perdido”, de Marcel Proust), la presente traslación libre realizada por el autor, de una nouvelle de Honoré de Balzac (otro clásico galo), exhibe las obsesiones estéticas y fílmicas de su última etapa: el escenario audiovisual de la provincia decimonónica y de principios del siglo XX, y la verificación de lo inaudito y de lo sobrenatural, en la cotidianidad de sus personajes.  


“Pienso que estamos en el callejón de las ratas / donde los muertos perdieron los huesos”

S. Eliot, en La tierra baldía

Seis años después de su estreno parisino, se instala en nuestra cartelera una de las últimas cintas que alcanzó a rodar el director nacional Raúl Ruiz Pino (1941-2011), antes de su fallecimiento, debido a un cáncer hepático: La mansión Nucingen (La maison Nucingen, 2008), largometraje basado en una adaptación de la obra homónima de Honoré de Balzac, una pieza literaria menor dentro de su corpus clásico, pero que se encuentra inserta en el ambicioso ciclo novelístico conocido como La comedia humana.

En relación con el resto de la filmografía de Ruiz, el título que analizamos representa una cierta disonancia de tópicos estéticos, y también en cuanto a su calidad técnica y propiamente cinematográfica: si la adaptación balzaciana del creador chileno, coloca a sus personajes en un viaje desde Europa hacia Chile, con el fin de compenetrarlos en el mundo de lo “terrorífico maravilloso”; los resultados artísticos y de factura audiovisual, de este producto, sin embargo, distan de ser los mejores y los más adecuados.

La mansión 6

 

Ambientada en una casa patronal ubicada en la zona del valle central (San Francisco de Mostazal, VI Región), La mansión Nucingen relata la historia de un joven matrimonio alemán que llega al país para tomar posesión de una gran propiedad, al parecer, recibida en herencia por el integrante masculino de la pareja (de nombre William Henry James III, y cuya interpretación estuvo a cargo del actor germano Jean-Marc Barr). Este último, un profesional con presencias estelares en emblemáticas producciones europeas de los años ’90, tales como Europa (1991), del polémico Lars Von Trier, y Rompiendo las olas (1996), del mismo realizador danés. El papel de su “esposa”, en tanto, corre por cuenta de la francesa Elsa Zylberstein (Anne-Marie, en la ficción). Ambos, en la línea de la corrección y de un buen nivel, en lo que se refiere a su performance frente a la cámara.

Esos son los elementos escénicos y dramáticos, con los cuales Raúl Ruiz intentó desplegar un llamativo tópico estético-fílmico del viaje europeo, con punto de destino en Chile, Sudamérica. La añoranza por el centro cultural lejano, al cual se imita en el decorado, las formas y en el diseño de los interiores de las antiguas casas, como esta hacienda Nucingen, enclavada en pleno latifundio criollo, y habitada por seres espectrales y al borde de la locura. Siempre queda la duda, por lo menos.

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La fórmula audiovisual que adopta el creador nacional, con el propósito de expresar ese trama de terror y apariciones fantásticas –aparte del simbolismo de lo que significaba para él la tramoya de la zona rural chilena- radica en sus acostumbrados movimientos de cámara (planos secuencias), no aplicados en demasía, debido a la opción por filmar cuadros cerrados, que transcurren casi exclusivamente en las dependencias de la imponente mansión: el foco se desplaza, pero los personajes se encuentran detenidos y el espacio físico también, como si el tiempo creciera y avanzara, sólo a través de esos travelling, cuya esencia, en última instancia, explaya toda una reflexión del concepto que implica crear una cronología y sus reglas diegéticas (de mentira), dentro de los encuadres fotográficos de un lente. En suma, una poética del cine, en la completa acepción del término estético, y por supuesto, semántico.

El reparo, es que en esta oportunidad, Ruiz sólo despliega esa táctica y estrategia en contadas ocasiones, las necesarias, y la belleza de ciertas “tomas” exteriores (un cielo rojo, ensangrentado por el atardecer, por ejemplo), no alcanzan a compensar esa sensación de estar observando –mientras transcurren los minutos de La mansión Nucingen– un crédito rodado y pensado para la televisión. Uno puede apostar a que subyace algo “teatral” en esa formulación (por cierto lenguaje gestual y corporal que se aprecia en el trabajo de los actores), pero el aire de set y de estudio de grabación que trasmite la cinta, concluyen por confirmar ese razonamiento y juicio: de que durante 87 minutos, estuvimos mirando una película cinematográficamente insatisfactoria, sólo salvada, por el talento, la intuición artística y la genialidad, del realizador nacido en Puerto Montt hacia 1941. Una versión menor de lo que hizo el director, sin ir más lejos, en los capítulos de La recta provincia (2007).

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El aspecto de mayor importancia, bajo ese prisma crítico, lo constituye el hecho (por parte del equipo creativo) de haber utilizado como escenario para su proyecto de adaptación, al campo chileno; con la finalidad de componer, en imágenes y secuencias, un argumento literario de terror, escrito por uno de los narradores más influyentes de los últimos 250 años, a nivel mundial: el francés Honoré de Balzac (1799-1850). De lo siguiente, poco la verdad.

Lo que anotamos resulta un hecho extrañísimo, si nos detenemos en esta realidad: que en su etapa final, Raúl Ruiz agregó dos filmes sensacionales a su trayectoria: Klimt (2006) y Misterios de Lisboa (2010), y que justo a la mitad de ese trecho, rodó el crédito que en estas líneas nos ocupa.

No obstante, insisto en un especial ángulo de perspectiva dramático, para este comentario: la noción de los viajeros y de los trasplantados, en pos de la añoranza y la de melancolía por el Paraíso terrenal perdido y extraviado, al otro lado del océano (el aporte del autor chileno a esta traslación literaria-fílmica). La remembranza por lo europeo, en el espacio de la urbe o en la inmensa latitud agreste de la campiña sudamericana. La expectativa por volver, por regresar a un origen cultural, sociológico y geográfico, de las almas y espíritus en pena.

En el arte de esta parte del mundo, el tema ha sido recurrente para las mentes narrativas y escriturales, bástenos citar a los argentinos Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y a Manuel Mujica Láinez, y al colombiano Gabriel García Márquez. Pero en el cine, los apellidos que han meditado en torno al diagnóstico, se agotan rápidamente: el mexicano Arturo Ripstein (genial adaptador de novelas emblemáticas de nuestros países), y, ¿quién más? Quizás, ahora, sumémosle a Raúl Ruiz, un director al que no sólo le permitieron los franceses transformar en secuencias dramatizadas, la obra del inmortal Proust, sino que, más encima, le autorizaron escenificar un libro de Balzac, en Chile, al lado del Estero Troncó (ese riachuelo que se ve desde la carretera y los vagones de tren). Una oda al genio, sin ser éste, para nada, su mejor poema.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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