La elocuencia de los hechos no deja lugar a dobles interpretaciones: por fin la mano de la justicia tocó las puertas del palacio de la FIFA en Zurich.
En rigor, el golpe aún no llega al corazón mismo del organismo rector, sino que sacudió a algunas de sus entidades relacionadas y a personeros que, siendo de mayor o de menor importancia, no son Joseph Blatter, el actual timonel de la Federación Internacional de Fútbol Asociado.
Un dirigente bajo cuya administración se cometieron sobornos, fraudes masivos y blanqueo de dinero, entre otros cargos que formuló Loretta Lynch, la Fiscal General de Estados Unidos. Todo, bajo la tipificación de «organización mafiosa».
Ya hay 14 detenidos, pero, como dijo la propia Fiscal, «esto es sólo el comienzo…»
Dos vicepresidentes de la FIFA, el uruguayo Eugenio Figueredo y el caimanés Jeffrey Webb, así como el ex presidente de la Conmebol, el paraguayo Nicolás Leoz, figuran entre los acusados de 47 crímenes ante el tribunal de Brooklyn (Nueva York).
El resto de los dirigentes imputados son el costarricense Eduardo Li, el nicaragüense Julio Rocha, el trinitense Jack Warner, el venezolano Rafael Esquivel, el brasileño José María Marín y el caimanés Costas Takkas.
Sin embargo, nadie -absolutamente nadie- que ha seguido la historia de la FIFA en las últimas décadas y que tiene un mínimo conocimiento del perfil de quienes rigen sus destinos (es decir, los destinos del fútbol mundial) podría soprenderse con la noticia.
Sería lo mismo que perder el aliento ante una acusación de soborno o corrupción sobre algún político chileno o, más allá, por actos atentatorios a los derechos humanos que apunten a un ex miembro de la DINA o la CNI.
La pregunta, en todos estos casos, es otra: ¿cómo no se fiscalizó antes? ¿Cómo la justicia tardó tanto en llegar frente a situaciones que parecían muy evidentes?
La interrogante tiene más de una respuesta, aunque una de ellas sería que los tentáculos de esta verdadera mafia institucional abarcan áreas más profundas, relacionadas con el poder económico de las transnacionales o el mundo político, todos ávidos por coger una parte del botín que genera el «negocio del fútbol».
Cuando el antecesor de Blatter, el brasileño Joao Havelange, se jactaba a mediados de la década de los ’80 de que la FIFA se había convertido en la tercera multinacional más importante del planeta, con ganancias sólo superadas por las que arrojan la indutria automoriz y la farmaceútica, quedó claro el giro que había tomado el asunto.
La FIFA se convertía, así, en una máquina para hacer dinero y generar poder. Todo los demás -el juego mismo- quedaba subordinado a estas variables.
Los máximos personeros de la entidad, al tiempo que creaban burdas o complejas alianzas y conspiraciones para aumentar sus respectivos patrimonios, se paseaban por el mundo investidos con privilegios de jefes de estado y Blatter, por ejemplo, era recibido con alfombra roja en cada aeropuerto donde aterrizaba su jet privado. Todos querían estar cerca del «capo» suizo, como antes hacían lo propio con el brasileño Havelange.
Cada una de las confederaciones que representan el fútbol de todos los puntos cardinales obedecen todavía los mandatos de Zurich, tal como refleja la obsecuente historia reciente de la Confederación Sudamericana de Fútbol, primero con Nicolás Leoz y ahora con Juan Ángel Napout.
Pensemos en Sergio Jadue, actual mandamás del fútbol chileno, quien rápidamente se ubicó como uno de los vicepresidentes de la Conmebol. Su llegada a tan alta investidura le otorgó claramente un sello especial a su gestión, al punto de que parecer indiferente frente a requerimientos de organismos estatales (por ejemplo, del IND) o del propio gobierno de Chile.
El caso del ex timonel de la ANFP, Harlod Mayne-Nicholls, también resulta revelador: hombre cercano a Blatter, con indisimuladas ansias de poder -y que en nuestro país lo ejerció despótica e indiscriminadamente-, convertido en un paria de la FIFA después de perder las elección ante Jadue (obvio, Harold ya no era funcional al sistema), ahora alza su voz en contra de la organización, diciendo: «Se veía venir, esta gente tiene que alejarse del fútbol». Claro que no hace mucho, Mayne-Nicholls abanicaba a Blatter con los billetes obtenidos por la corrupción…
Acercarse a Zurich, entonces, representaba (espero que ya no) adquirir un poder casi ilimitado, ínfulas de dirigente probo y visionario, blindado frente a cualquier incidente, por sobre el bien y el mal.
Si esto es válido para Jadue y Mayne-Nicholls, ¿imaginan cómo lo será para quienes tienen el sartén por el mango a nivel mundial?
Dentro de pocas horas, la FIFA comunicará si Joseph Blatter sigue o no al frente del organismo. Porque, aunque resulte exótico, el organismo mantiene a firme las elecciones del viernes, y al suizo, como principal candidato.
¿Alcanzará la Fiscalía General de Estados Unidos a emitir una orden de detención en contra del máximo regente? ¿O presenciaremos cómo, sin pudicia, Blatter asume el cargo por un nuevo período?
Esta última posibilidad desconcierta e indigna, pues dentro de una organización tan vertical como la FIFA, resulta impensable que toda esta corrupción acontecía sin el conocimiento del «alto mando». Y si así hubiese ocurrido (muy improbable), el suizo también sería responsable ya no por acción, sino por omisión.
Es decir, todos los caminos conducen a Blatter.