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Mi encuentro con Astor Piazzolla, el genio del tango argentino, en el Berlín de 1982 Se cumplieron 25 años de su partida

Mi encuentro con Astor Piazzolla, el genio del tango argentino, en el Berlín de 1982

«Piazzolla me dijo que bueno. Lo abordé en el camarín después de que esa noche tocó en la Filarmónica de Berlín Occidental, la Philharmonie. Era verano de 1982. Yo vivía ahí mi destierro desde hacía siete años. Me fui a casa con el corazón en bandolera. Crecido más alto que el Muro de Berlín. El astro aceptaba la entrevista. Esa noche su bandoneón atacó con siete filos. Destripó estómagos. Mi recuerdo es que casi toda la noche pulsó su bandoneón alemán Doble A con los ojos cerrados. Hay magia que no se mira», recuerda en este texto el periodista Jorge Escalante.


Piazzolla me dijo que bueno. Lo abordé en el camarín después de que esa noche tocó en la Filarmónica de Berlín Occidental, la Philharmonie. Era verano de 1982. Yo vivía ahí mi destierro desde hacía siete años. Me fui a casa con el corazón en bandolera. Crecido más alto que el Muro de Berlín. El astro aceptaba la entrevista. Esa noche su bandoneón atacó con siete filos. Destripó estómagos. Mi recuerdo es que casi toda la noche pulsó su bandoneón alemán Doble A con los ojos cerrados. Hay magia que no se mira.

En el teatro celestial de sus obras, por debajo de los rusos arrancados de la armonía en laberintos sin destino de comienzos del siglo XX, yo creí siempre descubrir el tango. El asalto patotero de galán porteño engominado. De bigotito recortado al espinel. El orillero desalojado del amor. El milonguero vengador del abandono. El del chorro en curda lagrimeando por la naifa pilla que le rompió el encanto fulero.

Pero yo quería que él me lo dijera, a ver si era cierta mi sensación. O me acusara de entrometido ignorante que le hacía perder el tiempo preguntando estupideces de aprendiz.

Esa noche en la Philharmonie los alemanes salieron levitando. ¡Quién era este argentino que les venía a chasconear el orden de la vida! Ahí, en esa misma sala, ellos habían visto al rey Von Karajan dirigir la Filarmónica de Berlín. Claro, el petizo les regalaba el fuego de Wagner y y los truenos de Beethoven. Después volvían a casa tarareando algún acorde de la Obertura de Tannhäuser, y como cada tardenoche, cenaban tranquilos el Abendbrot.

Pero este argentino les azotaba las tripas. Los hacía soñar. Entonces no se iban directo a casa por el Abendbrot, sino a la Kneipe por la cerveza que les maceraba la lengua y les ponía los huesos livianos.

Foto de la noche del concierto. Autor: Jorge Escalante.

– ¡No me deje esperando -me advirtió Piazzolla-, a las cinco mañana en la cafetería del hotel.

Estaba sentado ocupando una mesa cuando entré diez minutos antes de la hora. Tomaba café con galletas. Me senté enfrente suyo y puse mi grabadora encima de la mesa. Me comentó que le pareció que la Filarmónica tiene la forma de un águila por su estructura.

– Usted es buen observador, igual que yo. A mí también me parece un águila…una que recoge las alas y se amansa cuando ahí suena el barroco-, le dije.

A poco andar de la entrevista le hice la pregunta, por cuya respuesta esperaba años. Su respuesta. Salida de su boca:

– Usted se fue totalmente y para siempre del tango, o el tango está siempre en un rincón de su obra?

– Mire, la cosa es así. Yo nunca me fui del tango como me acusan algunos. Yo por arriba, creo, hago música, por arriba de mi obra está siempre lo clásico…Schostakovich…la música fugada de la armonía de los rusos de los años veinte…pero por debajo siempre está el tango…¡siempre! Yo jamás traicioné al tango, Señor.

Su respuesta me mandó directo a la línea del horizonte. ¡Qué orgullo! El astro, el propio astro, sentado ahí enfrente mío, confirmaba lo que yo siempre sentí cuando empecé a amar su música.

¡Piazzolla nunca traicionó al tango! La médula del tango, su ADN, siempre está ahí.

Le hablé de lo que yo siempre sentí, más que pensarlo…y que ahora él me lo confirmaba. Bastaba escuchar esa caída vertiginosa de Contrabajeando, que terminaba tendida encima de una mesa de cafetín de Buenos Aires, y arrancaba el estómago hasta el punto más alto de la garganta.

En medio de la entrevista Piazzolla ordenó más café: two more coffee please, dijo al camarero en un inglés aporteñado. Revolvía incansablemente su taza metiendo bulla con la cucharilla.

De pronto me lanzó un halago:

– Oiga, usted sabe de tango y de mi música, por eso me buscó anoche.

Fue como si un hada vaciara un bálsamo tibio sobre mi piel. Era cierto, yo sabía de tango y adoraba su música, pero distinto es que me lo dijera el mismo astro, que revelaba un ego más alto que el Everest.

Me dijo que su obra más querida era Adiós Nonino, que Piazzolla compuso en recuerdo de su padre fallecido en Mar del Plata en 1959. Yo quería saberlo, porque entre tantas estrellas y planetas con sus lunas, quise conocer cuál era el sol para él.

La entrevista fue larga. Piazzolla se olvidó de la grabadora. Nunca la miró. Seguía jugando con la cucharilla en la taza mientras hablaba.

Cuando las palabras revelaron que el encuentro llegaba al final, me lanzó la pregunta a la cual yo temí durante las dos horas que lo tuve al frente:

– Bueno, y ¿dónde va a publicar la entrevista?

Vacilé antes de responderle. Porque fui a enfrentar al genio con la patudez de robarle dos horas de su tiempo, sin saber dónde iba a publicarla. Yo recién comenzaba mis estudios de Ciencias de la Comunicación en la Universidad Libre de Berlín Occidental.

– No lo sé todavía, don Ástor, pero la voy a publicar, cuando vuelva a Chile. La quiero publicar en Chile.

– Bueno, pero cuando la publique mándeme una copia a Punta del Este donde estoy residiendo ahora.

Me dio la dirección en una servilleta. Nos levantamos al mismo tiempo. En fracciones de segundo pensé que apenas estrecharle la mano era un insulto. Entonces le di un abrazo y un beso, y le agradecí mil veces que existiera.

Piazzolla se sorprendió. Calló unos segundos y me dijo:

– Fue una grata conversación, yo no sabía con quién y con qué me iba a encontrar, pero me agradó esta charla.

Nos alejamos. Él en dirección al ascensor del hotel, y yo a la puerta de salida. Me di vuelta y descubrí que me miraba esperando el ascensor.

Levantó una mano en señal de despedida y me gritó con una sonrisa:

– ¡Y no se olvide de mandarme la entrevista!

En mi retorno a Chile el cassette se extravió. Lo encontré muchos años después dentro de una caja. Recién pude publicar la entrevista en el Diario La Nación, muchos años después de su muerte el 4 de julio de 1992.

No pude cumplir con mandársela. Pero quizás Piazzolla nunca más se acordó de mi promesa.

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