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Crítica de cine: “Julieta”, entre el cielo y el mar Una película de Pedro Almodóvar

Crítica de cine: “Julieta”, entre el cielo y el mar

Es un privilegio escribir sobre un filme tan hermoso como éste. Basado en los cuentos de la Nobel canadiense Alice Munro, el famoso director español (ganador de un Oscar y de la Palma de Oro de Cannes), retorna a nuestra cartelera con este drama de fuerte contenido emocional y de “anómala” sensibilidad: un despliegue técnico de primera nota (cámara, ambientaciones, música y montaje), actuaciones de alto nivel, y el análisis audiovisual sobre los temas del desgarro, la ausencia del amor y la disfuncionalidad familiar, carísimos a la singular estética del realizador castellano.


“Espero un hijo, tengo ganas de vomitar”.
Marguerite Duras, en El amor

Apreciar una de las sensacionales y numerosas películas de Pedro Almodóvar (1949), es el sinónimo a vivir un “shock” cinematográfico. Mencionemos algunas de esas drogas peligrosas: La ley del deseo, Átame, Carne trémula, Todo sobre mi madre, Hable con ella, y La mala educación. En esa lista de filmes notables del artista hispano, debemos agregar, ahora, a Julieta (2016), la última de sus (provocativas y bellas) disquisiciones fílmicas.

Las actuaciones que se desarrollan en el interior de la trama de esta obra, comienzan a cultivar la idea, desde un principio, de que hacemos referencia a un crédito de otra esfera cualitativa. Las españolas Adriana Ugarte (quien es Julieta, la protagonista, de joven), Ema Suárez (la estelar en su edad del presente diegético) y el argentino Darío Grandinetti, son intérpretes en plena posesión de sus talentos y capacidad de desdoblarse en otros seres y en otras miles de vidas ajenas.

Ugarte y su bello rostro, melancólicamente triste y “sexy”, por ejemplo: Desde que nos maravillamos por ella, en su rol de Castillos de cartón (2009), de Salvador García Ruiz, sabíamos que en su destino se encontraba escrito, filmar y trabajar con un director de los quilates profesionales de Almodóvar: además de bella, su corporalidad escénica y diversidad de registros compositivos, cautiva a las anónimas audiencias que la observan demudados, simplemente “enamorados”. Se parece a la Paz Vega, de los inicios de la década de 2000.

El plan fílmico del realizador español, en tanto, es de una claridad demoledora y, también, brillante. Exteriores e interiores, planos aéreos, abiertos, cerrados y primerísimos, cimientan un montaje que fluye como un río milenario: una narración cinética acabada, propia de los cortes y uniones de una historia sin rendijas ni vidrios sueltos, pensada hasta en el más mínimo detalle, y asimismo, constructora de hábitats íntimos y prodigiosos, y de ese Madrid, de esa capital ibérica, que es demasiado querida por Almodóvar, por su mundo creativo, y a los personajes inventados por él: el centro de la ciudad, y sus contornos, el barrio de La Latina, la calle de Segovia, la plaza del Alamillo, la avenida de Bailén.

Y por las esquinas donde camina esta Julieta (Ugarte-Suárez), que sólo desea olvidar y escapar de las garras de la depresión, de la tristeza que postra y te deja sin fuerzas para nada, uno espera que aparezca, en cualquier momento y segundo, un Antonio Banderas -sacado de otra película del español-, mientras corre raudo para desatar a la secuestrada Victoria Abril, y hacerle desaforada, e inolvidablemente, el amor.

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Ese lente (dueño de un encuadre fotográfico, tallado con un pincel), se vivifica y se besa, con la profundidad dramática del guión: los tópicos del viaje en tren y su frenético avance (y la posibilidad de encontrar a un “alguien” junto a la ventana, mientras lee una novela), el simbolismo de la muerte que nos acecha, y cobra a sus víctimas cerca y al lado de nosotros, y las heridas dentro de la psicología y en las emociones de una persona, que las pérdidas afectivas, dejan como herencia. Son, ya lo transcribimos, los “temas” de Almodóvar. Y la difícil y compleja relación con la figura de la madre, tanto de la protagonista (Julieta), como de ésta con su propia hija (de nombre Antía), y también hacia su minusválida progenitora (que sólo aparece en un par de solitarias y dolorosas secuencias).
Engendrar vida (una de carácter filial), en la filmografía del director español, se asemeja casi a un “karma” y a una tragedia, un hecho que aplasta y enfrenta a los atormentados roles creados por su genio, con los traumas y dolores que significó para ellos mismos, la experiencia de la vida familiar donde les correspondió nacer y crecer, producto del azar. Bajo esa faceta de tipo argumental, y por ciertos planos y enfoques en movimiento que aquí se atestiguan, Julieta posee el aroma y algún grado de parentesco estético y audiovisual, con el cine del estadounidense Terrence Malick.

Y la música incidental, compuesta por Alberto Iglesias, uno de los mejores fabricantes de “soundtracks”, del séptimo arte europeo, junto a Alexandre Desplat, y al incombustible Ennio Morricone, sólo estimula y aumenta la sensación de belleza que exhalan los fotogramas, las actuaciones y la trama del nuevo filme de Pedro Almodóvar; quien en esa dinámica de esperanza, escapes, quiebres, hallazgos románticos y reencuentros inesperados, cita a otras películas, sin ir más lejos, mientras Julieta se recupera de sus dolores, y junto al papel que encarna Darío Grandinetti, hacen la fila para ingresar a una sala de cine: un título de Aki Kaurismäki, y otro de un director iraní, Una separación, de Asghar Farhadi.

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Este es el crédito más femenino de Almodóvar, incluso con mayores posibilidades de ser calificado de esa manera, que otros títulos, como Todo sobre mi madre, por ejemplo. Quizás se deba a que el guión se haya inspirado en los cuentos de la narradora canadiense Alice Munro, y por ende, las secuencias respectivas, están teñidas por su especial indagación en torno al alma, las alegrías y las frustraciones de una mujer adulta, frente a las exigencias de los días modernos.

En efecto, esa sensibilidad, la de Julieta golpeada por la disfuncionalidad de su familia, la soledad de su niñez y de su adolescencia, la imposibilidad de vincularse sentimentalmente y de verdad con su pareja, y después el mismo escollo con su única descendiente, se transforman en una estética universal acerca del dolor, el ahogo existencial, la depresión, y el hallazgo de la sanación, de la curación, llámenle como quieren, a través del oficio de la escritura. Y el agua, el color, la lumbre, la fuerza del mar de Galicia, que todo lo limpia, lo lava, se lo lleva y también lo devuelve.

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Lo único que se le puede reprochar a Almodóvar en esta ocasión, es ese final abrupto, una conclusión lejana en demasía a la hondura dramática que le antecede. Lejos de ser una falta o un error en el diagrama del libreto, nunca resulta idéntico aplicar esa técnica de “cuchillo”, de economía verbal encima de una hoja de papel, y luego hacer la traslación del procedimiento creativo, para convertirlas en imágenes veloces y prestas, que discurren francas, sinceras, frenéticas y concluirlas con apuro, con egoísmo y sencillez de artefactos, como si se tratara de un breve párrafo, o de una frase, o de una escuálida oración.

Julieta, al contrario de lo estipulado por el juicio crítico del reciente Cannes, es una de las mejores películas del autor hispano: grandes actuaciones, música incidental de altísimo nivel, bellísima y conjugada dirección de arte, calidad y pulcritud en la fotografía, engarzadas con la humanidad, el talento y la sensibilidad de quien ha pensado (y mucho), en ese oficio de ser hombre o mujer (diría Máximo Gorki), sobre la faz de la indiferente y majestuosa Tierra.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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