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Crítica de cine: “Marguerite”, la humanidad de las mentiras Una película de Xavier Giannoli

Crítica de cine: “Marguerite”, la humanidad de las mentiras

Un filme de época grandioso: qué mejor adjetivo para definir al sexto largometraje de ficción del director galo de “El cantante”. Su protagonista puede ser María Callas, o cualquier mujer desesperada por amor y atención. Ambientado en la década de 1920, y rodado en Praga, pero con una puesta de escena que invoca el sol del sur de Francia, destacan la actuación estelar de Catherine Frot, una fotografía de orientación pictórica, una historia de meditado vuelo argumental, y el asunto del refugio del arte como posibilidad de sobrevivencia y redención.


“Recuerda que cuando un hombre sale de una habitación, se lo deja todo en ella. Cuando sale una mujer, se lleva todo lo que ha ocurrido allí”.
Alice Munro, en Demasiada felicidad

Entre tantos pasajes memorables que guarda en sus secuencias Marguerite (Madame Marguerite, 2015), uno despunta por su hondo sentido artístico y existencial: internada en un sanatorio, la soprano aficionada comienza a relatar sus recuerdos, a un fonógrafo que graba el metal claro, vehemente, tranquilo y pausado de su voz. En la narración de esa biografía novelada, se inventa de todo, desde presentaciones en las principales capitales de Europa, hasta conciertos en compañía de orquestas y de tenores prestigiosos. La concurrencia de la Filarmónica de Berlín y la participación de Enrico Caruso, por nombrar.

Hay un arranque de sinceridad, sin embargo, en esas confesiones dichas con la emoción y el impulso de la “memorabilia” inducida, claro: la necesidad de amor, de reconocimiento y de respeto que demandaba Marguerite Dumont, por parte de su esposo, el ingrato Georges; como si esa impostura creativa (concebir una trayectoria profesional como soprano o mezzo, de categoría internacional, quiméricas), fuese una especie de grito de socorro, un llamado de auxilio, ante quien se negaba, simplemente, a escucharla, o bien, a prestarle la atención que precisaba: satisfacer ese sueño de apagar con besos y caricias, apasionada, una sed de afecto desmesurada.

La música inspira al cineasta galo Xavier Giannoli (1970), tanto la popular como la docta. El cantante (2006), la película que le hizo famoso en los países de habla hispana, era una especial alegoría del poder transformador de las melodías sobre vidas y derroteros humanos; una ayuda para embriagarse, un estimulante a fin de apreciar las minucias ocultas que posibilitan el acto (y la idealización) del enamoramiento, en torno a otra persona. Para salvar al otro y rescatarse a uno mismo.

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Marguerite, de esa manera, se exhibe como un prominente análisis audiovisual, en relación a los comportamientos de un individuo (en este caso la potentada señora Dumont), encaminados sus pasos y energías, con el propósito de alcanzar lo que con persistente regularidad desea cualquier organismo inteligente que piensa y respira: entregar amor, y recibir cariño. La banda sonora (arias de ópera y pistas de compositores clásicos) y la estética de la fotografía (que apela a las corrientes de la pintura europea, enlazadas con la Belle Époque), se conciertan, también, en esa finalidad: dibujar cinematográficamente, una idea de sensibilidad asociada a la ausencia de la pasión, y al fervor hambriento por subsanar aquella carencia, de carácter elemental.

El personaje interpretado por Catherine Frot debe ser una de las figuras femeninas más entrañables en ese sentido: jamás se cuestiona las aventuras extramaritales de su marido, y sostiene -con la ceguera de quien confía en los resultados de la pasión absoluta, al modo de una Madame Bovary-, las cumbres de una carrera falsa y trunca (por omisión de talento vocal), y cuyo único objetivo sería capturar, el esquivo esmero y la correspondencia afectiva de su esposo, el citado(Georges, encarnado por el actor André Marcon). “Nuestra única verdad radica en el amor que uno puede dar, y en el amor que uno recibe. Todo lo demás es engaño”, escribió, sin ir más lejos, el narrador y dramaturgo chileno, Luis Alberto Heiremans.

Una moción escénica se repite con insistencia en Marguerite. Una parada específica del camino adoquinado que une la ciudad (Praga, que hace de París) con la mansión de la millonaria melómana: una cruz conmemorativa, que es la intersección donde el lujoso y moderno descapotable de Georges cae, “en pana” y averiado, cada vez que su cónyuge ofrece recitales y eventos de caridad, engalanados con su desafinada, y atonal garganta.

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Aquel plano (símbolo de martirio sentimental, tortura psicológica y escasez de compromiso, frente a la inveterada señal “sacrificial” de la cruz), se ofrece en la perspectiva de una meditación fílmica que concede al imaginario de un rito audiovisual, la entrega sin sentido de la realidad, por parte de la protagonista, frente a la deserción cobarde y desprovista de mayores argumentos, salvo el aprovechamiento circunstancial, o las mentiras interesadas, de su esposo.

La depresión psicológica, los desbarajustes mentales y emocionales, trastocan la percepción y la sensorialidad de las tres dimensiones, expuestas al juicio convencional y objetivo. Y Marguerite no tolera el desamor de Georges, y su tibia indiferencia. Combate la angustia y el pesar que le generan esos dolores, entonces, mediante el refugio y la liberación que conceden la creación artística, aun cuando ésta se exprese en un cultivo desacertado y erróneo, a los ojos del canon y de la crítica especializada. Giannoli, consecuente, compara ese bellísimo tópico, con la elaboración de una realidad paralela, creada para la cantante, dentro del mundo diegético, y por su fiel ayudante y mayordomo, llamado Madelbos.

De esa forma, el director galo teoriza acerca de la verdad de las mentiras, de la esencia mitómana, y del bendito engaño, que encierran la literatura y el cultivo del cine. Madelbos crea escenas, captura instantáneas, estimula luces, produce atmósferas y ambientaciones, prende el gramófono y se inventa la puesta en escena de un majestuoso teatro, dedicado a su bondadosa empleadora. Y Marguerite respira del aire y de la veracidad de esas fotografías, las envía a sus amigos, a sus falsos admiradores, las inserta encima de las páginas originales de los periódicos, imprime álbumes a fin de probar las luces, aplausos, éxitos y cimas, de esa carrera artística de papel satín, ilusiones, trampas, espejismos, alimentados por una sed desorbitada de ternura, y de recibir adhesiones sentimentales.

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La cámara y el elenco de Giannoli son excepcionales (Michel Fau y Christa Théret, lo completan): significados e intenciones de dramatizar fílmicamente ciertas imágenes, planos y fundamentaciones estéticas notables. El guión lo escribió el realizador en comandita con la libretista Marcia Romano, quien también ha trabajado en otras instancias del género, con François Ozon. Como ruido de fondo: el fantasma de la soprano griega y estadounidense, María Callas.

En su diván, la señora Dumont, al igual que la Divina antes del colapso postrero, se recuesta a escuchar discos de títulos de ópera, a soñar con los vítores de las galerías y de las plateas extasiadas, conmovidas, agradecidas. Y en el descubrimiento del argumento, cuando caiga el telón, quizás llega Aristóteles Onássis, o el ingrato Georges, para implantar en un fotograma, el abrazo sincero, partido, emocionado, inseparables de cualquier fábula audiovisual y dramática, en su final: la humanidad necesaria de las mentiras (míticas y poéticas), que nos contamos, para poder seguir viviendo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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