Publicidad

Así ocultan una masacre en Siria

“Soy periodista y he sido testigo directo del verdadero horror del régimen de Bashar al Asad. Sorteadas las restricciones del régimen sirio a la prensa, viajé con mi equipo hasta Saqba —una región de Damasco—, donde bastaron unos minutos para descubrir los abusos de las autoridades”, relata el profesional.


Cuando un equipo de periodistas extranjeros entró en el suburbio oriental de Saqba en Damasco el viernes pasado, fueron recibidos por un espectáculo que no presagiaba nada bueno para el régimen sirio.

Los combatientes rebeldes del llamado Ejército Libre de Siria estaban protegiendo a unos 5.000 manifestantes que exigían la caída del presidente Bashar al Asad. Uno de ellos fue alzado a hombros de los manifestantes. Parecía que la victoria se estaba acercando.

Algunos otros barrios cercanos vieron a los rebeldes establecer puestos de control y, fundamentalmente, tomar el control.

Sin embargo, cuatro días después quien escribe estas líneas regresó con un equipo a la zona y nos encontramos con una escena muy diferente.

El Ejército sirio había vuelto.

Al tomar la salida de la autopista de Damasco, al este de la ciudad, fuimos detenidos por varios soldados que vigilaban una especie de puesto de control. Nuestro conductor les dijo que éramos periodistas extranjeros. Nos miraron y nos saludaron.

El mismo incidente ocurrió dos veces más. Los soldados tenían una cinta amarilla de plástico atada a sus chaquetas que indicaba claramente que estaban en el lado del régimen.

Había pocas señales de vida que no fueran una fila de gente esperando por el pan fuera de una panadería. Aparcados junto a ellos una ambulancia, un jeep militar y un vehículo blindado.

Dos hombres se quedaron con la boca abierta cuando un camión cargado de bombas de gas entró en la zona, sorprendiéndose de que ahora por fin tengan gas para cocinar.

Continuamos en busca de la plaza municipal, donde sólo unos pocos días antes los manifestantes anti-régimen se habían concentrado con grandes esperanzas.

Cuando llegamos, nos encontramos con una escena de devastación.

Partes enteras de algunas casas se habían derrumbado, dejando al descubierto elementos de uso cotidiano en el interior. Un poste de electricidad se rompió por la mitad cerca del suelo, las esquinas permaneciendo en vertical hacia el aire.

Sólo el proyectil de un tanque podría haber causado tales daños. Los hombres de la localidad levantaron grandes armazones para que pudiéramos ver.

“Llegaron el sábado y nos asestaron un duro golpe. Había soldados de Hezbolá con ellos”, dice un hombre, cuando se le preguntó acerca de la nacionalidad de los soldados. Dice que sabía esto porque reconoció sus acentos.

Nos llevaron a una mezquita junto a la plaza. Un enorme agujero estaba al descubierto al lado del minarete de la mezquita. Le pregunté si los rebeldes habían estado en el interior.

“No había nadie allí. Si ellos [los rebeldes] hubieran estado dentro, habrían estado en la parte superior”, dice un hombre. El agujero estaba justo a la mitad del minarete.

Un hombre que llevaba una bolsa de fruta silbó para llamar mi atención e hizo un gesto para que lo siguiera. Dudé, más preocupado por la multitud de hombres que se agolpaban a nuestro alrededor. Le advertí que se dispersaran.

Los vehículos militares estaban cerca. El fuego de la ametralladora crepitaba en la distancia. Hacía frío. Varios hombres furiosos preguntaron si éramos de Rusia, uno de un número cada vez menor de países que todavía apoyan al Gobierno de Al Asad.

Las calles estaban casi vacías. Una alfombra de vidrios, escombros y metal cubría el hormigón húmedo. El miedo se apoderó de mí: la zona estaba claramente bajo el control del Gobierno una vez más, y podría haber francotiradores buscando cualquier remanente de los rebeldes.

Caminamos rápidamente, uno por uno, en una calle lateral y a través de estrechos pasillos que dividen las casas. Llegamos a un claro del bosque y el hombre que estaba con nosotros llamó a otro ya muy cerca.

“¿Tienes las llaves?”, le preguntó al segundo hombre. A continuación, abrió una puerta grande de metal que me pareció ser la entrada a un hospital. Era, de hecho, una escuela. Estaba cerrada desde hacía tiempo.

En la esquina había una media docena de pinos. Debajo de ellos una masa uniforme en el suelo, cubierta de plástico. Otro hombre se unió a nosotros y empezó a despegar la lámina de plástico.

Era difícil mirar los rostros desfigurados e hinchados. Uno de los cuerpos no tenía ojos. Otro estaba ennegrecido.

“Lo mataron cuando estaba encendiendo un fuego en su casa. Después le arrojaron al fuego”, dijo uno de nuestros guías.

“Hay seis hombres aquí, todos ellos han sido asesinados en los últimos días”, aseguró otro.

“Los estamos escondiendo aquí para que podamos enterrarlos nosotros mismos. Si vamos a un hospital, [los cuerpos de seguridad] se los llevarán y ni siquiera tendrán un entierro. Ya les quitaron su cuerpo”, añadió, con una ira profunda en su voz.

No había olor real, hacía demasiado frío. Sus manos estaban atadas, como ya es tradición con los muertos aquí con el fin de evitar el efecto del rigor mortis. Tomamos fotografías y respondieron a nuestras preguntas. Hay algunos otros sitios donde los locales están manteniendo a sus parientes fallecidos en un estado de limbo, explicaron.

“La gente está enterrando a sus muertos en sus casas, no hay otro lugar para hacerlo”, dijo un hombre. Después de 10 minutos salimos de la fosa común.

Si el Ejército o la Seguridad nos sorprendían allí probablemente también seríamos tiroteados. Ahora éramos testigos de los escuadrones de la muerte del régimen.

Publicidad

Tendencias