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Mahoma y las religiones son enemigas de la democracia

En su columna «El poder de la identidad», el cientista político postula que el resurgir de los sentimientos colectivos extremistas pueden significar un impedimiento para que los Estados puedan continuar desarrollándose en distintas áreas. Insiste en que las demostraciones de religiosidad y nacionalismo extremo son partes de ideologías que buscan manipular el poder político y profundizar en una interdependencia.


«A un lado, el mundo árabe y musulmán en pie de guerra contra Estados Unidos y Francia por los videos y viñetas sobre Mahoma. A otro, China y Japón sacando pecho patriótico y ejercitando el músculo naval a costa de unos minúsculos islotes. Vuelven las identidades y llaman a rebato, haciendo saltar por los aires los delicados equilibrios construidos a costa de mucho tiempo y esfuerzo. Dentro de EE UU, se acusa a Obama y a su política de mano tendida al mundo árabe y musulmán de ser una reedición en versión islamista del apaciguamiento practicado por Chamberlain y Daladier contra el totalitarismo nazi. Al tiempo, en muchos países musulmanes se pide también firmeza contra lo que describen como una agresión sistemática a su religión desde Occidente. Dentro de China los hay que piensan que ha llegado la hora de poner fin al ascenso pacífico y ejercer como la gran potencia que es. Mientras, en Japón también se critica al Gobierno por mirar hacia otro lado y dejar que los chinos se crezcan. No son mayoría, pero gritan más, y su mensaje es siempre el mismo: principios sacrosantos, identidades amenazadas, agravios históricos, humillaciones intolerables, líneas rojas…»

De esta manera inicia José Ignacio Torreblanca, cientista político, su columna publicada en el diario español El Pais y titulada «El poder de la identidad». El caos que se ha suscitado en el mundo islámico a causa del video que ridiculiza a Mahoma, sumados a los discursos pacifistas de los países como EE.UU y Francia que intentan apaciguar las aguas y la rivalidad desmedida que ha reaparecido entre China y Japón, convencen al autor de que más allá de los hechos puntuales que han acontecido, se esconde «un sentimiento de identificación colectivo que termina por manipular al poder político y sus decisiones.»

«Que la democracia no tenga alternativa no quiere decir que no tenga enemigos. El nacionalismo y la religión, en sus formas extremas, son los principales. Y ahí es donde comienza la paradoja. Porque a pesar de que el liberalismo no asignara ninguna importancia a las identidades, hoy sabemos que un sentimiento de identificación colectivo (sea religioso o nacional) puede ser fundamental para asegurar la cohesión social y el buen funcionamiento de un sistema político.», postula el columnista.

Torrealba ahonda en su columna la identidad como cualidades colectivas compartidas que nacen ya sea por profesar la misma religión y o un misma ideología nacionalista. Y recalca que a pesar de los avances, tantos políticos como culturales que tenga una nación, «el resurgir de las identidades colectivas» crearan un lazo de interdependencia con los gobiernos que perjudican a la democracia que «con tanto esfuerzo» se ha construido desde la caída de la URSS.

«No se puede ser tan ingenuo como para pensar que los beneficios económicos que trae la globalización son suficientes por sí solos para garantizar la paz entre los Estados (…) En Europa, en Asia, vemos con preocupación cómo los nacionalismos y las fricciones económicas entre países se retroalimentan mutuamente.», sostiene Torrealba sobre el peso que implica y la fuerza con la que actúa la identidad nacionalista en las relaciones bilaterales.

Para finalizar, el columnista es categórico al asegurar que «de Estados Unidos a China, pasando por Japón o Egipto, la identidad puede ser, a la vez, un pegamento social y un disolvente de la convivencia. Por eso es un factor de poder imposible de obviar.»

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