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«El Viejo y el Mar», una nueva lectura

Cristóbal Aguilera Medina
Por : Cristóbal Aguilera Medina Abogado, Universidad de Los Andes
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¿Qué cosa más grande que tener a alguien
con quien te atrevas a hablar
como contigo mismo?

Cicerón.

Para un aficionado a la pesca, como Ernest Hemingway, merecer el Nobel por un libro que trata sobre la batalla que entabla un experimentado pescador contra un pez que pesa más de mil libras debe significar mucho. Sobre todo, cuando el encuentro termina con la captura de la criatura, luego de horas de desgaste físico y espiritual.

El viejo y el mar constituye la cumbre literaria de su autor, quien puede colocar su obra en la misma repisa que sostiene a Moby Dick de Melville. El lenguaje sencillo de Hemingway no impide significar sentimientos humanos puros, como la melancolía, la angustia o la desesperación, sin tener que recurrir a la gramática sofisticada. Hay en todo esto, algo de nuestro Parra, de querer hablarle al hombre común con su lenguaje común.

Mucho se puede decir de este pequeño libro. Como escribió Juan Villoro, las interpretaciones de El viejo y el mar pueden ser indefinidas. Por eso me atrevo a escarbar en esta tierra fértil –siguiendo la teoría del iceberg de Hemingway– 64 años después de su publicación.

El Viejo y el mar tiene un sentido biográfico, deportivo, guerrillero. Hemingway lo sabe, y por eso las alusiones a la guerra, el boxeo y el béisbol no pasan desapercibidas. Existe, también, una cuota de orgullo de quien quiere cazar su última gran presa. Sin embargo, hay algo más. Un mensaje más profundo que no cabe en la lógica de la derrota y el sufrimiento. Y ese mensaje se advierte en el profundo cariño que experimenta aquel muchacho a quien poco le importa el esqueleto que cuelga del barco de Santiago.

Estamos acostumbrados, para explicar que vale la pena tenernos en cuenta, a demostrar que aún servimos de algo, que todavía somos capaces de lograr una hazaña de gran envergadura. Que podemos, en definitiva, saltar la valla con que supuestamente nos están midiendo, y así otorgar una razón para querernos de verdad. El viejo no quiere defraudar a su amigo que cuenta con décadas menos que él, y arriesga su vida en un mar lleno de tiburones. Su sufrimiento (las llagas en las manos, el sudor en la frente, la sed y la piel reseca por el sol) no es en vano; puede entenderse como una muestra de afecto, aunque en realidad es un signo de desesperación. Lo que no sabe Santiago, es que el cariño del muchacho no se forjó por los buenos peces que habían capturado juntos ni tampoco depende de que pueda seguir haciéndolo. Él lo quiere por lo que es, no por lo que puede hacer ni lo que representa. Simplemente lo quiere, con ese amor de verdad, que es irracional, que no depende de nada.

Muchas personas lo ignoran, pero El viejo y el mar tiene un final feliz.

Cristóbal Aguilera Medina

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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