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Los conyacentes

Habría que recuperar la palabra, ya que los conyacentes no son una excepción sino una regla. Hay uno debajo de cada piedra, aunque todas las instituciones respetables lo quieran negar.


Siempre ha sido muy común en América Latina un tipo de ligazón personal que no es reconocido por ninguna ley escrita o convención social: la de conyacente.



El escritor español Javier Marías nos cuenta en su novela Mañana en la batalla piensa en mí que el concepto de conyacente ya se encontraba en el idioma anglosajón antiguo.



Recuerda que cada vez que sabía de infidelidades o asistía a cambios de pareja o a segundas nupcias, o cuando veía prostitutas en las calles, se acordaba de su época de estudiante de Filología Inglesa en Oxford, donde había una vez sabido de un verbo y un sustantivo anglosajón que no habían sobrevivido en el inglés moderno o que, peor aún, habrían sido abolidos. Tenían que ver con la relación adquirida entre dos o más hombres que habían yacido con la misma mujer, aunque en diferentes épocas. El verbo: ge licgan, recuerda Marías, llevaba el prefijo ge, que originalmente significaba camaradería, y se unía con licgan, que quiere decir yacer. Como complemento estaba el sustantivo gebrydguma, que vendría a significar algo así como connovio.



En nuestras sociedades, especialmente en sus élites, tener connovios conocidos, a lo largo de la vida, es algo más que común, aunque casi siempre nos ignoramos unos con otros. Habría que agregar que esto también vale para las mujeres.



Marías afirma que la conyacencia o el connoviazgo trae dos tipos de consecuencias: la negación, cuando se pretende tapar el tema al considerar al conyacente como alguien inferior en casta o inteligencia. O la afirmación, contentísima, cuando se trata de alguien superior que podría cambiarle el pelo al aura del nuevo o viejo conyacente. No es raro escuchar a alguien que dice que se casó con la ex esposa de un político notable o con el ex novio de una cantante famosa.



En realidad, si uno mira a su alrededor, los conyacentes son varios en la vida de cada hombre y de cada mujer. Y, ojo, los conyacentes no son los consabidos amantes simultáneos. Simplemente, son gente que se ha relacionado amorosamente con la misma mujer u hombre en algún momento de su historia afectiva.



Es interesante que, para el Estado anglosajón antiguo, se haya constituido en una especie de parentesco del tipo cuñado, consuegro, yerno o nuera. Porque indudablemente el conyacente lleva parte de la historia de uno como cualquier otro miembro de la familia y sabe más de uno mismo de lo que uno se atreviera a imaginar. Mal que mal se ha sido copartícipe de un cuerpo común que transmite herencias intangibles entre sus amadores o amadoras y a la vez entre todos ellos. Y estas herencias crecen en una proporción geométrica.



Habría que recuperar la palabra, ya que los conyacentes no son una excepción sino una regla. Hay uno debajo de cada piedra, aunque todas las instituciones respetables lo quieran negar. Los conyacentes son toda una institución virtual.



La conclusión de Marías es que ser conyacente es una condición natural y nadie debería amargarse por serlo.



El vínculo con lo que amamos no deja de existir porque lo que existió ya no existe. Al contrario: quizás hay más unión todavía; quizás une más la renuncia a lo que pudo ser y era común que su aceptación, su consumación o su desarrollo sin trabas. Cualquier frustración, cualquier fracaso, cualquier separación o término es lo que más vincula, la pequeña eterna cicatriz que nos recuerda el abandono o la carencia.



Los hombres y mujeres de América Latina, y perdóneseme la generalización, tienden a olvidar el vínculo de la conyacencia; lo anulan, lo esconden. No quieren aceptar que amaron a alguien que ya no aman y que ese ex amado sea amado por otro y que ese nuevo protagonista se haya introducido, a pesar de su voluntad, en su vida. Las experiencias muestran que siempre se teje una inevitable relación con el extraño o extraña que entró de una manera no buscada en nuestras vidas. Con los gebrydgumas nos toparemos todos los días, en la calle, en el trabajo, en la universidad o…de la mano de nuestros hijos. Y podremos saludarlos con una sonrisa o dar vuelta la cara haciendo como que no los hemos visto.



Creo que los anglosajones antiguos fueron bastantes astutos al darle una existencia real a estos fantasmas por el simple expediente de ponerles un nombre. Así dejaron de confundirse en el área chica de las pasiones, como casi siempre nos sucede a casi todos nosotros.
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Sergio Marras es sociólogo, periodista y escritor; autor, entre otros libros, de Confesiones.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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