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La irrupción republicana

Lo acertado de la entrada en escena del Lagos Presidente tiene sin embargo un gran peligro: haber desatado tan altas expectativas.


Grandes paseos en un auto descubierto del año 64, tres discursos programáticos en tres días, fiestas populares, galas masivas en la Estación Mapocho, cena con gobernantes extranjeros, viaje a Concepción, anuncios, abrazos, sonrisas.

Los gestos del Presidente entrante obtuvieron de inmediato tres ventajas comunicacionales claves: la capacidad de copar la agenda pública, ya que nadie, ni menos el Presidente saliente, ha podido restarle protagonismo a Lagos; enviar un poderoso mensaje de participación popular y unidad nacional, necesario para iniciar un gobierno alcanzado contra la mitad de los votos del país; y contentar al mismo tiempo a empresarios y trabajadores, a jóvenes y viejos, a ecologistas y consumistas, a machistas y feministas, a moros y cristianos.

Lagos logró en dos días convertir los seis años de su antecesor -cuyo gobierno fue, según las estadísticas económicas, uno de los mejores del siglo- en una sombra molesta y olvidable, en un período banal y frío, apagado y ajeno.

Pese a todos los intentos de Frei por abandonar el cargo con alguna grandeza -la recepción y discurso en La Moneda, el gesto teatral de cerrar las puertas de la casa de gobierno por fuera, sus tomadas de mano con Martita- lo cierto es que su único destino previsible es la jubilación pagada de la senaturía vitalicia.

Lo acertado de la entrada en escena del Lagos Presidente -producto de un comité encabezado por él, e integrado por Ernesto Ottone, Juan Luis Egaña y Claudio Huepe- tiene sin embargo un gran peligro: haber desatado tan altas expectativas que se transformen en un boomerang apenas la pesada maquinaria de la rutina y los conflictos apague con su ruido sordo el estruendo de las fiestas.

En estos días, Lagos ha multiplicado los signos de una estética republicana y laica. Desde el «sí, prometo» con que recibió la banda y la insignia del mando, hasta su aire ausente durante el Te Deum, una tradición que la Iglesia introdujo justamente en 1970, frente a otro mandatario ateo.

Si recordamos, el lanzamiento de su campaña partió en el Instituto Nacional y terminó frente al Museo de Bellas Artes, dos íconos de la cultura laica chilena. Su primera reunión de gabinete, antes de asumir el mando, fue en la Biblioteca Nacional. Su gala del sábado incluyó una orquesta de niños de Curanilahue. Su fiesta fue en el Forestal, otro destino clásico de la bohemia chilena. Su principal designación en el área cultural es Agustín Squella, un hombre que adora más jugar dominó en los bares en Valparaíso que los fastos del poder o de la Iglesia.

Tras 27 años de predominio cultural católico -desde un Pinochet ultracreyente hasta un Frei que moría por una entrevista con el Papa-, el nuevo siglo parece habernos traído un soplo republicano, aunque sean pocos los chilenos que, por ahora, intuyan la vasta dimensión de esa palabra.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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