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Crítica de cine: “Fuerza mayor”, tendré que ocultarme o que huir Una película de  Ruben Östlund

Crítica de cine: “Fuerza mayor”, tendré que ocultarme o que huir

El Centro Arte Alameda exhibe este largometraje sueco de ficción, nominado a un Globo de Oro como mejor largometraje de habla no inglesa, en la temporada pasada (2015). Con una cámara que teoriza audiovisualmente sobre la acción de las fuerzas de la naturaleza, como catalizadores de conflictos afectivos y de pareja, el título es una obra dramática de alto vuelo creativo e intelectual, provisto de actuaciones que encarnan de gran manera el clímax de la sorpresa y el descubrimiento, acerca de quién es verdaderamente la persona con la cual se decidió acompañar las horas conyugales.


“Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo”.

Jorge Luis Borges, en El oro de los tigres

Se escucha el concierto N° 2, de Antonio Vivaldi, el segundo movimiento de Las cuatro estaciones, la dedicada específicamente al “verano”, de aquella famosa partitura compuesta por el músico veneciano: esas melodías son el preludio perfecto para que se inicie la trama de Fuerza mayor (Turist, 2014), el cuarto crédito de ficción del cineasta sueco Ruben Östlund (1974), y una pieza, sin duda, importante del panorama filmográfico europeo actual.

Un joven matrimonio, que llega a pasar sus vacaciones de invierno a un exclusivo centro de esquí, en compañía de sus dos pequeños hijos. El cielo traslúcido, el sol ineficiente, el viento, una terraza, y de pronto, una ilusión, el espasmo y la ficción de una avalancha que nunca sucede en sus efectos. Una reacción no esperada por parte del padre de familia (Tomas, interpretado por el actor Johannes Kuhnke), y surgen las dudas, la tensión, la interrogante, el grosor de un nudo dramático, y para la esposa, Ebba (personificada por la noruega Lisa Loven Kongsli), ya nada será lo mismo, en relación a la idea y concepto humano y viril, que se había forjado mentalmente, y que tenía, en torno a su cónyuge.

Anotamos, entonces, dos motivos audiovisuales de preponderancia: el color de la nieve, y la poderosa música de Vivaldi: una registra el “celuloide” en blanco donde se escribirá una historia, y podría derrumbarse o redimirse un amor; y el elemento sonoro, que adelanta la turbación, el desequilibrio, y la inestabilidad por venir, en un desorden de imágenes, que se configurará en el espacio fílmico, mediante la inofensiva avalancha -aunque de apariencia feroz-, y luego el inverosímil (e instintivo) comportamiento de Tomas, ante la circunstancia de ver a su esposa e hijos, en hipotético peligro de muerte.

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Luego, esa escena de ámbito infinito, realiza una traslación argumental hacia una consecuencia íntima, cerrada, devastadora y espiritual: los cuestionamientos e imprecaciones, a desarrollarse en las locaciones de una habitación de hotel, en el comedor de un restaurante, o en una anónima sala de estar, y propias, por lo demás, de una relación de confianza fracturada.

El mapa de la posibilidad que simbolizaba una montaña inmaculada, deviene, así, en el siguiente tópico fílmico: el de las fuerzas de la naturaleza como gatilladoras, e  impulsoras, de un conflicto interno, emocional, y afectivo, entre la pareja matrimonial, hasta ese momento en plan de vacaciones y felicidad conyugal. En efecto, la cámara y el montaje muestran constantemente esa dicotomía: por una parte las cimas puras, abiertas a cualquier destino y final, y las habitaciones y los pasillos sin identidad, testigos silenciosos de los llantos y de las dudas vitales, que enredan los lazos de la joven familia.

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El clímax dramático, de esa forma, se desenvuelve en los parámetros de un melodrama psicológico, en la mejor tradición del cine escandinavo: un acontecimiento cotidiano fractura y triza, a la manera de una avalancha, los cimientos morales y sentimentales, encima de los cuales yacía establecido, ese vínculo filial y erótico. Códigos como el compromiso, la lealtad, la fidelidad, el rol de los hijos en la intimidad de una pareja, el nacimiento de un amor, y su duración en el tiempo, pasan a protagonizar la cinta, a través de los diálogos, las conversaciones y gestos de diverso cuño, humanizados por el talento del elenco.

En ese continuo contraste fotográfico, de rincones apretados (los dormitorios), y montículos elevados, el director despliega su estética cinematográfica: el de una crisis familiar, tratada por una cámara que busca encuadrar ese conflicto ético, a la luz de una concepción y perspectiva audiovisual, que ubica a los protagonistas, en esa enormidad geográfica y niveles de altura, imposibles de abarcar, pero sin embargo examinadores, a través de su soledad esencial, de una idéntica orfandad y sentimiento, presentes en la interioridad de los personajes.

Fuerza mayor es una película acerca del amor, ya lo dijimos, y de su incapacidad de concretar una comunión eterna, en una régie, donde, paradójicamente, predominan la sensación de que cualquier cosa, evento, o cambio, puede ocurrir y acontecer: hasta, créanme, lo hermoso, lo infinito, lo perenne y lo trivial. Y también, por supuesto, la redención de esa familia, en su lucha por sobrevivir (amorosamente), más allá de los contratiempos, y de los golpes e inclemencias, de los fenómenos naturales.

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La música de Vivaldi (la cinta de divide en cuatro días, sin ir más lejos), y un montaje cinematográfico construido en base a una dinámica de ambientaciones anchas, circunscritas y estrechas, con el fin de facilitar una sensación y una reflexión audiovisual, en torno a las sorpresas y a las expectativas truncas, que pueden acaecer sobre la cotidianidad elemental, de un joven matrimonio, que se halla, al igual que las melodías que se escuchan a través de la belleza del soundtrack, en el verano de su vida sentimental, sexual y conyugal.

Así como sube una montaña, se le desciende: con sumo cuidado, audacia, y la persistencia siempre probable de la victoria ante uno mismo. Tomas y Ebba realizan esa proeza audiovisual, con la certeza de que la salvación de su matrimonio, se instala en un mapa cierto e imaginario al mismo tiempo. Una latitud en la que rondan una mano amiga, una actitud de contención, una conversación amena, o el simple acto de levantar a la esposa levemente lesionada en los brazos, y alzarla como si se tratase de un trofeo, y de un evento rítmico, inmortal, y a la vez ritual: y claro, ya conocemos a quién tenemos verdaderamente al lado y la “amenaza” que eso representa, y lo dice Borges: “Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir”.

 

 

 

                

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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