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Efectos inmediatos de un discurso


La derecha había anunciado, directamente o a través del cuerpo D de El Mercurio, que la «luna de miel» con el gobierno se ha terminado. O sea, que esos primeros 100 días de gracia que se le otorga a toda nueva administración aquí no pasarían de los dos meses.

Es decepcionante, evidentemente, que esa actitud la asuma la derecha por la defensa que hace de Augusto Pinochet, lo que, a pesar de su discurso de «mirar hacia delante», muestra a la oposición como el gran bloque «anclado en el pasado», usando las expresiones que tanto han lustrado los políticos de ese sector.

Sin embargo, el discurso de Ricardo Lagos el 21 de mayo ante el Congreso Pleno, matizó las cosas.

En primer lugar, porque se produjo luego de la crispación de la relación del Ejecutivo con los militares, luego de la declaración del Ejército. Declaración poco afortunada, sobre todo porque se emitió cuando en Paraguay se producía una asonada golpista, lo que a algunos dio que pensar.

Entonces, tras esa crispación, el acto en Iquique, con Lagos junto a los militares, mostró una distensión, y luego -segundo elemento- el discurso en Valparaíso, llamando a todos a participar de la empresa de dar un salto en el desarrollo del país resultó demasiado invitante como para leerlo en clave de enfrentamiento.

La oposición, es evidente, no puede renegar de la actitud que imprimió Joaquín Lavín a su campaña, la de colaborar con las buenas iniciativas. Pero parece claro que el gobierno ha puesto sobre la mesa -logrando que la opinión pública sintonice con ello- el tema de la profundización democrática, y allí es donde en algunos sectores de la derecha entran en un camino ciego, porque el discurso de Lagos de dejar actuar a los Tribunales y acatar sus fallos significa dejar a Pinochet a la merced de su suerte (desdichada en materia de justicia, lo sabemos).

El apego de la oposición a la idea de lograr «la paz social», que se logra con un acuerdo «político-jurídico» para «cerrar la transición» no tiene, por ahora, mayor destino. Eso significa, en el fondo, sacrificar aspectos de la justicia -e incluso de la verdad- que hoy día serían inviables por el clima que Lagos, más con sus gestos que otra cosa, ha impreso a la política nacional.

A veces resulta desconcertante ver cómo Lagos ha dado contenido e impulso a su gestión. Pero, ya lo dijimos aquí apenas se instaló en La Moneda, eso tiene mucho que ver con el hecho de que estamos frente a un gobernante que está haciendo política, a diferencia de su predecesor. Y, en comparación con Aylwin, estamos frente a un gobernante que no ha tenido miedo -o cálculo o «chochera»- para exigir a la democracia lo que de ella se espera, sin disculparse con el vergonzoso discurso de la «particularidad» de la transición chilena que, de tan particular, no conducía a la democracia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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