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Una generación en busca de redención: a propósito de La dimensión desconocida, de Nona Fernández La no vela es una búsqueda desesperada, interminable, de redención

Una generación en busca de redención: a propósito de La dimensión desconocida, de Nona Fernández

Pablo Torche
Por : Pablo Torche Escritor y consultor en políticas educacionales.
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La novela toma como punto de partida el caso real de Andrés Valenzuela, un personaje problemático, macabro, desde alguna perspectiva resquebrajada tal vez heroico, con el que la autora se cruza en el curso de un trabajo de investigación para un documental. Referido en el libro como “el  hombre que torturaba”, Valenzuela es un ex agente de la DINA que participó en algunos de las más escabrosas violaciones a los derechos humanos de la Dictadura, y que en 1984 decidió desertar y entregar toda la información con que contaba a una periodista de la revista Cauce, y posteriormente a la Vicaría de la Solidaridad.


En La dimensión desconocida, su  última novela, Nona Fernández (1970) vuelve sobre la obsesión que ha dominado gran parte de su obra, el impacto que dejó la dictadura sobre una generación que vivió bajo su signo oscuro el tránsito de la niñez a la adultez. Maniatada en una posición sin culpa, pero también sin redención, se trata de una generación traumática y traumada, metáfora de un Chile que todavía no logra recuperarse de las heridas de su gran tragedia histórica.

A diferencia de sus trabajos anteriores, Fernández elude aquí cualquier tipo de experimentación formal, y adopta en vez un estilo llano y directo, a mitad de camino entre el reportaje periodístico y el recuento autobiográfico, registro que recuerda un poco, por ejemplo, las novelas de Emanuelle Carrère. Resulta difícil no ver en esta propuesta de Fernández el nuevo eslabón de un programa, un último intento, desesperado quizás, por capturar lo que efectivamente ocurrió en el Chile de la Dictadura, la forma en que el terror de estado y sus ramificaciones llegaron a invadir la vida privada de todos los chilenos.

La novela toma como punto de partida el caso real de Andrés Valenzuela, un personaje problemático, macabro, desde alguna perspectiva resquebrajada tal vez heroico, con el que la autora se cruza en el curso de un trabajo de investigación para un documental. Referido en el libro como “el  hombre que torturaba”, Valenzuela es un ex agente de la DINA que participó en algunos de las más escabrosas violaciones a los derechos humanos de la Dictadura, y que en 1984 decidió desertar y entregar toda la información con que contaba a una periodista de la revista Cauce, y posteriormente a la Vicaría de la Solidaridad.

A partir del relato de Valenzuela, entremezclado con los recuerdos y vivencias de la autora, Fernández recupera las historias trágicas de algunas de las víctimas de las Dictadura. Por más que se intenta un registro fidedigno, hay por cierto una “novelización” de los eventos narrados, pero el recurso, en vez de trivializarlos, tiene el efecto de volverlos dramáticamente reales. Es como si los hechos salieran por fin de los anales de libros de historia, para adquirir vida propia, seres de carne y hueso, mezcla de heroísmo y traición, gestos sublimes inesperados y también errores, mezquindades, cobardía.

Así, el caso trágico de Carol Flores, que llegó a un acuerdo con sus torturadores para salvarle la vida a sus hermanos y su familia, y se transformó en un informante de la DINA. El caso de Miguel Rodríguez Gallardo (el “Quila Leo”), que era capaz de “mantener la cabeza clara y no quebrarse”, no sólo para resistir las torturas sin hablar, sino incluso para guardar un último gesto de cariño para con su torturador, una especie de Cristo redivivo encarnado en la figura de este tornero de tres hijos hecho desaparecer por el régimen. Así el caso de los militantes del MIR que viajan a un entrenamiento en el extranjero, y dejan a sus hijos a cargo de una familia de chapa, la cual termina siendo descubierta y acribillada. Así el adolescente salvado casi por milagro (porque nadie se acordó de él), que deambula solo por las calles de Santiago pensando que el hecho de haber sido olvidado por todos es precisamente su carta de salvación, pasaporte para iniciar una nueva vida.

Así el caso de tantos otros nombres y rostros que se asoman como de refilón a la trama, verdaderos personajes secundarios de la novela, y también de la historia, que terminan siendo engullidos por el remolino convulso de los acontecimientos donde resulta difícil distinguir dónde acaba la conciencia individual y dónde empieza a disolverse en la marea agobiante de procesos sociales más amplios.

La mujer que se sube a una micro sólo para gritar “¡Ladrón!” a un hombre que está a punto de ser detenido por las fuerzas de la represión, el agente que se disfraza de cura para intentar obtener información sobre el delator. Así también el caso de la periodista de la revista Cauce y el abogado de la Vicaría de la Solidaridad, que deciden, literalmente, jugarse la vida para salvar al “hombre que torturaba” y ayudarlo a salir del país antes de dar a conocer y hacer uso de su testimonio.

La fuerza gravitatoria que une y da sentido a todas las historias de esta novela excepcional, es la búsqueda de alguna forma de redención. Poco a poco nos damos cuenta que todos los personajes, de una u otra manera, lo que están haciendo es tratar de salvarse. Desde luego en algún nivel, es un intento muy concreto de escapar de las fuerzas de la Dictadura, “salvar el pellejo”, por así decir. En un sentido más profundo, sin embargo, se hace evidente que los personajes andan detrás de otro tipo de salvación. La razón por la que están dispuestos a arriesgar su vida, a inmolarse y errar, se relaciona con la búsqueda de una posición en un orden más amplio, que se inicia entre coordenadas políticas e históricas, pero se expande hacia un ámbito de carácter trascendente. Quizás esta es la verdadera dimensión desconocida a la que alude el título, y que se recuerda tan machaconamente a lo largo de la novela: no una serie de televisión sobre eventos paranormales, sino un espacio misterioso en el que el ser humano, de forma quizás instintiva y sin saber por qué, busca alguna especie de sentido.

Resulta extraño e incluso espeluznante, que el “hombre que torturaba” (de alguna forma el protagonista que vertebra la novela), encuentre entre sus páginas alguna forma de redención. Por más que asediado en sus pesadillas por ratas de ojos rojos, su defección y delación lo sitúan al menos en un camino de reencuentro con su humanidad.

A las numerosas víctimas cuyos casos se recuentan, la novela también les concede un espacio final de salvación y consuelo, aunque sea en la forma de alucinaciones oníricas al momento de morir, o baños abisales en mares de papel lustre, mitad fantasía, mitad realidad.

El caso de la narradora, alter ego de la autora y al mismo tiempo símbolo de una generación que todavía busca ajustar cuentas con su pasado, es más complejo. Una generación que cuando escuchó ráfagas de ametralladoras se asomó a la ventana para saber qué ocurría. Una generación cuyo tránsito a la adultez significó abrirse gradualmente a la conciencia de estar inmersos en un escenario trágico, en el que era necesario tomar partido. Una generación que trató de organizarse, tirar piedras, huir del guanaco, para aportar con un granito de arena en la lucha contra la Dictadura. Una generación que recuerda también el momento en que, sin saberlo, se subió al auto de un agente de la Dina para dar un paseo por el parque O’Higgins con una compañera de colegio. Una generación –un país– que, mirando en retrospectiva, todavía no logra comprender bien lo sucedido, todavía no logra sentirse en paz.

En ese sentido, esta novela es también, en sí misma, una búsqueda desesperada, interminable, de redención. En términos personales, una travesía por el pasado reconstruido para hacer sentido de la vida actual. En términos colectivos, un intento por dibujar el mapa de aquella dimensión desconocida en que la fractura histórica de un país se intersectó con las vidas cotidianas de cada uno de sus habitantes, dejándolas marcadas para siempre.

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