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Crítica de cine: “Alas de mar”, encuentro con los dioses del sur Una película de Hans Mülchi

Crítica de cine: “Alas de mar”, encuentro con los dioses del sur

Un largometraje documental inacabado, que nunca termina por estallar artísticamente: esa es la mejor manera de catalogar la obra de este periodista y licenciado en historia, en torno a la desaparecida etnia austral de los kawésqar, en una continuación audiovisual de su anterior título: “Calafate, zoológicos humanos” (2010). La estética reporteril de sus secuencias se debate entre la intención de informar y los deseos plásticos de interpretar la tragedia y el simbolismo espiritual de ese pueblo sumergido en las aguas de la historia y del genocidio europeo. Destacan su tema novedoso y la excelente música incidental.


“La oscuridad está vacía; / la mayoría de nuestros héroes andaban / errados”.
Charles Bukowski, en Crucifijo en una mano inerte

El mar del Estrecho de Magallanes, azul, cristalino, transparente: las olas se desintegran en miles de átomos líquidos, blancos y puros, cuando se entrometen en la intimidad de las islas sagradas de los kawésqar: los innumerables fiordos nacidos de las aguas que se debaten y luchan, en los canales que colindan con la Tierra del Fuego. La puesta en escena, natural y majestuosa, acoge la leyenda audiovisual del realizador Hans Mülchi (1967): planos y secuencias sobrias y llamativamente quietas, que capturan una ambientación inabarcable.

Ser un periodista profesional de formación, le juega una mala pasada estética al autor. La información que entrega su largometraje: incontestable, el resultado de una investigación acuciosa y obsesiva. Las imágenes: propias de una cámara reporteril, que busca mostrar, indagar, descubrir, antes que reflexionar audiovisualmente acerca de la substancia ideológica exhibida por esos fotogramas, en esta ocasión, muy en la marca y en el apellido, de los documentales filmados y gestados para la televisión profesional.

Alas de mar (2016), se centra en la historia de Celina y su retorno a la zona donde fue criada, junto a los últimos káwesqar existentes, ínfimos en números por transformarse en víctimas de las enfermedades a causa del contacto con el hombre occidental, o ya sea, también, debido al secuestro y cautiverio forzado en que vivieron y murieron, luego de ser llevados a Europa por aventureros y traficantes despiadados, y ser exhibidos como bestias, en un “show” dedicado a definir la frontera separatoria de un género humano que se dividía entre salvajes y civilizados.

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En efecto, el relato de Mülchi aspira a entregar demasiados datos, y fundirlos en una estrategia cinematográfica “aburrida”: lo que enuncia la voz en off, explota en interés y estimula los sentidos a fin de recibir una mayor cantidad de oraciones y números, términos, y claves “duras”, se concede, pero el lente sólo ofrece postales de paisajes, a la anciana mujer contando la esencia de su mítico origen a su nieto, primeros planos de los entrevistados (los antropólogos y estudiosos de la etnia, por ejemplo), en una dinámica reiterada y carente de sorpresas a causa del montaje, o bien, de los desplazamientos cansinos de su cámara. Siempre demasiado inmóvil, quieta, varada en un lugar fijo y sosegado, como la mirada de esos aborígenes enfermos y pasmados, en busca de una explicación al hecho de que respiramos, y dejamos de hacerlo, sin previo aviso, sin más advertencia que la otorgada por la ley natural, o por la bestialidad y la codicia de otros hombres.

Voz en off, música incidental (atractiva, sugestiva, con roces de minimalismo embriagador, y una de las virtudes audiovisuales y artísticas del título) y material de archivo son elementos estéticos utilizados por el realizador con el propósito de entregar una historia coral y en cierta medida poética, tal cual es la intención en el bautizo de su título. Pero la estructura narrativa y literaria del guión tampoco ayudan en ese objetivo: lineal y monotemática, insisto, sus frases y parlamentos, asemejan una escaleta perfeccionada para el consumo masivo y con fines didácticos, en desmedro de un destino de concatenación artístico, plástico o predominantemente cinematográfico.

Con parecidas fuentes documentales, Patricio Guzmán, sin ir más lejos, grabó El botón de nácar (2015), uno de los mayores títulos del género en la historia de la actividad fílmica nacional: la comparación no es buena consejera, aunque la idea sirve para demostrar los factores argumentales que Hans Mülchi tuvo a su disposición. La invariabilidad se rompe y se quiebra cuando el pequeño buque zarpa de un puerto del lejano sur, y se interna con su equipo de producción hacia las aguas donde yacen los vestigios ocultos, perdidos y extraviados, de esa comunidad nómade, animista, de origen mongólico y guardiana de una espiritualidad cercana a las concepciones panteístas del Lejano Oriente.

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En esos momentos, el lente del autor respira más a sus anchas, y los acercamientos se intercalan con los desplazamientos de un foco con ascendentes grados de valentía y de libertad, acendrados y convincentes. No obstante, el estilo periodístico persiste, y priva a su realizador de alcanzar otras latitudes de ambiciones cinéticas para su obra, porque alternativas tenía, y varias. Ojo, me encuentro a líneas y leguas submarinas de calificar esa elección como “mala”, sin embargo los tópicos y la arcilla con las que contaba el director, podían haber estimulado una creación audaz y peculiar, en la profunda orientación que guarda la palabra.

Y gran parte de Alas de mar (proyectada durante el Sanfic 12), decae ostensiblemente en esa búsqueda obstinada y forzada a través de las declaraciones de Celestina, agotada a los pocos minutos en su novedad, y que vuelve sobre sí misma, en una situación que prescinde de otras miradas igual de valiosas y originales, la de los científicos, por mencionar, y sus paralelismos acerca de la extinción de un pueblo antiguo, en una situación que por ciclo natural les acontecerá al conjunto de las especies y seres vivos que componen la biología y la fauna del planeta Tierra.

Subyace, empero, el encuentro con los dioses del mar, del océano que se disimula bajo los hielos subterráneos de la Patagonia, y la música del viento que no ceja en su afán de doblar la columna de los árboles y el espinazo de los hombres. Hans Mülchi, entonces, habla de la religiosidad de los kawésqar, dueños de un idioma propio, de ceremonias y de ritos de iniciación, que se experimentaban con trajes diseñados para la ocasión, y que honraban y adoraban a un dios y a un mundo situado al otro lado de la vida, sombrío y castigadores. Mülchi, quizás, anuncia la trama de la tercera parte de esta saga: que comenzada con Calafate, zoológicos humanos (2010) denunciaba un genocidio, una matanza occidental, y que en esa indagatoria, se estrella con las coordenadas identitarias y antropológicas de una etnia que todavía esconde sus secretos. En síntesis, un aceptable largometraje documental de antropología cultural, pero un deficiente título cinematográfico.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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