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El sinsentido de la Izquierda

En los países modernizados, ¿no es el Estado el que promociona la ofensiva neoliberal, por más que tal ofensiva se quiera presentar como reducción de las funciones del Estado?


Es un dogma típico de la izquierda -acaso su dogma original- el creer que las clases sociales son anteriores al Estado. Anteriores, históricamente: que primero fue la desigualdad económica y social (las clases) y luego el aparato político-administrativo (Estado) que habría emergido de aquella escisión primigenia con el objeto de reforzarla y perpetuarla. Y anteriores, lógicamente: que la desigualdad política (superestructural) se basa en la desigualdad económica y social (infraestructural), de la que sería una suerte de excrecencia, reflejo o representación.

Sólo asumiendo a priori este dogma, puede a continuación creerse razonablemente que desde el Estado, mediante una política realmente de izquierdas, pueden arbitrarse medidas tendentes a la extinción de las clases o, cuando menos, a la atenuación de sus diferencias. Sólo desde aquella creencia original de la izquierda puede fabricarse la ilusión de lo que se llaman políticas igualitarias.

Sin embargo, tras tantos siglos de historia del Estado, aún está por verse el caso de uno sólo que haya puesto fin a las clases que se supone que existen al margen suyo, previamente a él. El dogma original de la izquierda, interpretado ahora como hipótesis básica de aquel socialismo que se quiso científico, resulta así pura metafísica (en el sentido despectivo que ese socialismo daba a este término). Son las políticas de izquierda encaminadas a luchar, desde el Estado, contra la desigualdad de clases -sea por vía revolucionaria, sea por vía electoral- las que se han revelado utópicas (en el sentido despectivo de `mera ilusión’ con que el socialismo racionalista pretendía invalidar los ensayos de actuar directamente contra el Estado o al margen del Estado). Paradojas de la historia, el realismo político se disuelve sistemáticamente en pura fantasía, la vía científica al socialismo se acaba revelando una y otra vez como metafísica dogmática.

Más plausible parece hoy la hipótesis opuesta al dogma original de la izquierda, aunque en el último medio siglo tal hipótesis haya carecido de la suficiente impregnación social como para haberse hecho creencia colectiva ni, menos aún, dogma compartido. Suponer, siquiera por un momento, que fuera más bien el Estado quien estuviera en el origen -tanto histórico como lógico- de la división de lo social en clases condenaría al más puro sinsentido cualquier posible política de izquierdas: y más sinsentido cuanto más auténticamente de izquierdas se quiera. Pues si las clases sociales nacen de -y existen como consecuencia de- las instituciones y prácticas en que consiste el Estado, cualquier iniciativa que se tome desde el Estado no puede contribuir sino a generar desigualdad, a regenerar la escisión en clases. No debería hablarse entonces del Estado de clases (lo cual sería un rotundo pleonasmo) sino de las clases del Estado, de las clases que él mismo produce por el hecho de ser Estado, lo que vaciaría de sentido cualquier política de izquierdas (entendiendo por «política» eso que «hacen los políticos», expropiación ampliamente admitida de lo común que es lo político por lo privado que es la política).

Evidentemente, esta hipótesis es tan indemostrable como su opuesta, la que late bajo el dogma original de la izquierda. Las creencias no se demuestran: son ellas las que fundan y hacen posibles las demostraciones, son ellas las que aportan los pre-juicios sin los cuales no es posible emitir juicios.

Con todo, sí parece que numerosos acontecimientos -tanto recientes como no tanto- se interpretan más convincentemente a la luz de esta hipótesis opuesta que a la de aquel dogma. Por ejemplo, en los Estados que han quedado como residuos de la extinta URSS son ellos los que están imponiendo el imperio del libre (!) mercado, y no al revés. De igual modo que fue el Estado soviético original el que alumbró esa nueva clase -la tecnoburocracia- que intenta modernizarse. Como también fueron las organizaciones estatales entonces emergentes las que violentaron los mercados locales para imponer violentamente el mercado único y generalizado (Polanyi) y las nuevas formas de desigualdad que de él se siguen. Como asimismo, en las sociedades sin Estado, es la emergencia de un poder desgajado del común el que da origen a la desigualdad económica y social, ya se trate de Estados surgidos del propio seno de una comunidad antes indivisa (Clastres) ya de Estados que, desde el exterior de las propias comunidades, las fuerzan a adoptar formas estatales de organización so pretexto de `modernización’, `integración’ o `democratización’ (como ocurre con el drama kanako en Nueva Caledonia, con las comunidades gitanas o con tantas tribus del Africa negra). En cada uno de estos casos es el Estado el que clasi-fica, el que separa en clases donde no las había o reordena una clasificación anterior. (Acaso ésta de clasificar y gestionar las clasificaciones, representar y gestionar las representaciones sea la actividad fundamental y fundamentante del Estado).

Y en los países modernizados, ¿no es el Estado el que promociona la ofensiva neoliberal, por más que tal ofensiva se quiera presentar como reducción de las funciones del Estado? ¿No es ese Estado el que está en el origen de las nuevas fortunas y de los nuevos mandarines, que han llegado a serlo gracias a la estúpida fe de los votantes de izquierda en que trabajarían, desde el Estado, por la reducción de las desigualdades?

No, no se trata de Estados corruptos: son, sencillamente, Estados. La corrupción, como desvío hacia lo privado de bienes públicos, está en la entraña misma de esa escisión entre lo privado y lo público, en la apropiación de lo común, en la separación de representados y representados en que consiste la organización estatal misma -y, en particular, la democrática. Quien se pone en lugar de otro es -literalmente- un impostor, decía Picabia. No es una valoración, es una tautología. Y ponerse en lugar de otros, hablar y hacer por ellos, re-presentarles… es la esencia inesencial del Estado, la división elemental, el origen de toda clasi-ficación y desigualdad. ¿Representantes de izquierda?

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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