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«El Lobby del Odio», de Benjamín Galimiri, «pura faramalla lingüística» Crítica teatral

«El Lobby del Odio», de Benjamín Galimiri, «pura faramalla lingüística»

César Farah
Por : César Farah Dramaturgo, novelista y académico, es docente en la Universidad de Chile, Universidad Adolfo Ibáñez y Uniacc. Ha escrito las novelas La Ciudad Eterna (Planeta, 2020) El Gran Dios Salvaje (Planeta, 2009) y Trilogía Karaoke (Cuarto Propio, 2007), así como la trilogía dramatúrgica Piezas para ciudadanxs con vocación de huérfanxs (Voz Ajena, 2019), además, es autor de la obra El monstruo de la fortuna, estrenada en Madrid el año 2021, también ha escrito y dirigido las piezas dramáticas Alameda (2017, Teatro Mori), Medea (Sidarte 2015-2016, México 2016, Neuquén 2017), Vaca sagrada (2015, Teatro Diana), Tender (2014-2015, Ladrón de Bicicletas) y Cobras o pagas (2013-2014, Ladrón de Bicicletas).
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La dramaturgia de Galemiri no solo es pueril e absurda, sino que además está mal construida, no porque no cuente una historia, que sería lo de menos, sino porque como el buen pastiche que es, no atrae ninguna clase de sentido ni emocionalidad sobre sí, se abarrota de lugares comunes y se llena de palabras exóticas, intentando ocultar su falta de peso y sentido; cuando hablo de estas ausencias conceptuales, me refiero a que en su pseudobarroca palabrería, no se manifiesta un itinerario reflexivo, cuestionador ni menos de emotividad experiencial (como se ha pretendido), sino que estamos frente a (como dijera Radrigán sobre un poeta) «pura faramalla lingüística»


Tal vez pueda decirse que el dramaturgo más propiamente posmoderno que tenemos en Chile es Benjamín Galemiri. Fragmentario, prolífico, lleno de neologismos -de hecho, la palabra «neo» es, sintomáticamente de su posmoderno estilo, una de las que más usa en esta y otras de sus obras- del miso modo, sus mundos son ambiguos, eufóricos y fragmentarios.

«El Lobby del Odio» mantiene esta línea de trabajo escritural, la imposibilidad de un relato concebido como un todo, la resistencia a lo racional, el desencanto absoluto con un dejo «cool» y una enorme cantidad de referentes aleatorios y atraidos en su superficie formal, fiel al estatuto del pastiche que solventa esta lógica cultural del capitalismo tardío, como la bautizara Fredric Jameson en su imponente texto.

El montaje (al parecer) cuenta la situación de una química francesa importantísima y un exiliado chileno, ex guerrillero, un matrimonio que en medio de una montaña (lo mismo puede ser Los Andes o Los Alpes, muy globalizado todo, obvio), donde ella (al parecer) trabaja usándolo a él como conejillo de indias para desarrollar una nueva y revolucionaria droga para liberar al mundo del sufrimiento, la injusticia y los males en general. En este proceso, su historia personal como pareja se revisa y -por extensión- la historia del mundo; siempre en fragmentos, nunca como una totalidad, con distancia y desencanto de todo y casi siempre con la incertidumbre como base de casi cualquier reflexión, en una moral privada y autoreferencial, muy en tecla Foucault, aunque sin la intelectualidad ni elegancia de este.

«El Lobby del Odio» intenta componer una suerte de épica privada, construida con retazos de sentido, memoria y en virtud de atraer la sobreexcitada sensación de algo que acontece, pero que nunca llega a suceder, organizada en el aspecto formal, material, de la imagen, pero sin el significado que dote de un horizonte de expectativas comunicativo al texto ni a la obra, así, la libre flotación del significante, el pastiche, el continente por sobre -o derechamente sin- contenido, es la red rizomática (para estar a la altura, ¿no?) Que propone el montaje, desde su dramaturgia y puesta en escena.

No sin pudor ni pena, debo decir que «El Lobby del Odio» es la peor obra que he visto este 2016. Lo digo con ciertas dosis de pudor y pena porque en general, el teatro en Chile es de bastante buen nivel y raramente me veo en esta situación, por el contrario, resulta normal que pueda asistir a trabajos bastante buenos o a los que -en el peor de los casos- algún valor se les pueda encontrar. Además, las salas parecen esforzarse en mantener una cartelera de interés, lo mismo que los festivales, a veces no lo logran, pero el esfuerzo se ve, además, es necesario recordar que levantar un montaje, mantener una compañía, sostener una sala, son empresas heroicas en Chile.

La dramaturgia de Galemiri no solo es pueril e absurda, sino que además está mal construida, no porque no cuente una historia, que sería lo de menos, sino porque como el buen pastiche que es, no atrae ninguna clase de sentido ni emocionalidad sobre sí, se abarrota de lugares comunes y se llena de palabras exóticas, intentando ocultar su falta de peso y sentido; cuando hablo de estas ausencias conceptuales, me refiero a que en su pseudobarroca palabrería, no se manifiesta un itinerario reflexivo, cuestionador ni menos de emotividad experiencial (como se ha pretendido), sino que estamos frente a (como dijera Radrigán sobre un poeta) «pura faramalla lingüística».
Parece que existe la equívoca idea de que los textos de Galemiri son complejos, profundos y de una conciencia cultural tan sesuda que quien no la aprecia, se queda fuera de algo, es tonto o insensible… creo que, en realidad, simplemente nos encontramos frente al cuento de las ropas del emperador: no es que sus ropajes estén hechos de una tela que solo los inteligentes pueden ver, sino que el emperador está en pelotas.

Yo no soy tonto ni insensible, por lo que me puedo permitir decir que, creo, no hay nada tras esta pseudodramaturgia, si usted no entiende ni se emociona, no se preocupe, no hay nada que entender ni de lo que emocionarse. De hecho, creo que, en el caso que haya una propuesta, esta no funciona en un sentido profundo de la estructura misma, no logra generar o explicar o articular, el discurso que (supongo) trata de constituir.

Rodrigo Bazaes, el director, es alguien que ha llevado a cabo buenos trabajos en otras ocasiones, sin ir más lejos, hace poco estuvo en cartelera con una muy pertinente versión de “Oleanna” en el teatro de la Universidad Católica, la crítica a ese espectáculo puede leerse en este mismo sitio, sin embargo, en este montaje, no logra dar cuenta de una solvencia direccional. El ritmo del trabajo es lento, en un mal sentido, pues esta lentitud no se explica por la necesidad de generar un ritmo denso o tranquilo que llame a la reflexión, es una lentitud que se desarrolla en un texto que intenta ir rápido, pero se hace aburrido y diletante, las escenas no tienen lógica no tanto por propuesta, sino porque no hay nada que decir en ellas ni menos qué hacer, su fragmentación no da cuenta de un mundo o de un sentido en el sinsentido, simplemente es hermético o lleno de clichés y el humor casi no funciona; el diseño (hermoso y carísimo) no logra sostener la escuálida idea que se trabaja escénicamente.

Del mismo modo, las actuaciones se complican de manera notable. Tichi Lobos, todos lo sabemos, es una gran actriz, pero aquí desluce, es posible que haga su mejor esfuerzo, pero me preguntaba yo, mientras veía el espectáculo “¿Cómo sostienes esos textos?”, Gregory Cohen corre una suerte similar, no pudiendo dar con el sentido de su personaje ni de las situaciones, creo que el único actor que logra sostener su personaje, dar cuenta de una personalidad escénica y motivar un mínimo interés, es Nicolás Zárate.

Un párrafo más arriba, mencioné que la escenografía era (o eso parece, no poseo el dato, pero da esa idea) carísima y el comentario no es gratuito: la escenografía es hermosa, alucinante, tal vez uno de los mejores trabajos que he visto en ese ámbito, Cristián Reyes hace sin duda un gran aporte allí, pero la pregunta apunta en otra dirección; la verdad, me fastidió un poco, al salir del teatro, pensar en los recursos mal usados, en la cantidad de compañías independientes y talentosas, con buenos textos, que podrían haber montado buenos, muy buenos, no tan buenos o excelentes trabajos con esos recursos. La pregunta, sobre este montaje, sigue rondándome con profunda molestia: ¿Por qué? ¿Para qué?

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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