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“Jardín”: La descomposición familiar y la búsqueda ilusoria de progreso Crítica de teatro

“Jardín”: La descomposición familiar y la búsqueda ilusoria de progreso

La adaptación de la novela «jardín», de Pablo Simonetti, dirigida por Héctor Noguera, revela un tratamiento realista acaso demasiado inclinado hacia la neutralidad. El decorado, las actuaciones, el ritmo de las escenas y la manera de abordar los conflictos cuando estos se desencadenan, nos muestran una correcta y funcional opción de puesta en escena que logra una rápida identificación de parte del espectador pero que elude tomar riesgos formales y dramáticos.


Hay muchos temas importantes que sobrevuelan la aplaudida novela jardín (con minúscula), éxito de ventas de Pablo Simonetti lanzado en 2014. Está por cierto la voracidad sin límites del desarrollo inmobiliario, que ha transformado la fisonomía de la ciudad en un descampado desmemoriado y neutro arquitectónicamente; late a su vez la descomposición de la familia producto del paso de los años, la muerte y el individualismo, y es también el apego –casi como un salvavidas- a una conexión telúrica (el contacto con la tierra, el jardín) que sirve de contención espiritual frente a las exigencias concretas de la vida, como el trabajo o el dinero.

Pueden parecer muchos y ambiciosos temas a la vez, pero uno de los méritos destacados por la crítica al momento de la aparición de la novela, fue que Simonetti los enunció como telón de fondo de un relato en que surgían como hebras de un paisaje cotidiano y universal. Un poco en ese tono se mueve esta adaptación del Teatro UC en coproducción con The Cow (“Sunset limited”, “Oleanna”) dirigida por Héctor Noguera y escrita por su hija Emilia, donde son ejes que sobrevuelan para dar una mirada actual de la sociedad chilena, pero que nunca se convierten en un relato discursivo con afanes denunciatorios.

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La viuda Luisa, una mujer de clase acomodada que vive junto a su nana en una casa del barrio alto, recibe una oferta de parte de una constructora para que venda su casa por un precio demasiado tentador. Al menos eso juzgan sus hijos mayores, Franco y Fabiola, para quienes no hay razones aparentes en rechazar la venta. La madre se niega rotundamente y es apoyada por el hijo menor, Juan, pero por razones distintas. Mientras Luisa rechaza el abandonar el lugar en que ha vivido casi cinco décadas, donde ha construido su familia y tiene un amplio jardín que ha sido el motor de sus energías, su hijo Juan rechaza la oferta porque ve proyectada en ella la codicia de su hermano mayor, un tipo práctico y demasiado apegado al dinero.

De manera asordinada, el director Héctor Noguera va revelando las puntas del conflicto, desde el intento casi pueril de los hijos por convencer a la madre (“que se embolsará al bolsillo 300.000 dólares”, como dice Franco) y pasando por alto sus razones sentimentales para no abandonar su casa, y por sobre todo, el enfrentamiento entre Franco y Juan, el hijo gay y con un trabajo nunca del todo claro, siempre sobreprotegido por la madre.

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La adaptación del tándem Noguera nos revela un tratamiento realista acaso demasiado inclinado hacia la neutralidad. El decorado, las actuaciones, el ritmo de las escenas y la manera de abordar los conflictos cuando estos se desencadenan, nos muestran una correcta y funcional opción de puesta en escena que logra una rápida identificación de parte del espectador pero que elude tomar riesgos formales y dramáticos.

Esa idea está ejemplificada en la dicotomía entre Franco y Juan. El primero es el hijo que ha tomado las riendas del negocio familiar, es calculador, oportunista (juega tenis con uno de los dueños de la constructora) y carece de empatía básica con los deseos de su madre, pero por sobre todo, resiente el trato que a Juan le ha dado su madre, su supuesta debilidad y poca solvencia económica, que no es más que una burda homofobia. Esas grietas familiares que esconden en lo no dicho o lo tácitamente aceptado una realidad común que se puede aplicar a cualquier familia, se siente poco trabajado en matices dramáticos más sutiles, y desperfilan en parte el sólido trabajo de Blanca Mallol como la madre y el de Álvaro Espinoza como el hijo gay, componentes de un entramado emocional que se intuye mucho más rico de lo expuesto por el montaje.

Jardín (con mayúscula) ilustra por sobre todo esa moral casi obsesiva por alcanzar el progreso negando la memoria (familiar, social, barrial), y en la cual el símbolo del espacio destinado a la jardinería por parte de la madre, es un intento de apego espiritual frente al abusivo dominio de la realidad.

Como director, Héctor Noguera ha demostrado una diestra mano para encausar puestas en escena muy despojadas con ciertos visos poéticos, como en “Rápido, antes de llorar” y “En la soledad de los campos de algodón”, por citar dos montajes, pero en un relato más convencional y con poco margen para disgresiones, no se advierte muy cómodo.

A pesar de estas objeciones, hay un esfuerzo interesante en adaptar al lenguaje teatral un best seller local, de vocación universal y pensada para un público amplio, con actores reconocibles (completan el elenco Cristián Campos, Francisca Imboden y Carmen Disa Gutiérrez) y un diseño de producción correcto. Y por sobre todo, siempre es estimulante ver en escena a Blanca Mallol, una actriz de extraordinaria potencia dramática (fue la madre adicta de “Agosto”, en un rol descomunal) a quien se le extraña ver más seguido en nuestra tablas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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