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Ictus y GAM: Testimonio de dos viejos amigos Opinión

Ictus y GAM: Testimonio de dos viejos amigos

Ictus y GAM son dos amigos que luego de décadas sin verse, vuelven a juntarse para ese juego de la complicidad creativa. Uno tiene 60 años y el otro está en la cuarta década. El primero fue actor y testigo de toda la utopía destruida a sangre y fuego por el golpe de Estado, mientras el edificio de GAM fue fruto de un hermoso polvo en la playa durante la UP. El edificio antes de cumplir tres años fue raptado durante 17 años por fascistas, algo similar a los niños robados en la Argentina en los setentas.


Tenía 15 años y se estaba cayendo el muro cuando fui a ver mi primera obra del teatro Ictus, en escena estaban Secall, Bruna y Noguera en La Noche de los Volantines. Versaba sobre una borrachera de tres oficinistas y de cómo el trago los iba llevando por diversas etapas del ánimo y la confesión personal, en un país marcado por el toque de queda y la censura.

La obra Esto (no) es un testamento de Ictus en el GAM, es una recreación sobre lo construido en sesenta años por este legendario teatro, fundado en 1957. No es coincidencia que esta puesta en escena se realice además en el cuarentón edificio, hoy casa del centro cultural Gabriela Mistral y que por 17 años fuera centro del poder legislativo de la dictadura.

No me importa lo que digan hoy los físicos, se puede viajar en el tiempo. En lugar de  la velocidad luz, los humanos podemos hacer este  periplo mediante la memoria y la emoción, los mejores cosmonautas para esa travesía son los artistas.

En la película Fresas Salvajes de Ingmar Bergman, el cineasta  realiza este ejercicio. El sueco dio con la inspiración para su obra cuando viajaba por Upsala, tierra natal y ya era un artista consolidado. Al llegar a la casa de su abuela imaginó que el Ingmar adulto, abría la puerta de su habitación de infancia y encontraba ahí todo tal como lo tenía dispuesto a sus 10 años, para  volver al presente sólo debía cerrar la puerta.

En Fresas Salvajes el anciano doctor ​Isak Borg debe ir a recibir un importante premio, pero el sólo hecho de optar por hacerlo en auto junto a su hijo y su nuera, lo obligan a  pasar por las tierras de su juventud, en intenso viaje espacio temporal por sus fantasmas, alegrías y fracasos.

Ictus y GAM son dos amigos que luego de décadas sin verse, vuelven a juntarse para ese juego de la complicidad creativa. Uno tiene 60 años y el otro está en la cuarta década. El primero fue actor y testigo de toda la utopía destruida a sangre y fuego por el golpe de Estado, mientras el edificio de GAM fue fruto de un hermoso polvo en la playa durante la UP. El edificio antes de cumplir tres años fue raptado durante 17 años por fascistas, algo similar a los niños robados en la Argentina en los setentas.

Cuando los militares se robaron al GAM bebé en septiembre del 73, el Ictus era un joven de 18 años muy exitoso, que se había ido de la casa de los padres del Teatro de Ensayo  de la Universidad Católica. Ya tenían sala propia y sus actores eran figuras de la naciente televisión, habían logrado enormes éxitos teatrales y por sus filas transitaban actores de primera línea.

Ictus ayudó a construir en los 60 el contexto espiritual e intelectual de un país que en plena guerra fría deseaba una revolución, un cambio radical ante tanta injusticia y pobreza, era un laboratorio donde se  trataba de rescatar y construir una identidad.

Ahora Ictus se tomó un café con ese niño robado, para contarle su historia y en escena disfrutamos a María Elena Duvachelle, Paula Sharim y José Secall, mientras Nissim Sharim también actúa, desde su casa gracias a las tecnologías de hoy, pues padece una enfermedad compleja.

En la obra estos actores fundadores nos cuentan cómo edificaron todo de la nada y sobretodo recrean los años en que sus actores se fueron al exilio, volvieron a luchar contra la dictadura, esa que les asesinó a familiares tan cercanos como el sociólogo José Manuel Parada, torturado y degollado en el 85 por la Dicomcar.

A veces la rebeldía de los sesenta dialoga con la escasa que hubo en los noventa. En este relato, la presencia de Paula Sharim es clave, pues ella es contemporánea del edificio GAM. Paula ingresó a trabajar a fines de los años 80 en la Noche de los Volantines, era la niña vendedora de flores y de ahí en adelante le ha tocado ser viga maestra en la defensa de la sala Ictus en estos 27 años de neoliberalismo.

Los nacidos entre el 68 y el 73 tuvieron un diálogo generacional con los sesenteros desde los noventa en adelante y no fue fácil, muchas veces muy ingrato a pesar del respeto y cariño.

Aclarar sí, que pocos G90 heredaron un gen rebelde. Lo muchachos de los noventas en su mayoría eran una prole materialista, indiferente,  sin muchos interesados en cambiar la institucionalidad económica y política de Pinochet. No iban a sacrificar juventud ni aspiraciones profesionales en una guerra perdida, como los G-80. Tenían metas, no sueños, veían ese bodrio de “Friends”.

Muy pocos G90 abrazaron una utopía como Paula Sharim y no lo digo por diplomacia. En un monólogo final, explica cómo ha debido darle continuidad a esta sala, defendiendo al Ictus de un crédito  bancario de 12 años, en el contexto de un país donde ahora cada uno se rasca con sus propias uñas.

Como ella dice en la obra, nadie valora la  epopeya de mantener el proyecto Ictus en estos últimos años, era de co gobierno entre los poderes económicos y la Concertación, hoy NM. Los Ictus sesenteros, pertenecieron a una comunidad real y solidaria de personas íntegras y concretas, que se activó para construir un proyecto social, para luego salvar el pellejo cuando soltaron a los criminales. Hoy, los amigos son sólo virtuales.

Esa niña de las flores del 89, hoy está a cargo y espero que haya encontrado a la generación 2000 para seguir dando la pelea, pues en Chile la cultura es una de las últimas prioridades para los neoliberales de izquierda y derecha.

Y si esto no es un testamento, espero que sí sea un testimonio, de ésos que los fondistas se pasan en la carrera de relevos de 4×400 mts.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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