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Honduras, el nuevo paradigma

Gabriel Angulo Cáceres
Por : Gabriel Angulo Cáceres Periodista El Mostrador
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Una primera gran luz de alerta que lanza el caso de Honduras es sobre el tipo de democracia que está surgiendo en zonas periféricas, y muy especialmente en zonas de inestabilidad crónica, precarias en lo social y económico, o en países poblados por gente levantisca, con fuerte pasado guerrero. No es un misterio que Centroamérica toda, salvo la Costa Rica de las décadas más recientes, ha vivido plagada de estallidos sociales, guerras civiles y volcánicos ajustes de cuenta, que la convierten en zona fértil para todo tipo de experimentos.


Es muy probable que ni siquiera los propios hondureños tengan noción de lo que están protagonizando, pero su crisis será de gran utilidad para la reflexión teórica de los estudios internacionales. No sólo se le tomará como evidencia del agotamiento del multilateralismo tradicional, o se le acotará a ejemplo que ilustre los nuevos significados del concepto soberanía nacional, o se le examinará como el primer gran test que tuvo la administración Obama frente a sus vecinos del sur, sino que, ante todo, se le evaluará como la primera gran crisis que refleja el choque del futuro, aquel entre concepciones diversas de democracia. En ese sentido, Honduras es el nuevo paradigma.

En efecto, la sensación de que el mundo ha entrado a una era de las democracias es más que perceptible. Cuesta imaginarse el mundo de hoy sin democracias. De hecho su número va creciendo de manera exponencial por todo el orbe, lo que ha ido produciendo un fenómeno tan inesperado como intrincado, cual es una creciente diferenciación entre democracias de alta calidad (digamos, dahlianas) con otras degradadas, que muchos denominan iliberal. Estas últimas son aquellas que no cumplen con los requisitos esenciales para un funcionamiento óptimo, asociado al Estado de Derecho. No exhiben requisitos culturales, sociales y económicos (hay quienes creen que las democracias serían un bien de lujo). Lo concreto, es que las democracias iliberal se plantean de manera distinta frente a los demás poderes e instituciones del Estado y entienden de manera también diferente la relación de la sociedad con sus respectivas constituciones. Las democracias de alta calidad y las iliberal tendrían espíritus distintos y formas contradictorias de proyectar sus valores.

Esto lleva a concluir que la conflictividad internacional del futuro, las crisis, las disputas por las hegemonías regionales (y por cierto las guerras), serán entre ambos tipos de democracias, o entre democracias degradadas, o bien al interior de éstas (guerras civiles). Seymour Martin Lipset habla de moral title to rule para referirse a las proyecciones de poder que tiene toda democracia, sea de alta calidad o degradada. Entonces, ¿si los regímenes democráticos sienten (quizás por su naturaleza) un impulso irresistible, no a hacerse hegemónicos, sino a imponerse con todo su peso en todo el territorio de su jurisdicción, por qué no habrían de sentir el mismo impulso hacia el exterior? Toda democracia es orgullosa de sus bases de legitimidad, más allá de lo que opinen sus vecinos, aún cuando éstos se consideren también democracia.

Ya que Honduras no es, ciertamente, un cantón suizo, la complejidad de su crisis la sitúa como caso pionero de este nuevo tipo de conflictividad internacional y doméstica.

Adagio lamentoso

Una primera gran luz de alerta que lanza el caso de Honduras es sobre el tipo de democracia que está surgiendo en zonas periféricas, y muy especialmente en zonas de inestabilidad crónica, precarias en lo social y económico, o en países poblados por gente levantisca, con fuerte pasado guerrero. No es un misterio que Centroamérica toda, salvo la Costa Rica de las décadas más recientes, ha vivido plagada de estallidos sociales, guerras civiles y volcánicos ajustes de cuenta, que la convierten en zona fértil para todo tipo de experimentos. De tal manera que el surgimiento de un conflicto severo entre dos visiones contrapuestas acerca de lo que debe ser una democracia era en Honduras algo más que previsible.

Aún más, el paradigma hondureño tiene la virtud de mostrarse como una navaja con filo doble. Es decir, por un lado muestra una disputa regional sobre los tipos de democracia, y, por otro, deja al descubierto las fragmentaciones internas que suscitan estas opciones. Las luchas intra-democracias e inter-democracias prometen ser reales y sangrientas.

Enseguida, las democracias (ambas, las dahlianas y las degradadas), que miran expectantes un drama de estas características, poco o nada pueden hacer. Sacar o reponer un presidente es, en el mejor de los casos, algo accesorio. Buen ejemplo es que una operación de paz, en nombre de la restauración democrática devolvió al poder al Presidente Aristide en Haití en 1994, y otra operación de paz fue necesaria para atender el desaguisado que armó más tarde este sacerdote en nombre de su visión de la democracia.

Allegro ma non troppo

No es por accidente entonces que los ejes de la crisis hondureña pasen por la constitución y por la sucesión presidencial. Una relación enfermiza con ambas, forma parte casi de la idiosincrasia regional y son de especial gustillo de las democracias degradadas.

Desde temprano, la inestabilidad de casi todos los países durante el siglo XIX obedeció a disputas constitucionales. Al comenzar el siglo XX, las disputas siguieron con entusiasmo similar. En esa vorágine surgió la voz de uno de los grandes caudillos de la revolución mexicana, Gonzalo Santos, cuyo accionar fue siempre de tipo regional pero con ansias intermitentes de ampliar su radio, por lo que llamaba a «darle tormentos» a la constitución para posibilitar ciertas cosas. Esta curiosa inclinación a «darle tormentos» a la constitución ha hecho escuela en los demás países y proseguido con el paso de los años. Incluso, hoy día es frecuente escuchar profundas reflexiones y argumentaciones a favor de más cambios constitucionales, nuevas enmiendas, y, obvio, urgentísimos llamados a asambleas constituyentes. Nos solazamos con los defectos (reales e imaginarios) de nuestras cartas magnas, las encontramos rápidamente anacrónicas, y, últimamente, que son «poco inclusivas». Siempre descubrimos alguna razón para «darle tormentos».

Entre estos ciertamente está el de la reelección presidencial, asunto donde las tentaciones superan todo lo imaginable. Desde mediados de los 80, diecisiete presidentes latinoamericanos no han terminado sus mandatos, sea por turbas descontroladas que los derriban o simplemente por fracasos en los intentos de reelección.

En el caso hondureño, la sola existencia de una cuarta urna despertaba suspicacias, agravadas por el tenso y crispado ambiente generado por las visiones divergentes sobre el camino democrático a seguir. Por muy inocuas que fueran las preguntas, e incluso no fueran vinculantes, como asegura ahora el saliente Presidente Zelaya, llama la atención la incapacidad de los decisores para no advertir lo que se avecinaba ni haber sabido tomar la temperatura ambiente de lo que ocurría efectivamente en el país. Una opción plausible es que supieran el clima y, pese a ello, hayan optado por forzar la creación de una situación revolucionaria. Sea lo que fuere, estamos en presencia de un enfrentamiento entre dos modelos de democracia (degradada).

Para una democracia de calidad (la dahliana), la actividad política se mira de forma distinta. Se actúa con la lógica de la incertidumbre; es decir, que se puede ganar o perder. Que ya pasó la época (lo mismo que en la guerra tradicional), que el ganador gane todo. Hoy prima la lógica que se debe acoger al derrotado. Las democracias de calidad entienden que no se puede imponer prácticamente nada, sino que es necesario conquistar mayorías para promover ciertas líneas de acción. Se sabe que los caminos son a veces lentos y hasta defraudantes, pues con frecuencia los resultados no corresponden a lo planificado ni menos a lo soñado. La democracia es hoy un ejercicio arduo, que exige sacrificios. Premonitoriamente, el presidente mexicano Ruiz Cortínez describía la política con las siguientes palabras: «Esto es como una mesa de comedor con dos tipos de comensales, los que disfrutan su ración de sapos y los que se los tragan con repugnancia».

En 2006, once presidentes latinoamericanos ganaron sus respectivas elecciones y salvo la excepción del mexicano López Obrador, todos reconocieron el triunfo de su rival y se pusieron a trabajar para encantar a sus electores en otra oportunidad. Se trata de un logro importante, pero insuficiente. Sin un juego efectivo entre oficialismo y oposición, donde ambos sepan que no tienen que andar recitando a Kant para asociarlo al Estado de Derecho, no hay democracia de calidad posible. 

Finale molto vivace

No debiera extrañar que algo efectivamente trascendente -como ser un caso paradigmático- nazca en una república pequeña. Así suele ocurrir, especialmente en América Latina, donde las grandes corrientes de pensamiento y de acción política han emergido desde escenarios más bien acotados. La gesta de Bolívar no habría sido posible sin el concurso del diminuto Haití. La materialización de las ideas revolucionarias que se esparcieron por el continente y la inserción de América Latina en la Guerra Fría surgieron de la modesta y aislada Cuba de fines de los 50. Y así numerosos otros ejemplos, donde la chispa que encendió la pradera saltó desde los lugares más impensados.

La crisis hondureña sólo invita al pesimismo. Sus ingredientes hacen inviable la idea de una mediación de tipo multilateral, que quizás logre apaciguar momentáneamente los ánimos, más no una solución de largo plazo. No sólo porque los sucesos ocurren en una de las zonas levantiscas por excelencia, sino debido a lo ineluctable que son ciertos procesos históricos y que Trotsky graficaba con notable precisión: «Es posible que alguien no quiera mirar la guerra, pero ésta es inevitable cuando ella te mira».

Lo de Honduras no es más que el inicio de la nueva conflictividad internacional y de las nuevas fragmentaciones internas.

*Iván Witker, Programa de Estudios Asia-Africa, IDEA-USACH.

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