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Película «Desobediencia»: la emergencia de la identidad CULTURA

Película «Desobediencia»: la emergencia de la identidad

César Farah
Por : César Farah Dramaturgo, novelista y académico, es docente en la Universidad de Chile, Universidad Adolfo Ibáñez y Uniacc. Ha escrito las novelas La Ciudad Eterna (Planeta, 2020) El Gran Dios Salvaje (Planeta, 2009) y Trilogía Karaoke (Cuarto Propio, 2007), así como la trilogía dramatúrgica Piezas para ciudadanxs con vocación de huérfanxs (Voz Ajena, 2019), además, es autor de la obra El monstruo de la fortuna, estrenada en Madrid el año 2021, también ha escrito y dirigido las piezas dramáticas Alameda (2017, Teatro Mori), Medea (Sidarte 2015-2016, México 2016, Neuquén 2017), Vaca sagrada (2015, Teatro Diana), Tender (2014-2015, Ladrón de Bicicletas) y Cobras o pagas (2013-2014, Ladrón de Bicicletas).
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Hace poco, en una entrevista, Sebastián Lelio comentó que había sido emplazado por alguien del público, respecto de esta película, porque las actrices que desarrollaban los personajes centrales, no eran, en su vida real, lesbianas. Suelo no atraer anécdotas externas a los trabajos (fílmicos, teatrales), sobre la premisa que las obras pueden y deben explicarse por sí mismas, sin embargo, en este caso, hago una excepción, por que la pequeña y (no tan) curiosa situación, trae luz sobre el filme que, precisamente, ahonda en los límites de la identidad y la posibilidad de la libertad en ella, a partir del amor en un sentido amplio del término.

El argumento cuenta la historia de dos mujeres, Ronit (Rachel Weiz), una fotógrafa en Nueva York, hija de un rabino, que regresa a Inglaterra, a la comunidad judía donde nació y que -posteriormente-  también la rechazó. El retorno de Ronit es gatillado por la muerte de su padre, quién no solo es un rabino, sino el más importante de la comunidad. Ronit, como se ha dicho, años atrás fue exiliada (o autoexiliada) del espacio socio cultural en que creció, debido a la relación que sostuvo en su juventud con Esti (Rachel McAdams), su amiga de infancia y quien ahora se encuentra casada con Dovit (Alessandro Nivola), quién es el discípulo directo de su padre y quien, además, está naturalmente llamado (por su maestro, por la comunidad, por él mismo) a heredar su lugar.

El regreso, para Ronit, es una necesidad interna y nunca del todo clara, de hecho, las razones que da para volver son cambiantes a lo largo de filme, lo que sí parece más evidente es que este viaje de retorno, supone el reencuentro con una comunidad que siente lejana, hostil incluso y en la que nunca se sintió a gusto, una sensación que, según vemos, no cambia.

Recibida amablemente en casa de Dovit y Esti, el reencuentro con esta última resulta inevitable. No solo se trata de un reencuentro físico, sino también de una remembranza, corporal, emotiva y de pensamientos, en torno a ese amor juvenil y trunco que supone una necesidad interna, por parte de ambas, que resulta avasalladora. Es, desde ahí, que emerge el conflicto primigenio en la película, pero que se abre en múltiples líneas de acción, de hecho, a pesar de lo que aparenta, la película es bastante coral, pues dota de sentido y profundidad a cada uno de los personajes y sus historias, de manera que el clásico triangulo amoroso se ve dislocado y replanteado por muchas más razones que la problematización de género.

Grabada de manera intima, dejando espacios para diálogos y reflexiones, la película administra los procesos internos de los personajes con pulcritud y precisión, permitiendo que los diálogos y los silencios tengan su ritmo propio e interno, sin por ello tornarse en una película lenta o pesada.

En cierto sentido, es posible leer la película como un trabajo sobre el amor y cómo este permite la emergencia de la identidad y, en esa lógica, esta última solo puede ser una consecuencia del ejercicio de la libertad. Cuando cada uno de los personajes centrales se ven forzados a tomar decisiones radicales respecto de su existencia, son decisiones que suponen, precisamente, el ejercicio de la libertad y ello nos recuerda a Sartre, diciéndonos que estamos condenados a la misma, pues nada hay que podamos hacer para eludir esa posibilidad; aún en las situaciones más cerradas y coercitivas, podremos decidir cómo viviremos dichas circunstancias.

Desde esta perspectiva, es un acto de amor lo que determina la esencia de la película, un acto de amor que deviene en el perdón, no solo hacia otros, sino también en la posibilidad del perdón interno, de la redención, en un sentido profundamente espiritual, pues, más allá de dogmas religiosos, la historia implica la posibilidad de la aceptación y la generosidad hacia ese Gran Otro que es el mundo al que como personas nos enfrentamos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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