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Dejad que los niños vengan…


A principios del siglo XIII partieron desde Alemania y Francia, dos expediciones de unos 50 mil niños. Seguían a un joven pastor que los exhortaba a abandonar sus casas para ir a reconquistar la tierra santa. Nunca llegaron a su destino. Traficantes de esclavos se apoderaron de los franceses y los vendieron en Egipto. La columna alemana «se perdió y desapareció devorada por una bárbara geografía», como apunta Borges. Quizás qué abusos se cometieron con ellos. Marcel Schwob habla de «mentecatos que les sacan los ojos a los pequeñuelos, les cortan las piernas y les atan las manos con el objeto de exhibirlos y de implorar la caridad», y de otros que se dejaban llevar por su apetito de ogros.

Este episodio histórico, perduró por mucho tiempo en el imaginario popular, en la leyenda del flautista de Hamelín, que se lleva a todos los niños de la ciudad. El mismo, junto a la matanza de los inocentes y los campos de concetración de mediados del siglo XX, son hitos de una de las más terribles constantes de nuestra infame historia universal: el abuso contra los menores.

En nuestro luminoso comienzo de milenio, esta práctica no es menos cruel que en la Antigüedad o en la oscura Edad Media. A los niños ya no los mutilan para exhibirlos y suscitar la caridad, sino para comercializar sus órganos. En una sociedad caníbal que literalmente los devora, ya no se los vende enteros, como esclavos, sino por piezas, como respuestos.

Pero tal vez de la modalidad más extendida del maltrato infantil es el abuso sexual.

Últimamente en Chile se han sucedido varios casos de abusos sexuales a menores, con asesinato de la víctima. Se ha discutido mucho sobre la pena que debieran tener los autores de estos delitos. Se dice que su comportamiento sicopático es adictivo, que no tienen muchas posibilidades de rehabilitación, y que en cuanto tengan la oportunidad de hacerlo van a reincidir.

Se tiende a considerar a estos violadores como a monstruos, que por esa condición inhumana merecen la pena de muerte o la reclusión perpetua. Sin entrar a discutir estas penalidades, me parece que se está usando aquí otra de las viejas prácticas viciosas de la historia: la de cargarle todas las culpas a algún chivo expiatorio. En este momento la sociedad entera es responsable del problema, y para resolverlo no basta con encarcelar o ejecutar a los que han cometido los actos más graves.

El abuso sexual en niños y niñas de todas las edades ha llegado a ser reconocido en el mundo como un problema de alta prevalencia, que no es sólo cometido por monstruos o sicópatas, sino por personas de todas las clases sociales, que tienen las apariencias de la salud y la normalidad, y que muchas veces son parientes cercanos e incluso padres de las víctimas.

Hay una serie de condiciones que hacen a los niños especialmente vulnerables y que, muchas veces sean víctimas de abusos durante largo tiempo, sin que nadie se entere. Se dice incluso que todo niño se encuentra hoy en una situación de riesgo potencial.

Los casos con resultado de muerte son la parte visible de un problema cuya parte mayor se mantiene sumergida, entre otras cosas porque aún cuando ha crecido el reporte de casos, muchos de ellos siguen permaneciendo en silencio.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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