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Crítica de cine: “Steve Jobs”, la trastienda de un mito imposible

Crítica de cine: “Steve Jobs”, la trastienda de un mito imposible

El director inglés Daniel Boyle (el autor de “Trainspotting”), expresa en este filme –a primera vista un crédito sencillo, por sus códigos de realización-, una elaborada síntesis ideológica y de principios: montaje que utiliza distintos géneros audiovisuales, el uso de ambientaciones estrechas y cerradas (en una estética casi teatral), y las deslumbrantes actuaciones de Michael Fassbender y de Kate Winslet (ambos luchan por un Oscar), a fin de recrear la biografía del desaparecido magnate de la industria computacional.


“Lo formé de nuevo; / con ruinas de estrellas hice mi universo”.

Friedrich Nietzsche, en Sus mejores versos (edición de Francisco A. de Icaza)

El instante previo a cada presentación de un nuevo producto informático: esos son los cuadros escénicos elegidos por Danny Boyle (Manchester, 1956), para ficcionar sobre las etapas claves en la vida del fallecido Steve Jobs (1955-2011), el famoso cofundador de Apple y el multimillonario empresario del rubro tecnológico: la cámara se detiene en un día de 1984 (lanzamiento del Macintosh), en otro de 1988 (exhibición de la NeXT Computer, también llamada “El Cubo”), y finalmente en una jornada de 1998 (en el corte de cinta para los ordenadores iMac, luego de que el exitoso gestor regresara a la compañía, que él mismo ayudara a levantar a mediados de la década de 1970).

Son tres momentos cinematográficos, diseñados con una hoja de ruta práctica y ambiciosa, que transcurren mayoritariamente en las habitaciones donde el emprendedor preparaba sus eventos masivos de divulgación computacional (los llamados camarines). Y en ese espacio reducido y simbólico, el realizador británico, sirviéndose sólo de los diálogos y de las situaciones previstas para coyunturas como aquellas, pasa a desentrañar el sinnúmero de detalles biográficos y psicológicos, que hacían del nacido en San Francisco, California, además de un personaje clave de la era cibernética, un ser humano carente y errático en sus afectos, enigmático en sus decisiones laborales, y difícil en el trato personal con quienes le rodeaban.

Por ello, las actuaciones de Michael Fassbender (Jobs) y de Kate Winslet (quien encarna a su secretaria de siempre, Joanna Hoffman), resultan demasiado importantes. Al adoptar Boyle la opción por restringir los ambientes escénicos a unos límites, en alguna medida tan abstractos y conceptuales, gran parte del desarrollo narrativo del largometraje, termina por apoyarse en la calidad de las interpretaciones que ofrece el reparto, especialmente encima de la responsabilidad, de los artistas mencionados más arriba.

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Así, y exigidos por la diversidad de ángulos que ofrece un primer plano, tanto el rol protagónico (quien compite por el Oscar masculino para el mejor actor principal), y el papel que le acompaña (que disputa la estatuilla al mejor desempeño secundario y femenino), representan un ejemplo de corporalidad directa, y de un lenguaje real y fílmico, a fin de comportarse frente a una cámara: parlamentos expresados con naturalidad imitativa (de sus cánones en la realidad), y la capacidad de crear, con gestos físicos y simples declamaciones, la posibilidad de un mundo fuera de lente, ajeno al campo del foco y de su registro.

En efecto, los trabajos de Fassbender y de Winslet, estelares y apremiantes, estimulan un cosmos narrativo, y un relato coherente y entendible, que se basa exclusivamente en el talento de ambos, pues la factura del guión, en esta ocasión, no supera la medianía -en sus prerrogativas y condiciones- tanto literarias como argumentales. No existen conversaciones para el recuerdo, ni diálogos ni frases para memorizar. Pero sí una carta de navegación clara, sólida y un sendero trazado con decisión creativa.

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De esa forma, esos tres núcleos escénicos (compuestos en algunas oportunidades por infinitos y sobrios planos secuencias), están unidos por un montaje de estilo documental, cuyo propósito, amén de entregar un respiro dramático, en esos parlamentos agotantes; nos recuerda la destreza de eximio contador de historias audiovisuales, que ha poseído Boyle a lo largo de su carrera, y aportan, desde luego, a la versatilidad cinética de esta pieza singular, y de su atendible propuesta fílmica.

La plasticidad teatral del encuadre y de la puesta en escena, rastreables en Steve Jobs (2015), apelan a esa frialdad de recursos que es fácil de encontrar en la régie de otros cineastas británicos como Mike Leigh, Stephen Frears, y su tocayo Daldry: perspectivas imperceptibles, iluminadas por luces anodinas y pedestres, pero abarcadoras de otras acciones mucho más complejas, las que pueden imaginarse dentro de una trama en apariencia sencilla, pero que esconde resonancias sutiles y profundas, al interior de su estructura dramática. Una de ellas, la intimidad frágil y carente, de ese empresario triunfador y mítico.

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Aunque afirmábamos que el libreto se hallaba lejos de constituir un epígono en la materia (está inspirado en el libro biográfico de Walter Isaacson), resulta obligatorio consignar la funcionalidad de este elemento, a la hora de relatar con agilidad y en pocas escenas, desde la complicada esfera personal de Jobs, frente a una carrera laboral pletórica de portadas en la prensa y de millones de dólares en su cuenta bancaria, hasta el estigma de ser un hijo adoptivo, que se negaba a reconocer a su primera hija. De hecho, la película se centra en retratar la relación que tenía el magnate con esa descendiente inaugural, Lisa Nicole Brennan-Job, antes que focalizar la atención del relato en la vida marital (según los involucrados, feliz) que mantuvo con su única esposa y heredera, la estadounidense Laurene Powell.

Y mientras se desarrolla esa contraposición de una privacidad tortuosa, con el triunfo que no vemos (eso transcurre en el fuera de campo y en las imágenes documentales del montaje), el filme tiene la gracia estratégica de dar a conocer esa faceta de Steve Jobs, mediante las discusiones con la novia de juventud que le reclama por su primogénita Lisa, sus roces con esa misma niña, posteriormente adolescente, los cambios de pareceres y reconvenciones con su asistenta eterna (Winslet), y las disputas y diferencias irreconciliables que fracturaron los vínculos que tuvo con sus diferentes manos derechas en Apple: John Sculley y Steve Wozniak.

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Al referirnos a esa reflexividad (cita) teatral (que va más allá de la disposición escénica del espacio cinematográfico), lo hacemos, también, por esa intencionalidad de la realidad ignota que determina, imaginariamente, los enfrentamientos dramáticos al interior del plano que nos indica la cámara: el protagonista tiene el mundo a sus pies, y eso sólo se atisba por el trasfondo de las conversaciones entre los personajes, y el ruido que hacen los asistentes a esas presentaciones en donde se definían, por los próximos cinco años, las tendencias y direcciones del mercado de las computadoras y de las telecomunicaciones, de uso masivo y personal. Proveer al espectador de ese entendimiento, con códigos audiovisuales mínimos (los movimientos de cámara aquí son sólo los correctos), requiere de talento, de audacia, y de seguridad en los procedimientos narrativos que se desean seguir.

Steve Jobs es un buen largometraje: intenso y “pesado”, como seguramente lo fue el hombre que lo inspiró, que lejos de ser un inventor genial (el filme, de hecho, cuestiona aquello), intenta mostrar al ser humano insatisfecho, infinitamente despojado en sus emociones, pero que tuvo la fuerza, desde esa orfandad, como aquel ciudadano Kane, de Welles, para construir y visionar un imperio económico y productivo, de alcances y de poder insospechados.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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