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«Somos como peones en un tablero de ajedrez»: la vida en Crimea tres años después de que fuera anexada por Rusia

«Somos como peones en un tablero de ajedrez»: la vida en Crimea tres años después de que fuera anexada por Rusia

El corresponsal de la BBC Steve Rosenberg visitó Crimea en el tercer aniversario de la anexión rusa y encontró una población cuyas lealtades se dividen entre el gobierno de Moscú y el de Kiev, y que está deseosa de que haya paz.


Tres años después de que Rusia anexara Crimea, una acción llevada a cabo pese a la fuerte oposición del gobierno de Ucrania, la región sigue sumida en un estado de incertidumbre. Es difícil entrar, y para muchas personas, es difícil saber a dónde se dirige Crimea.

En el Aeropuerto Internacional de Kiev, entrego mi pasaporte a un agente fronterizo.

«¿Propósito de la visita?», pregunta.

«Periodismo, soy de la BBC».

Se detiene. Estudia mi pasaporte. Parece estar revisando una lista. Llama por teléfono y hace una pregunta. No se da cuenta de que puedo oírlo.

«¿Recuerdas a ese periodista ruso de la BBC? ¿Era su apellido Rosenberg?»

Otra pausa.

«¿No? Gracias». Cuelga el aparato, sella mi pasaporte y me lo devuelve.

«¡Bienvenido a Ucrania!» sonríe.

Esas pausas en el control de pasaportes son una indicación de la tensión actual entre Moscú y Kiev,una relación marcada por la enemistad y la sospecha.

Nuestro destino final es Crimea, la península ucraniana anexada por Rusia hace tres años.

Desfiles marcaron los tres años desde que Crimea fue anexionada

La ruta más larga

Para los periodistas que trabajan en Rusia, hay formas más rápidas de llegar a la península de Crimea. Se suben a un avión en Moscú y dos horas más tarde pueden estar en la capital crimea, Simferópol.

Las autoridades de Kiev advierten a los extranjeros que cualquier persona que entre en la «temporalmente ocupada Crimea» sin el permiso de Kiev y sin cruzar una frontera oficial ucraniana puede, en un futuro, tener prohibida la entrada a Ucrania.

Nosotros estamos tomando la ruta más larga.

Los vuelos directos de Rusia a Ucrania se detuvieron en octubre de 2015. Por ello primero volamos desde Moscú a la capital bielorrusa, Minsk, para, a continuación, ir a Kiev. Por delante tenemos un viaje de ocho horas a Crimea.

En primer lugar, visitamos el Servicio de Migración de Ucrania en Kiev para obtener el dozvil, un documento emitido por las autoridades ucranianas que permiten viajar a Crimea. Tres horas más tarde, con los permisos en nuestro poder, comienza nuestro largo viaje en coche al sur.

La anexión de Crimea por parte de Rusia en 2014 fue un momento importante, ya que llevó a Moscú y a Occidente al borde de una nueva guerra fría.

Tres años después nos dirigimos a Crimea para medir el estado de ánimo en la región.

Está oscuro cuando llegamos al último punto de control ucraniano antes de la península. Mostramos nuestros pasaportes y dozvils. Minutos más tarde nos dejan pasar.

La tierra de nadie entre los puntos de control de Ucrania y Rusia es minúscula, no más de 50 metros de largo. Nos paramos aquí para cambiar de coche. Nuestro conductor de Kiev volverá por donde vinimos. Su lugar lo tomará un conductor de Simferópol.

En el lado ruso esto se llama el cruce de Armiansk. En lo que respecta a los rusos, es una frontera estatal oficial.
Preguntas y más preguntas

Mostramos pasaportes y visados, y rellenamos las tarjetas de inmigración. Nuestros documentos están en orden, pero se nos pide esperar. La aparición de periodistas británicos ha provocado desconfianza.

Se me acerca un joven vestido de civil. «Ven conmigo, por favor», dice, «me gustaría tener una charla».

Entramos en una pequeña habitación y nos sentamos en una mesa. El funcionario revisa mi teléfono para asegurarse de que no estoy grabando nuestra conversación.

Luego vienen las preguntas. Muchas.

«¿Qué misión le han dado sus editores? ¿Qué va a filmar? ¿Cómo va a guardar su material, en computadoras o discos duros? ¿Qué tarjeta SIM va a utilizar en Crimea? Como corresponsal, ¿va a tomar notas cada noche sobre lo que ha filmado? ¿Puede mostrarme algunas de las fotos en su teléfono? ¿Dónde se va a alojar?¿Por qué no voló directo desde Moscú?»

Crimea tiene una variedad de murales y posters de Vladimir Putin.

Mi interrogador anota mis respuestas en un pedazo de papel. Sus preguntas no se limitan a Crimea.

«¿En qué calle vive en Moscú? ¿Cuál es la estación de metro más cercana a su casa? ¿Qué hace su esposa para ganarse la vida? ¿Lleva en Rusia desde hace mucho tiempo? ¿Alguna vez pensó en solicitar un pasaporte ruso?»

«Con mi británico me basta», le respondo.

¿Qué piensa de la cocina inglesa?, me pregunta, y añade: «Me gusta Jamie Oliver, aunque considero que usa demasiado aceite».

El interrogatorio dura una hora. Entonces el oficial me acompaña de nuevo a la furgoneta. Le pido su nombre.

«No tengo nombre», responde, «sólo un rango».

El inquisitivo joven «sin nombre, sólo un rango» invita a mis colegas a mantener conversaciones similares.

Después de tres horas y tras acabar los interrogatorios, todavía no podemos irnos. Pasamos la noche en la furgoneta esperando a que los oficiales de aduanas rusos procesen nuestros papeles y permitan la entrada a nuestros equipos de televisión. Finalmente, diez horas después de llegar al cruce de Armiansk, abandonamos el puesto de control.

En este poster, Putin promete impulsar los balnearios de Crimea.

Ciudad rusa

Simferópol es el centro administrativo de Crimea. El nombre de nuestro hotel es Ucrania, aunque tres años después de la anexión, la ciudad se siente rusa.

La mayoría de los coches tienen placas de matrícula rusas, los nuevos autobuses fabricados cerca de Moscú invaden la calles y, en las vallas publicitarias, se ve al presidente ruso Vladimir Putin, con algunas de sus mejores citas sobre Crimea, sólo para recordar a todos quien manda.

«Crimea era famosa por ser el balneario de la Unión Soviética», declara Vladimir Putin en un cartel.

«Todos los programas sociales del ejército ruso se extenderán a Sebastopol y a la Flota del Mar Negro», promete en otro.

Cerca de nuestro hotel, la pared de un edificio está cubierta con una pintura gigante del presidente Putin vestido como un marinero y las palabras: «Crimea pertenece a todos nosotros».

La maestra retirada Olga Koziko se muestra encantada con Putin.

«Crimea es un lugar donde la gente apoya a Putin», asegura Olga. «Lo adoramos, es nuestro héroe, incluso tengo una camiseta con Putin y las palabras: ‘En Putin confiamos’, como ‘En Dios confiamos’. Gracias a Putin, los soldados rusos vinieron a protegernos».

Olga Koziko es una fiel seguidora de Vladimir Putin

El 22 de febrero de 2014, el presidente ucraniano Viktor Yanukovych huyó del país después de lo que él -y sus aliados rusos- llamaron un «golpe ilegal» en Kiev.

El 27 de febrero aparecieron en Simferópol hombres enmascarados con uniformes desconocidos. Armados con armas rusas, se apoderaron de edificios del gobierno, el parlamento, el aeropuerto y bloquearon las bases del ejército ucraniano.

A esa fuerza militar misteriosa se le dio una variedad de apodos, incluyendo «Pequeños Hombres Verdes» y «Gente Cortés».

Hoy Moscú admite que los soldados pertenecían a las Fuerzas de Operaciones Especiales de Rusia (SSO). Posteriormente, el presidente Putin firmó un decreto que marca el 27 de febrero como una fecha de celebración anual en Rusia: «Día de las Fuerzas de Operaciones Especiales».

Tras un referéndum organizado a toda prisa, se anunció que más del 95% de las personas que habían participado habían votado a favor de la «reunificación» de Crimea con Rusia.

El referéndum no fue reconocido por la comunidad internacional. Para el mundo exterior, Rusia había robado un pedazo de Ucrania.

Una estatua que honra a los pequeños hombres verdes fue erigida cerca del edificio del parlamento crimeo. Representa a una muchacha joven que entrega flores a un hombre con un arma. La inscripción dice: «A la Gente Cortés por parte de las personas agradecidas de Crimea».

Rusia no hizo caso a las condenas internacionales sobre Crimea.

Así es como Moscú quiere ser visto aquí: como una fuerza para el bien queprotege al pueblo de Crimea de los violentos nacionalistas ucranianos.

«Terrible»

En 2014, los medios de comunicación controlados por Rusia caracterizaron al nuevo gobierno ucraniano como «fascista», «neonazi» y una «junta ilegítima». Olga utiliza un lenguaje similar cuando recuerda el pasado.

«Sin Rusia, mucha gente habría muerto aquí», sostiene. «Los nazis ucranianos dijeron que Crimea formaría parte de Ucrania o estaría vacía, la gente habría sido oprimida y tal vez incluso puesta en campos de concentración».

No hay absolutamente ninguna evidencia para sustentar las afirmaciones de Olga.

Muchos de los habitantes de Crimea que aceptan el mandato de Moscú ven el sangriento conflicto en el este de Ucrania como la confirmación de que Rusia es un hogar más seguro. Niegan la evidencia de que los disturbios en la región el Donéts, o Donbáss fueron incitados y financiados por Moscú.

En la calle me pongo a charlar con un pensionista llamado Nadezhda. Hasta hace poco su hermana vivía en Lugansk, una de las autoproclamadas repúblicas separatistas en el este de Ucrania.

«La vida en Lugansk es terrible», dice Nadezhda. «Así que traje a mi hermana a Crimea, haré todo lo posible para asegurarme de que ese tipo de violencia no se produzca aquí».

Hay otra razón por la que Nadezhda, que es ucraniana, confía en Moscú más que en Kiev y es que siente nostalgia de la época soviética, cuando consideraba a Moscú como su capital.

Para Nadezhda, la anexión de Crimea a Rusia es «un retorno a la Unión Soviética».

«Nuestra generación fue, es y será siempre fiel a la URSS, moriremos en la Unión Soviética».

Otro mural de Vladimir Putin en un barco.

Un puente ruso

La nostalgia y el miedo son sentimientos poderosos. Pero no son suficientes para sostener el sentimiento pro ruso en Crimea al nivel de 2014.

La ruptura de vínculos con Ucrania ha traído problemas. Con la disolución de los lazos económicos con Ucrania, la única manera de que lleguen suministros a la península es por mar o aire. Eso significa precios más altos.

Moscú insiste en que esta situación cambiará una vez que haya completado el puente de ferrocarril y la carretera que une Crimea al continente ruso. El puente es un proyecto de varios miles de millones de dólares con el que Moscú quiere mostrar a Crimea su compromiso con la región.

Además de los precios más altos, también está el tema de la burocracia.

Cuando visito un centro de registro de documentos en Simferópol, me encuentro con que hay más de doscientas personas haciendo cola fuera.

Han venido a intercambiar documentos ucranianos por rusos, como títulos de apartamentos. Algunas personas, como Alyona, han estado haciendo cola toda la noche.

«La vida no ha ido a mejor o a peor», me dice Alyona, «Todavía estamos haciendo fila, como antes. Tal vez algunas personas tenían grandes expectativas hace tres años, pero yo no creo en los milagros».

La gente hace cola durante horas para cambiar los documentos ucranianos por rusos.

Pregunto a Alyona si puede imaginar a Rusia entregando Crimea a Ucrania.

«Nada me sorprendería más», se ríe. «No me sorprendería si de repente terminamos como parte de Turquía. Para ser honesta, no me importa si estamos con China, lo más importante es que no hay guerra.

«He aprendido que tu vida puede cambiar en un día. Y no hay nada que puedas hacer al respecto. Somos como peones en un tablero de ajedrez. Están jugando con nosotros. Hoy nuestro lugar está en Rusia. ¿Y mañana? ¿quién sabe? tal vez eso sea lo mejor. Si lo supiéramos, podríamos tener un ataque al corazón».

En la ciudad, me encuentro con Nadia. Se está quejando de los baches.

«Donde vivo hay baches en todas partes», dice Nadia. «La gente se está lastimando las piernas, he escrito a las autoridades pidiéndoles que hagan algo y no han levantado un dedo».

La decepción de Nadia se extiende más allá de los pavimentos y caminos.

«Mucha gente aquí estaba feliz, pero ahora hay desilusión», me dice, «porque no hay inversión y los salarios y las pensiones son bajos. Mi pensión es de 8000 rublos (US$140) al mes. Lo justo para las facturas de los servicios públicos y las medicinas que necesito».

Estoy hablando con Nadia junto a la estatua del poeta más famoso del siglo XIX de Ucrania, Taras Shevchenko.

Es el día de Shevchenko y un grupo de veinte personas han venido con flores para marcar el cumpleaños del poeta. La policía rusa también ha venido con cámaras. Están filmando a todos, incluyéndonos a nosotros. En la Crimea rusa, las expresiones públicas de orgullo ucraniano atraen una atención especial.

La economía de Crimea ha sufrido para ajustarse al cambio.

Nadia es rusa, pero lleva una pequeña bandera ucraniana.

«En mi alma, Crimea sigue siendo parte de Ucrania», me dice. «Estoy aquí porque esta estatua es el último símbolo de Ucrania que queda en Crimea».

Una mujer llamada Lidiya oye nuestra conversación. Está furiosa.

«Fue la emperatriz rusa Catalina la Grande quien construyó Crimea», dice Lidiya.

«Bueno, si vas a traer la historia, podríamos ir de vuelta a los días de los kan de Crimea», responde Nadia.

Lidiya cambia a la historia moderna.

«Hace tres años, Estados Unidos planeaba estacionar soldados en tres escuelas en Sebastopol», afirma. «Las tropas de la OTAN querían estar en Sebastopol. Crimea habría sido borrada de la faz de la tierra».

«¿Como sabes eso?», pregunto.

«Lo leí en internet», responde.

«¿Eso lo hace cierto?»

Lidiya cambia de táctica.

«Si la gente piensa que viven mal en Crimea, déjelos ir y vivir en el Donbáss en el este de Ucrania. Suplicarán para volver aquí».

Umer Ibragimov está desesperado por saber que ocurrió con su hijo desaparecido.

Persecución de los tártaros

Nos dirigimos a la ciudad de Bakhchysarai, en el centro de Crimea, para conocer a Umer Ibragimov. Umer es un tártaro de Crimea desesperado por obtener información sobre su hijo Ervin.

En mayo de 2016 Ervin fue secuestrado durante la noche. Las cámaras de circuito cerrado de televisión capturaron el momento en que fue secuestrado por hombres de uniforme y metido en un vehículo.

«He escrito a todo el mundo pidiendo ayuda», me dice Umer, «desde niveles inferiores hasta el presidente, pero no hay información sobre mi hijo».

Ervin Ibragimov fue miembro de la junta ejecutiva del Congreso Mundial de los tártaros de Crimea. Desde la anexión, la comunidad tártara de Crimea ha estado bajo presión.

Su órgano de representación, el Mejlis, que se había opuesto al referéndum de 2014 para unirse a Rusia, ha sido tachado de «organización extremista» y prohibido.

El grupo de derechos humanos Amnistía Internacional acusa a las autoridades rusas de «persecución sistemática» de los tártaros de Crimea.

Este mes, Federica Mogherini, directora de política exterior de la Unión Europea, concluyó que «los derechos de los tártaros de Crimea han sido gravemente violados».

Moscú niega las acusaciones.

Mientras tomamos un té caliente, Umer me cuenta la historia de su familia. En la Segunda Guerra Mundial, su padre había luchado en el Ejército Rojo.

«Fue herido y volvió a casa», dice Umer. «Diez días después, todos los tártaros de Crimea fueron deportados de su tierra natal».

La atracción turística de Crimea ha disminuido.

Fue Josef Stalin quien ordenó la deportación como un acto de castigo colectivo. El dictador soviético sospechaba que los tártaros de Crimea colaboraban con los nazis. Más de 230.000 personas fueron forzadas a subir a trenes de ganado para ser transportadas a Asia Central.

«Mi madre y mi padre me contaron que les dieron sólo 15 minutos para recoger sus pertenencias», recuerda Umer.

Umer creció en la Uzbekistán soviética. Reclutado a la fuerza por el ejército soviético a finales de los años 70, pasó un año cumpliendo con su «deber internacionalista» luchando en Afganistán.

Umer mira una fotografía de su hijo desaparecido.

«No hay justicia», dice.

Y sin embargo, esta primavera en Crimea se siente más tranquila que la de hace tres años.

Mientras que Rusia y Occidente discuten sobre las sanciones, la soberanía y las fronteras, parece que la mayoría de la gente aquí está tratando de seguir adelante con sus vidas, tratando de adaptarse.

Ansias de paz

«Todo se ha calmado», dice la artista Svitlana Gavrilenko. «Todo el mundo que solía ser pro algo – ya sea pro Rusia o pro Ucrania – se ha calmado».

Hace tres años Svitlana se opuso a la anexión. Hoy su perspectiva ha cambiado.

«Muchas pequeñas y medianas empresas se desmoronaron después de que Rusia viniera porque todas estaban conectadas con Ucrania, ahora se han vuelto a conectar con Rusia y China. Si volvemos a ser parte de Ucrania, tendremos que resolver todo esto nuevamente. La vida de todo el mundo se va a ver afectada de nuevo».

En el balneario del Mar Negro de Yalta me encuentro con el paseo marítimo lleno de gente disfrutando de una caminata bajo el sol.

Los partidarios de la anexión rusa no ocultan sus simpatías.

El sonido de las olas rompiendo en la orilla se mezcla con acordes de jazz de músicos callejeros. Las conversaciones proyectan la sensación de una población desesperada por la paz.

«Muchas personas en Crimea todavía aman a Ucrania», dice Rodion. «Rusia y Ucrania son demasiado similares, sus pueblos se encuentran demasiado interconectados para sentirse mal unos con otros».

Rodion cree que «no es completamente imposible» que Crimea regrese un día bajo el mando ucraniano.

«Nadie imaginó que se convertiría en una parte de Rusia», dice, aunque se resiente de los líderes occidentales que exigen el regreso de la península. «Crimea no es sólo una cosa que se debe dar a un país u otro, es un lugar, es la gente que vive aquí, es historia, hay muchas cosas que no se pueden comprar ni intercambiarse».

Svitlana Gavrilenko cree que los cambios que tuvieron lugar aquí hace tres años son irreversibles.

«No creo que Rusia en su estado moderno, con Putin en la cima, pueda devolver a Crimea», me dice. «Se esforzó mucho en anexarla, sufrió muchas sanciones para tener Crimea, ¿por qué la devolverían?».

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