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Crítica de cine: “Los castores”, viaje de novios en movimiento

Ganadora de Ficvaldivia 2014 (donde se impuso a los largometrajes de ficción), este documental es, sin lugar a dudas, un sobrevalorado ejercicio plástico y audiovisual. Atrayente sólo por secuencias (más que nada debido al talento innato de sus autores), la investigación fílmica acerca de la plaga mamífera que forma represas artificiales, inunda miles de hectáreas, y devora bosques ancestrales, salvo advertirnos sus consecuencias en la alteración de los ecosistemas autóctonos, naufraga en la inconstancia narrativa, y en cierta inmovilidad dramática.


“He aquí la habitual desdicha del que no puede detener los ríos”.
Vicente Huidobro, en Últimos poemas

Casi dos años después de su sorpresivo triunfo en la principal ventana de la industria cinematográfica chilena (Ficvaldivia), por fin se estrena Los castores (2014), en las salas nacionales. Sin desmerecer su triunfo en esa instancia, ni menos intentar calificarlo de injusto, la presente obra se trata de un largometraje documental cuya “fama” se encuentra por sobre su sincera valoración artística: tiene partida de caballo inglés, medianía de automóvil, y final de trote y de bicicleta urbana, en sus velocidades cinematográficas.

Derek y Giorgia, una pareja de biólogos (adultos jóvenes), viajan por la Tierra del Fuego para investigar la devastadora plaga de castores que arrasa con el área, desde que en la década de 1940, se trajeron desde Canadá unos cuantos con fines de reproducirlos, en el afán de comercializar, posteriormente, sus valiosas pieles en el mercado local. Algo imprevisto sucedió, sin embargo, y ese programa destinado a crear una nueva esfera de negocios en el rubro del “lujo”, se salió de control, y trastocó definitivamente los equilibrios y siempre precarios ecosistemas naturales, de la zona austral.


La explicación audiovisual y plástica de ese nudo dramático se obtiene, conceptualmente, con bastante conveniencia: la música incidental y la dirección de fotografía se esfuerzan por detallar una problemática casi de orígenes cósmicos, y esos son los mejores pasajes de Los castores: los contrapicados que buscan el cielo (notable intencionalidad estética, en esa idea de bosquejo universal del diagnóstico); los testimonios de esos troncos muertos a causa de la acción de los depredadores ocultos, que se guarecen y atacan en las sombras, y la situación de ese par de profesionales y científicos, que buscan desentrañar el misterio de estos mamíferos imparables en su afán de construir represas “artificiales”, cuya rústica y bella ingeniería, provocan más daños que una decena de embalses “transnacionales”, juntos.

La propuesta del relato, no obstante, es ambigua. Por un lado se escudriña profundizar la atención en la coyuntura que representan (para las diversas actividades de la zona) esos animales dispuestos a transformarse en potencial peligro en contra del profundo sur chileno, y luego, los realizadores persiguen transmitir la experiencia habitual y acostumbrada de la pareja de biólogos que hostiga el rastro, y busca quizás detener, quiméricamente, el avance de la plaga.

Entonces, el guión y el montaje, abandonan lo que vendría a justificar la esencia dramática del documental, y se internan en la cotidianidad, nómade y transhumante, de Derek y Giorgia. El giro exhibe vacíos e incoherencias, pero ante todo, se extravía la brújula temática: pesquisar la travesía en la obscuridad de los castores, sin duda, es mucho más interesante, desde cualquier punto de análisis, que los días y jornadas de los biólogos. Asimismo, esa plasticidad seductora de los comienzos (música incidental + aspiraciones pictóricas del lente de la cámara), se pierden definitivamente, en aras del registro periodístico y reiterativo, de un minimalismo escasamente comprendido.

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De esa forma, nos quedamos con las carencias de procedimientos y la transitoriedad propias, del género reporteril, alejados del paraje inabarcable, de una investigación de corte audiovisual (también, sin sus interrogantes y posibilidades estéticas y emotivas). Aquella elección, se desarrolla con discordancias y grandes vacíos narrativos. Los castores, de esa manera, cede en intensidad, rapidez y motivación intelectual: en efecto, los planos que escoge el montaje para graficar la odisea, a tiempo completo, de Derek y Giorgia, distan de ser los mayores en virtuosismo dramático.

Aunque sí, se mantiene la precisión en el dinamismo técnico y cinematográfico de la pieza (la intuición y las destrezas de Luco y de Molina, rescatan una sucesión de fotogramas donde la linealidad argumental se difumina, a cambio, lo refrendo, de nada…). La mezcla de sonido es fascinantemente buena, y la disposición de la cámara (para retratar una espacialidad íntima, dentro de la ancha Patagonia), se conjuga con una perspectiva y sentido de la dimensión fílmica, pensada en términos de la escasez de medios de materiales (tanto para los improvisados “protagonistas”, como para el equipo de producción).

Este es el desafío que jamás resuelven satisfactoriamente los directores involucrados, sin embargo: la disfuncionalidad fílmica que existe entre atestiguar y mostrar las nefastas consecuencias de los castores, y su intervención en el hábitat biológico del sur de Chile; y la épica solitaria y empecinada, de estos novios que son también científicos y una pareja que, igualmente, se ama, se abraza, respira, y donde el centro de su vida redunda y se explaya, en seguirle la pista a los “taladradores canadienses”.

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Este dilema sin respuesta (consecuencia de un libreto enhebrado con la liviandad literaria de una “escaleta”), se trasluce en una estética “doble” y poco consolidada cinematográficamente: el discurrir “orgánico” de la pieza deviene, lamentablemente, en el diario monótono de los biólogos, escuchándose sólo de lejos, a modo de plato o menú para cenar, como rumor fluvial y oleaje de fondo, las alteraciones y pérdidas irreparables (económicas y ambientales), que generan la reproducción en masa e incontrolable, de los roedores.

Era ambiciosa la idea, pero a fin de llevarla a cabo se necesitaba más que un montajista con oficio: se requería la escritura de un guión acorde a las exigencias de tamaña empresa creativa; grabar y atestiguar el daño que hacen esos vivíparos acuáticos, y enlazarlos, fundirlos (audiovisualmente) con la opción de vida y camino existencial, tomados por Derek y Giorgia: seguirlos, acosarlos, dispararles, estudiarlos, comérselos, y detenerlos, cueste lo que valga las balas.

Un largometraje documental “fallido” en su propuesta estructural, aunque, sin embargo, que entrega luces acerca del enorme potencial realizador de sus directores, de cara al futuro: el lente, el foco, la cámara, terminan por salvar los aplausos y la plata. En fin, es sólo una ópera prima, y ya existirán otras instancias, con el propósito de corregir lo adeudado, y de cumplir lo prometido. Un buen comienzo, pese a “todo”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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