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Crítica de cine: “Al final del túnel”, pasos en el vacío Una película de Rodrigo Grande

Crítica de cine: “Al final del túnel”, pasos en el vacío

Este thriller policial argentino tiene los elementos suficientes para alzarse como un crédito que será retenido en la bitácora: buenas actuaciones, una excelente fotografía, y una tensión dramática que mantiene en vilo al espectador hasta el último cuadro de la trama. Los logros de su factura final (audiovisuales, interpretativos y argumentales), recuerdan los trabajos de otros realizadores trasandinos: de Damian Szifrón y del desaparecido Fabián Bielinsky, y advierten sobre la supremacía indiscutida de la industria rioplatense, en el concierto fílmico hispanoamericano.      


“¿Qué queda de nuestros antiguos amores, con los que enriquecemos la memoria?”.
Dominique Fabre, en Fotos robadas

Antes que nada: Al final del túnel (2015) es una cinta sobresaliente. Y a partir de ese juicio, es que debemos elaborar una explicación coherente, en torno al largometraje de Rodrigo Grande (Rosario, Argentina, 1974). Así, lo primero: su estructura dramática, creadora de una historia electrizante, que combina elementos audiovisuales y literarios propios del “cine negro”. Un peculiar triángulo amoroso, la gesta de un crimen gigantesco e imposible, la irrupción de un extravagante inconformista: y cierta tristeza tenue, de la mano de una posibilidad y puerta de salida, que se abren.

Protagonizada por Leonardo Sbaraglia, Pablo Echarri y la actriz española Clara Lago (se trata de una coproducción con la península), el filme transita por un plan audiovisual que se ambienta en límites escénicos cerrados y pequeños: los interiores de una cómoda y amplio chalet bonaerense, y una bodega vecina y contigua, que es el lugar donde una banda de asaltantes intenta dar el golpe delictivo de sus biografías criminales. La idea es construir un atajo subterráneo, y así ingresar a la bóveda de un banco y saquear sus estantes y cajas fuertes.

En ese esqueleto dramático, uno calcificado en base a intrigas, suspenso, traiciones y expectativa transgresora, la cámara se desliza a través de planos en donde la luz, sin ser especialmente brillante ni quemada, se trasluce matizada por la pronta e imprevista caída de la lluvia, del agua, y de un diluvio que lo arrastrará todo, y que finalmente se transformará en el tópico escénico y argumental, de la cinta.

La actuación de Leonardo Sbaraglia (Joaquín), reafirma que se presencia a uno de los mejores intérpretes hispanohablantes de la actualidad: sus registros son diversos, su composición es riquísima (a diferencia de la de su compatriota y colega Ricardo Darín, por ejemplo), y su talento y condiciones naturales, le permiten trabajar al otro lado de la cordillera y en España, sin ningún tipo de problemas y dificultades: es un artista de talla internacional, en el complejo y profundo sentido del término. Pablo Echarri (Galereto), y la sugestiva Clara Lago (Berta) son acompañantes que no decaen y que le ayudan al primero (Sbaraglia) en este propósito: hacer de Al final del túnel un producto simbólico atractivo, y de peso estético y audiovisual.

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El argumento de la película exige que los actores se esfuercen al máximo: los primerísimos planos serán la marca registrada de la dirección de fotografía, y si el cielo o el exterior se exhiben, será sólo para indicarnos que la eclosión de un fenómeno natural como la lluvia, se encuentra íntimamente relacionado con el desenlace de la acción cinematográfica, y luego hermenéutico y emotivo del relato fílmico.

Porque el cuarto largometraje de ficción de Rodrigo Grande, también es un título que aborda nudos y temáticas de largo alcance humano y psicológico: la búsqueda interminable del amor, la presencia eterna del deseo erótico y sexual (pese a la invalidez física o a la vejez), el secreto de la seducción femenina, y la majestuosa personificación de las segundas oportunidades. El libreto (escrito por el mismo director), equivale a la calidad y el tenor literario de una novela: secuencialidad fluida y llena de contenido, un montaje concebido inicialmente, en la mente germinal del pensador de imágenes y fotogramas en movimiento.

El guión, en efecto, desarrolla el conjunto de cuadros que caracterizan y otorgan identidad al llamado cine noir: existencialismo, marginalidad, vidas destruidas, añoranza por un pasado idealizado, persecución de una quimera que sólo resplandece en pequeños triunfos, que permiten, nada más, seguir respirando en el ahora, por el momento, en el instante.

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El uso del factor lumínico –algo ya dijimos sobre aquello- es el principal elemento que consiente las prerrogativas cualitativas de esta cinta: una luz de trópico (algunas escenas se rodaron en Tenerife), de agobio psicológico y espiritual, cuya fisonomía se confunde con las espesuras internas de los protagonistas y el viento pesado que arriba, cargado de pesares, les sacude desde el océano Atlántico: frustración, engaño, mentiras, máscaras que ocultan rostros, miradas que esconden segundas, terceras, cuartas y hasta quintas intenciones. Si parece una novela de William Faulkner.

Y lo sorprendente es que en esa ir y venir de situaciones al límites, también se develan miserias y dolores humanos: las de Joaquín, el paralítico sin familia, dueño de una casa confortable, pero acosado por las deudas financieras y el despojo de los recuerdos; y la torcida y espeluznante relación que unen a una desesperada y bella Berta (y a su pequeña y traumada hija), con los planes maquiavélicos y descarados del mafioso Galereto (Echarri).

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Anotábamos en la bajada de este texto, que el largometraje de Rodrigo Grande se emparentaba, en cierta medida, con las creaciones de otros realizadores trasandinos, tales como Damian Szifrón y el fallecido Fabián Bielinsky: es decir, una semejanza en cuanto son filmes que fundamentan su postura estética (y finalmente técnica) en la categoría del libreto y del montaje, con el propósito de presentar un relato audiovisual exigente (para la representación actoral), y también para las decisiones de la dirección de fotografía: acercamientos íntimos, donde cada fracción de segundo equivale a un sentimiento, o a la hipérbole y retrato de una emoción, sublimadas por la fuerza de la imagen cinematográfica.

Acción, interés y suspenso desbordados, que transparentan la condición humana, cuando se conoce al vecino, paradójicamente, después de una emergencia: y no queda nada, salvo la constancia de que estamos todos solos y moribundos. Al final del túnel es una película “apta” para cardíacos y para quienes buscan experimentar, a través de una pantalla de cine, contradicciones límites. Las mismas de la vida, sin ir más lejos, pues como dice uno de los protagonistas, los planes ambiciosos o mayúsculos, se deciden a través de la suerte o por una “mina”. Y así aparece la luz, y amanece encima de las existencias sombrías y dormidas, siempre, al final de la prueba, de la proeza, del conducto, del atajo, de la trampa, del túnel.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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