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¿Economía versus política? Opinión

¿Economía versus política?

Eugenio Rivera Urrutia
Por : Eugenio Rivera Urrutia Director ejecutivo de la Fundación La Casa Común.
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«Si se quiere radicar el poder de decisión del Ejecutivo en el ministro de Hacienda, lo lógico sería que fuera ese el cargo de elección popular y no el de Presidente de la República. La pretensión de Marfán de radicar en una autoridad no elegida democráticamente las principales decisiones del Estado es consistente con una política aplicada en los Gobiernos de la Concertación (y naturalmente de Pinochet), de radicar algunas de las decisiones más importantes de la política pública en organismos en que los resultados electorales no tienen ninguna influencia».


La reciente disputa entre la diputada Camila Vallejo y el ministro de Hacienda Rodrigo Valdés ha puesto en la agenda pública el debate sobre el trasfondo de la discusión. Carlos Peña, en su columna habitual en El Mercurio, ha interpretado el altercado como una expresión de la tensión entre economía y política. El integrante de CIEPLAN, Manuel Marfán, ha abordado implícitamente el debate aludiendo a la confrontación entre la “lógica política” y la “lógica económica”, sosteniendo que “forma parte de este Gobierno el desmerecer a la lógica económica”. Estamos frente a un tema que recorrerá lo que queda del actual Gobierno y cruzará la campaña electoral del 2017.

Para Carlos Peña, en su columna “Camila Vallejo versus Rodrigo Valdés”, el debate entre ambos personeros trasluce una fuerte tensión entre la economía y la política. Aunque no precisa a qué quiere aludir con esa tensión, el rector de la UDP con agudeza llama la atención de que bajo la dictadura habría predominado la política que habría impuesto la economía de mercado. Paradójicamente, bajo la democracia reinstaurada, la economía fue subordinando progresivamente a la política.

En ese contexto, según Peña, Valdés intenta esgrimir su saber técnico para imponer su voluntad, piensa que es la economía la que detecta los límites inmutables. Para Valdés, el político sabe qué quiere, pero es el economista quien sabe cómo obtenerlo. Y el “cómo”, indica a veces que el “qué” simplemente no es posible.

Vallejo, por su parte, releva como la tarea fundamental de la política el mover los límites de lo posible. Para Peña se trata de dos modos, diametralmente opuestos, de concebir la política. Desde nuestro punto de vista prefiguran dos proyectos políticos distintos. Ello queda en evidencia al analizar las declaraciones de Manuel Marfán a La Tercera. Cuál va a predominar sobre el otro es un tema que se debe dilucidar junto con elegir el candidato presidencial de la centroizquierda.

Es su entrevista, Manuel Marfán desde otra perspectiva aborda el problema. Según él, no son los propósitos los que lo diferencian del Gobierno; la diferencia radicaría en que, en contraste con el Gobierno, él considera que para lograr sus objetivos es necesario el crecimiento económico. Y en ese contexto, según su opinión, las reformas sacrificaron el crecimiento económico, lo que constituyó un craso error.

En su visión, esas reformas fueron expresión del predominio de “la lógica política” entendida como apresuramiento (la teoría de “saltar etapas”), infantilismo (pretender la gratuidad universal) y sobre todo corporativismo (de los estudiantes en relación con la reforma educacional y de los trabajadores en relación con la reforma laboral).

No explica, Marfán, por qué el logro de un equilibrio entre trabajadores y empleadores –presente en los países europeos más desarrollados– es una señal de corporativismo. Como socialista debería explicar, además, por qué la fuerte oposición que manifestaron los empresarios a la reforma, no es una señal, esa sí de corporativismo. Es legítimo que Marfán no esté de acuerdo con la idea de gratuidad universal; debería sin embargo explicar por qué promover esa política es corporativismo. Resulta al menos poco plausible, que los estudiantes izquierdistas, luchen por la gratuidad, solo para defender el “interés corporativo” de los más ricos.

Para Marfán aceptar estas presuntas demandas corporativas degradan la lógica económica. El académico da por sentado que no es necesario explicar ese concepto, presumiendo probablemente que su significado es transparente. Algunas afirmaciones permiten vislumbrar a qué se refiere. Valdés habría reposicionado la “lógica económica” al manejar mejor las finanzas públicas, cuestión que no habría logrado respecto de la reforma tributaria, la laboral y menos en relación con la discusión constitucional. Marfán señala que lo mejor es que la lógica económica y la lógica política dialoguen; él crítica al actual Gobierno, pues habría impuesto un diseño en que la autoridad económica tiene menos peso.

Contra eso, más o menos explícitamente sugiere que Valdés amenace a la Presidenta con renunciar si no acepta su diseño de política fiscal. Es difícil de entender que esta sea la manera de traducir la idea de que la lógica económica y la lógica política dialoguen. Por otra parte, si se quiere radicar el poder de decisión del Ejecutivo en el ministro de Hacienda, lo lógico sería que fuera ese el cargo de elección popular y no el de Presidente de la República. La pretensión de Marfán de radicar en una autoridad no elegida democráticamente las principales decisiones del Estado es consistente con una política aplicada en los Gobiernos de la Concertación (y naturalmente de Pinochet), de radicar algunas de las decisiones más importantes de la política pública en organismos en que los resultados electorales no tienen ninguna influencia.

Marfán ha venido reiterando la idea de la necesidad de defender la lógica económica, sin aclarar suficientemente qué entiende bajo ese concepto. No se trata de una invención del ex miembro del Consejo de Banco Central; se trata de una discusión internacional de larga data que conviene precisar para aclarar lo que está en juego. Todorov sostiene que a partir del siglo XVIII se empieza a pensar la economía como una actividad aparte, separada de la moral y la política, por lo cual se considera que escapa a todo juicio de valor.

Rompiendo con una larga tradición, Locke sostiene que el hombre es dueño de su trabajo, incluso antes de relacionarse con otros individuos. Sus sucesores interpretan las relaciones entre los seres humanos como si fueran relaciones entre los individuos y las cosas asimilando lo social al mundo físico lo que aísla el campo económico del resto de la vida social.

La consecuencia es que el ámbito de la acción política se ve notablemente limitado. Es la idea del “dejar hacer y dejar pasar” que presupone que la acción de los individuos está dirigida por leyes inmutables y que las conductas apuntan hacia el progreso de la mente humana. De lo que se trata es de conocer esas leyes y, como la ciencia puede conocerlo todo, remodelar la sociedad es un problema técnico como cualquier otro. De esta forma, las decisiones en materia fiscal, en política monetaria y en política pública, si predomina la “lógica económica”, responden a consideraciones técnicas y que, por tanto, se ubican por sobre los intereses de los grupos, los cuales aparecen como enceguecidos por sus intereses privados.

Se trata de un iluminismo, que se emparenta con los funcionarios de los antiguos países socialistas, que pretendían conocer lo que le convenía a la población y rechazaban como inconducente al sistema democrático. El predominio de la lógica política, tiene que ver con la idea de que no hay un futuro mejor que el que deciden los ciudadanos sometidos al imperio de la ley que han concordado en conjunto.

Los grandes avances sociales luego de la crisis del año 1929 y sobre todo luego de la Segunda Guerra Mundial, fueron resultados de las decisiones políticas de los ciudadanos que llevaron a numerosos Estados a garantizar a la población un desarrollado sistema de protección social. La necesidad de reconstruir Europa no fue argumento para postergar la construcción del Estado de Bienestar. Más en general, los Estados europeos se constituyeron en el marco político que no solo estableció límites a la lógica económica, sino que definió la dirección que tomó el crecimiento económico. Lo paradójico, para algunos, es que ese modelo permitió un crecimiento económico acelerado e inigualable, hasta que los países del Asia han roto todos los récords.

La globalización ha puesto en cuestión este modelo. Permite que los agentes económicos escapen fácilmente del control de los Gobiernos. A la primera traba, las empresas trasnacionales trasladan sus fábricas al país que les resulta más beneficioso. Estos procesos, junto con la inmigración, están creando graves dificultades en los países desarrollados y son caldo de cultivo para la explosión de movimientos ultranacionalistas.

En el libro “Estado de crisis”, Zygmunt Bauman llama la atención que, subyacente a la creciente irritación de la población, se encuentra el proceso de globalización que, carente de todo control democrático, ha traído consigo la separación entre poder y política, esto es, la separación entre el sistema político (representativo del pueblo y por consiguiente democrático) en el ámbito local, reducido a labores de administración rutinaria, incapaz de afrontar y resolver los problemas que el poder global (sin representatividad política y , por tanto, antidemocrático en su esencia) impone. El poder global adquiere así un control sobre la política, con lo que domina a las sociedades impidiendo toda resistencia.

Este poder global aparece como un poder impersonal, que flota libre con escasas sino nulas restricciones en “el espacio de flujos” extraterritorial despolitizado, es probablemente la mejor definición de lo que Marfán llama la “lógica económica” a la cual la lógica política debe sujetarse. Esta situación que se traduce en un debilitamiento de la capacidad del Estado para proteger a sus ciudadanos, o lo que llama Streeck la “neutralización del Estado y la política” respecto de las demandas populares, contribuye decisivamente a la desafección ciudadana frente al sistema político. Pareciera que la respuesta más racional a este poder es la sumisión de la población y del sistema político. No obstante, esa respuesta no solo no asegura la protección de las actuales y próximas generaciones, sino que, como señala Todorov, es una amenaza “intima” que pesa sobre la democracia. El que sobre los Estados Unidos penda la posibilidad de un presidente Trump, es un testimonio elocuente de esta amenaza.

Eugenio Rivera
Fundación Chile 21

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