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Crítica de cine: “Quilapayún, más allá de la canción”, las melodías de una revolución derrotada Una película de Jorge Leiva

Crítica de cine: “Quilapayún, más allá de la canción”, las melodías de una revolución derrotada

El largometraje documental inspirado en el grupo nacional de música folklórica y popular (con más de medio siglo de trayectoria), es una pieza con “vaivenes” en su desarrollo y gestación audiovisual: con una narración algo incompleta en la elección de sus motivos argumentales, y precaria en su factura filmográfica. Entre la evocación y la melancolía, y un discurso fragmentario del relato, este crédito finalmente nunca termina por mostrar su verdadera intencionalidad: si se trata de una historia íntima del conjunto, o un recuento de su recorrido.


“El desfase entre lo que se desea y lo que se puede conseguir, entre lo que se es y lo que se quiere ser”.

David Trueba, en Saber perder

El período que Chile vivió entre 1964 y 1973, y especialmente el abarcado por la Unidad Popular (principio de la década de los ’70), tienen el sabor de la leyenda, lo trascendente y de lo amargo: el final de un país que falleció para nacer en otro, luego del Golpe de Estado y la muerte de un Presidente de la República en ejercicio, aquel martes 11 de septiembre, nublado y lluvioso, de hace 43 años. Más allá de cualquier juicio subjetivo, aquella época correspondió a una de las etapas creativas más fecundas en la historia del país: literatura, música y artes plásticas y visuales, se fundieron en una explosión estética pocas veces antes vislumbrada en nuestro discurrir vital, como comunidad nacional.

Y la banda sonora popular y masiva de aquel acontecimiento, lo constituyó el movimiento bautizado como “La Nueva Canción Chilena”: donde grupos como Quilapayún, Inti Illimani, Illapu y Cuncumén, fueron sus representantes más destacados. Y el conjunto fundado por Ángel Parra, y cuyo primer director artístico fue Víctor Jara, ha sido quizás, la voz de mayor renombre y peso sonoro, fuera de las estrechas fronteras locales.

Este documental, así, intenta recoger aquella experiencia musical (según su título), en el equivalente a una situación cercana a las cotidianidades íntimas de la “marca”: a través de entrevistas y cuñas a los sobrevivientes del periplo histórico, se descifran los hitos biográficos que atravesaron a Quilapayún: la adhesión a la ruta política y estética al Gobierno del Presidente Allende, el quiebre democrático y el duro exilio, paradójicamente, la parcela más exitosa en la hoja de ruta de la agrupación.

La obra de Jorge Leiva peca de errores en sus medidas discursivas y de estrategia audiovisual, en el sentido de que su argumento nunca termina por convencer ni exponerse claramente del todo, a lo largo de las secuencias. Es decir, que hablamos de una “narratividad” irregular: consecuencias de un libreto poco claro y la expresión en un montaje displicente y tibio en sus conclusiones expresivas.

Si el objetivo era entregar una visión personal del grupo, el resultado es incompleto. Hay fallas en la disposición de la acción, evidenciándose confusiones al momento de buscar una intencionalidad semántica y cinematográfica del relato: pues aparte de ofrecer una interpretación de la época escogida inicialmente (el Gobierno de Frei Montalva y la Unidad Popular), el alma de Quilpayún queda sólo esbozada, más no explicada ni manifestada (a cabalidad), dentro de sus posibilidades fílmicas.

Los aciertos parecen situarse cuando Leiva aborda la instancia del exilio y el peregrinaje francés del conjunto: la pérdida del sueño revolucionario hunde en una fuerte depresión a varios de los músicos, y la lucha por la sobrevivencia y la solidaridad con los compatriotas que corrieron la misma suerte, sin embargo, no les dan tregua: deber seguir respirando. Allí, se observa, sin ir más lejos, esa insuficiente elaboración dramática que denunciábamos más arriba: en vez de aprovechar la coyuntura para profundizar en la tragedia personal de los intérpretes que sufrieron esa fractura emocional, el realizador gira la cámara y se centra en hechos ya conocidos por una amplia mayoría de posibles espectadores: el asesinato de Víctor Jara, por ejemplo.

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El documental puede “contar” una historia entretenida e inédita, pero se abstiene, no lo hace, y sus procedimientos de montaje revelan improvisación a la hora de redactar y de seguir al pie de la letra un guión, haya sido éste establecido con ambiciones literarias, haya escrito con pretensiones de mero sentido cinematográfico. Y su apuesta por una mezcla de imágenes de material de archivo, entrevistas, música de fondo y la voz de los interpelados, a través de sus cuñas, acusan un plan audiovisual sin grandes sorpresas en la maniobra de atreverse a efectuar un producto simbólico distinto e innovador.

Sólo hay una claridad cinética, por momentos: los planos que componen el hijo de un integrante fallecido, que transita arriba de su bicicleta, y retratado por una cámara que le sigue en la búsqueda de sí mismo, de su identidad, y del padre muerto y ausente; figura que es también la ciudad de Santiago, que se funde con el metro de la urbe francesa que acogió a los Quilapayún originales, fuera de casa, fuera del país, alejados de este mito tránsfuga y difuso que se llama “Chile”. Un par de travelling exquisitos y de carácter “existencial”, pero esa cámara se niega a liberarse y a caminar creativamente, libre.

Por ahí discurre el problema del presente largometraje: su desorden de exposición narrativa lo hace situarse en un punto medio y errático, entre el recuento de situaciones anecdóticas y un amplio muestrario de recortes y entrevistas de aroma periodístico y reporteril. Se podía hacer mucho más, sin duda, y los 73 minutos del documental de Leiva se extravían en una simbiosis de géneros imprecisos y manieristas, los que jamás concluyen por engarzar y conjugarse, en una pieza de arte cinematográfico, que se pudiese definir como de singular identidad artística.

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Los orígenes de Quilapayún, entonces, ceden a esa vigilia por dentro que significó el exilio, y a ese despojo de horizontes y de ilusiones que son propiedad de una experiencia tan traumática como el ostracismo. De fondo, el martirio de Víctor Jara, y poco más. Pero la oportunidad de mostrar en una pantalla de cine, los sueños de esos hombres chascones, barbones y vestidos de negro, con sus guitarras, se dilapida: son seres humanos de carne y hueso, a los que una canción no priva de sentirse pésimo, ni de querer acabar con todos, e incluso, con ellos mismos. Este documental, en efecto, se apellida “Más allá de la canción”, y por eso la exigencia, el imperativo, la queja y la demanda: porque no cumple con lo que anuncia, ni con lo que desea manifestar en su título, valiéndose de una centena de fotogramas en movimiento.

“La Nueva Canción Chilena” espera otras valiosas interpretaciones (audiovisuales) de sus combativas, comprometidas y guerrilleras partituras, siempre susceptibles de ser enjuiciadas artística, e históricamente.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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