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Arena Virtual

«No es necesario ir a América, ni siquiera salir de nuestro país, para ver cosas tan monstruosas.»
Jean de Léry, Viaje a Tierra del Brasil, s. XVI.

Antes (de) la web era la lengua, el lenguaje, con su mar de tropos salpicado de metáforas, comenzando por las del tejido mismo, la «red», y la circunnavegación (exploración) ciberespacial. Todo ello (a-sermón dominical incluido) ligeramente abrumado -aire de los tiempos oblige- por una fuerte propensión virtual.

¿Qué es, entonces, lo virtual?

No el virtuosismo (por caso: interpretativo) ni la preciada virtú renacentista (por más que uno y otra se desprendan de la misma andrófila raíz indoeuropea wir, de donde también viril, varón; «fuerza masculina», «potencia»), sino lo virtual actual, lo de un «sitio» virtual, de virtuales diarios e hipertextos, visita virtual -mas no exclusivamente. Y es que a veces lo virtual simplemente se disuelve en lo posible (confusión menuda confusión) y/o se asocia a lo que, en contraposición a lo real, sería menos consistente, más volátil e inmaterial, incluso falso. Para algunos contemporáneos escribidores de nota (Baudrillard et al.) lo virtual implicaría hoy por hoy -allende la dramática moderna tradición-, una desaparición paulatinamente creciente de la (metafísica) realidad; de la unidad pretendida del aquí y ahora, del cara a cara originario, de la sincronicidad o simultaneidad de lo actual. Fatal. Con todo, la imagen de la desaparición (tal «estética», o estéticopolítica, como la del olvido) se funde y, por ahora, se hunde antes de llegar a aquestas playas.

Insisto, pues: ¿qué es lo virtual? Y, a la vez: ¿qué hace que el llamado ciberespacio, enjambre de conexiones computacionales, sea habitualmente caracterizado como «virtual»?

A menudo la respuesta a estas preguntas apela a los efectos de desterritorialización de la experiencia, de interrupción de los límites fijos entre dentro y afuera (o individual y común), y a la inquietante sensación de desrealización a la que aludíamos más arriba. Y, en efecto, uno puede darse cita con alguien en un parque, y encontrarse con ese alguien en ese lugar a la hora convenida, ¿pero en qué lugar se encuentran, por caso, los chateadores del ciberespacio mundial? La web hace más explícito -sin ser propiamente original- una cierta experiencia de descoyunte de la tradicional unidad de tiempo y espacio teatral, vital. Y, a la vez, tal como, con el andar de la cultura, el cuerpo de cada cual se «contamina» con infusiones de sangres ajenas o se llena de fármacos externos o de prótesis, agrietando la pertinencia de una distinción absoluta entre cuerpo propio y cuerpo ajeno, así también la web genera una puesta en común de formas y contenidos, de citas y de links, que viene a subrayar una cierta «contaminación» generalizada de todo registro por otro, una cierta alterofilia (que otros llaman «heterogenia») radical. Todo ello sería, conmutante, efecto de virtualización de la susodicha Realidad. De ahí también el desosiego, la inquietante extrañía (Freud), de la aceleración tecnológica en curso.

En ¿Qué es lo virtual? -traducción castellana de Diego Levis, Paidós, Barcelona, 1999-, el filósofo francés Pierre Léry llega a plantear que «la fuerza y la velocidad de la virtualización contemporánea son tan grandes que exilian a los seres de sus propios conocimientos, los expulsa de su identidad, de su oficio, de su país.» Y este diagnóstico, aparentemente catastrofista, no va sin embargo acompañado de ningún llamado a resistir a la dislocación o descoloque general. Al contrario; una respuesta meramente defensiva, rigidizante, que pretenda mantener inmutables las identificaciones y localizaciones heredadas o las experiencias tradicionales de realidad, no haría -según Léry- sino desencadenar una violencia y un extrañamiento brutal. Y es que toda la fuerza virtualizante (valga la redundancia) de la «red», todo su poder de interrogar y de poner puntualmente entre paréntesis objetos y presencias duras, ya estaría en ciernes en toda lengua, rito y alianza, en toda articulación «cultural» (Léry llega a hablar de la virtualización de la experiencia como constituva del hacerse humano del hombre, de toda «hominización» especial).

Aunque la perspectiva del filósofo hace agua por más de un costado -en particular, por una cierta escolástica sapiente empresarial, que no es posible ni acaso pertinente abordar aquí- no deja de ser sugerente, y políticamente aún progresista, bon enfant: «Debemos intentar acompañar y dar sentido a la virtualización, mientras inventamos un nuevo arte de la hospitalidad.» Y también: «La más alta moral de los nómadas debe convertirse, en este momento de gran desterritorialización, en una nueva dimensión estética, el rasgo mismo de la creación.»

La arena virtual (tal como se habrá hablado de la arena política, pero esta vez sin tinglado fijo; como arena movediza más bien): no ya la feacia playa de Ulises sino, precisamente, una playa que entrecorta la identificación con la fábula «meramente» occidental.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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